Lectura y terrorismo: el caso de Patria

En la época de Netflix y YouTube, un pueblo sin afición lectora se descubrió a sí mismo en un libro de 648 páginas. La novela Patria, de Fernando Aramburu, es excepcional por la forma en que retrata la ambivalente convivencia moral que ETA impuso a toda la sociedad vasca.

por Miguel Saralegui I 17 Septiembre 2019

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Mucho antes de que se muriese en el resto del mundo, el lector ya había muerto en el País Vasco. Los vascos no prestamos atención a los libros, la pintura y el cine que describían los 50 años de matrimonio forzoso con el terrorismo de ETA. La despreocupación por la cultura era una de las condiciones de nuestra impasibilidad. En los años 80 solo la Browning del 14 que apuntaba sobre nuestra frente hacía temblar nuestro lema constitutivo: “Aquí se vive como Dios”. En el juego de la inconsciencia colectiva, ganamos todas las copas que el Athletic de Bilbao no vence desde 1984. Anestesia, persecución, miradas que acababan en delación y asesinato, todo en un entorno pulcramente burgués y ordenado. Cuando The New York Times ya estaba entusiasmado con el efecto Guggenheim, una amiga, antes de que saliéramos a cenar, debía llamar a dos guardaespaldas para que no le pegaran un tiro. Y, sobre todo, para que no me lo pegaran a mí.

Si queríamos hacer como si no pasaba nada, si queríamos jugar a región ultramoderna de Europa como si ETA no fuera el último resto de la incapacidad española de comprender que la política no debe buscar la salvación, era mejor no leer nada. La portentosa energía vasca para trabajar y pasarla bien se evapora ante las obligaciones literarias. Culturalmente somos perezosos y nuestros padres literarios –Unamuno y Baroja– siempre se leyeron más allá que acá (en todos los puestos de la calle San Diego se vende un ejemplar de Niebla). Nuestra escasa concentración lectora se deshacía en las asépticas tiras cómicas de Don Celes. Si la realidad era una mierda, ¿para qué, además, leer sobre ella?

Existieron novelas y películas que trataron sobre la convivencia de la sociedad vasca con el terrorismo de ETA. Nadie les prestó atención. Las películas se estrenarían en el Festival de San Sebastián, pero no en los cines de Bilbao o Vitoria. Durante los años duros de ETA, se ignoró a un novelista mucho mejor dotado que Fernando Aramburu. Las mejores obras de Raúl Guerra Garrido, Lectura insólita del Capital y La carta, demuestran dos cosas. En primer lugar, no era necesario que las armas callaran para hacer una completa disección de las ambivalentes condiciones morales que ETA impuso a toda la sociedad vasca. En segundo lugar, confirma la capacidad de la sociedad de ahuyentar el trauma que la violenta: dos millones de personas pueden mirar al unísono hacia otro lado, también cuando alguien les indica a qué lugar hay que mirar.

Patria, el relato de Fernando Aramburu sobre el último medio siglo de historia vasca, ha hecho que por primera vez esta sociedad se preocupara de modo colectivo por la lectura. En la novela, se narra la influencia trágica de ETA sobre la amistad de dos familias vascas. El patriarca de la primera familia, Txato, es asesinado por el hijo mayor de la segunda familia, el terrorista Joxe Mari. La historia de los traumas de estas dos familias ha hecho que los vascos se pusieran a hablar del tema de sus vidas. Por este motivo, la justificación de Patria es ciudadana y no literaria. Justo en el momento perfecto para olvidar, cuando ETA ya había decidido dejar de matar, los vascos nos pusimos a leer y a recordar. Por primera vez en la historia, la sociedad vasca decidió mirarse a sí misma a través de una novela. Una región sin patrones literarios creó su Iliada en menos de dos semanas.

Muchos críticos han deshecho a Patria por sus vicios literarios. Desde un punto de vista histórico y político, estos ataques son autistas. La excelencia literaria no explica por qué algunos libros transforman la vida de las sociedades. Además, ¿qué tipo de novela pensaban que la sociedad vasca podía canonizar? ¿En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos? Lo excepcional no es que los vascos se hayan percibido a través de una novela literariamente defectuosa, sino que, en la época de Netflix y YouTube, un pueblo sin afición lectora se haya descubierto a sí mismo en un libro de 648 páginas. En este contexto, la pregunta relevante es: ¿cómo Patria se pudo convertir en el relato de la traumática historia del País Vasco del último medio siglo?

Algunos han sospechado que la fortuna de Patria se debe a su conexión con los discursos oficiales sobre el terrorismo. Patria habría expuesto en público la postura del aparato estatal. Este juicio es poco plausible. El Estado español, que no ha sido capaz de ponerse de acuerdo sobre la letra del himno o sobre el franquismo, tampoco ha establecido una versión oficial de la intrincada historia de la sociedad vasca de los últimos 50 años.

De hecho, lo más cercano no se parece mucho a la representación moral ofrecida por Patria. ¿Qué dice el cuento, estatal y madrileño, sobre el terrorismo?

“Vascos sí, ETA no”.

La potencia de la literatura no solo se ha revelado capaz de desbancar a la investigación histórica y a la ficción audiovisual. Patria recuerda también que, en su mejor hora, la literatura puede destronar a la realidad. La caótica experiencia reciente es ordenada por una narración que, a la larga, la sustituye. Aramburu ha deseado la derrota literaria de ETA y ha conseguido que la literatura derrotase a la realidad.

Este lema se coreó en la manifestación por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el joven concejal del ayuntamiento de Ermua asesinado por ETA después de que el Estado no hubiera satisfecho la extorsión. La imagen oficial diferenciaría a los vascos malos (los “etarras” y su mundo legitimatorio) de los vascos buenos.

Este relato no permea ni la trama de Patria ni la encrucijada moral de su protagonista. La víctima de la novela, Txato, no es un héroe. Su comportamiento moral ni siquiera es irreprochable. En algún momento pagó el dinero que ETA le pedía (el llamado “impuesto revolucionario”). No renunció a entregar la contribución por una exigencia moral, sino por un error de cálculo: juzgó que la cantidad exigida por este impuesto era más elevada que su propia vida.

Patria se convirtió en memoria por ser una obra maestra del punto de vista. En esta novela no hay ningún héroe antiterrorista. Una perspectiva más lineal habría desinteresado automáticamente a la mitad del País Vasco. La vida ficcionalizada de Fernando Savater se habría convertido en una más de nuestras tercas luchas por no comprendernos, no en la novela que hace hablar al “país de los callados”. El protagonista de Patria es un pobre hombre. Si el héroe acepta el sufrimiento por un bien mayor, Txato es solo alguien que, como la mayoría de nosotros, ni siquiera sabe escoger el mal menor.

La posibilidad de que Patria se haya convertido en la novela nacional vasca empieza y acaba en Txato. Como viejo jesuita, Aramburu ha tendido una trampa perfecta a la conciencia moral de los vascos: transforma un enfrentamiento entre buenos y malos en una historia entre malos y casi malos. A pesar de la estructura y ambición decimonónicas de la novela, esta completa ausencia de virtud hace de Patria un relato digerible para el lector posmoderno.

Patria demuestra que la literatura puede gozar de una mayor fuerza política que la historia y hasta que la misma televisión. La novela ha instaurado un sentido común sobre el último medio siglo vasco de la que ninguna monografía histórica ni ninguna teleserie fue capaz.

La potencia de la literatura no solo se ha revelado capaz de desbancar a la investigación histórica y a la ficción audiovisual. Patria recuerda también que, en su mejor hora, la literatura puede destronar a la realidad. La caótica experiencia reciente es ordenada por una narración que, a la larga, la sustituye. Aramburu ha deseado la derrota literaria de ETA y ha conseguido que la literatura derrotase a la realidad. En la presentación de Patria, muchos vascos, sobre todo concejales de partidos no nacionalistas (de izquierda y de derecha), se ponían a llorar, después de confesar que la novela describía exactamente su sufrimiento. Los héroes cívicos se identificaban con Txato: los blancos reales se sintieron reflejados en los grises ficticios. El rival de ETA se ve como quien no ha luchado contra ella, sino como quien ha calculado mal los costos de una decisión estratégica. Un comportamiento moral perfecto se ve a sí mismo a través de un comportamiento imperfecto. En la posmodernidad, los héroes son insoportables hasta para sí mismos.

Mucho menos totalitaria que el III Reich de los Lagern, desde los años 80, el País Vasco permitió comportamientos inmaculados. Un joven fan de Héroes del Silencio que dejó para siempre de tocar la batería tras ser muerto en Lasarte-Oria (Miguel Ángel Blanco), un político guasón reventado por un tiro mientras se tomaba un pincho en la Cepa (Gregorio Ordóñez), un trabajador socialista asesinado de camino a cobrar el peaje en la autopista San Sebastián-Madrid (Isaías Carrasco). Al enfrentarse a la posmoderna y moralmente ambigua Patria, estos héroes prefirieron reducirse al gris, para que todos los vascos aprendiéramos a odiar la muerte. Con la práctica adquirida en medio siglo de disimulo, los héroes también disimularon: se disfrazaron de seres normales. Prefirieron no recordar a la sociedad que fueron más valientes que Txato. Al renunciar a su condición de héroes, siguieron siéndolo. Si hubiesen recordado que su dolor tenía poco que ver con el de Txato, Patria no se habría erigido como el sano sentido común con que hoy la sociedad vasca contempla su traumático pasado.

 

Patria, Fernando Aramburu, Tusquets, 648 páginas, $23.900.

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