Jan Swafford: “Beethoven y Shakespeare son dos de los mayores clichés culturales que subsisten”

Los 250 años del nacimiento del músico alemán (Bonn, 1770 – Viena, 1827) muestran que incluso entre una unánime conmemoración mundial subsisten imprecisiones sobre su genio y carácter. El autor de una de sus más alabadas biografías (Beethoven. Tormento y triunfo) cree que el atribulado creador “fue capaz de sobrevivir a muchos problemas que hubiesen acabado con otros músicos, y que incluso se sobrepuso a líos que él mismo se buscó”. Como un hombre “más allá del talento” y de los clichés culturales es que Jan Swafford pide comprender al universal compositor, tan ambicioso como atento a su tiempo.

por Marisol García I 12 Noviembre 2020

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Todo esfuerzo biográfico en torno a un personaje célebre sirve, de ser riguroso, tanto para instalar nuevos datos de re­ferencia como para ocuparse también de trivialidades cuya expansión es mejor detener, por inofensivas que parezcan. La de Jan Swafford sobre Ludwig van Beethoven revisa por igual momentos clave en el trayecto del compositor nacido en Bonn en 1770, como la serie de especulaciones y leyendas levantadas en torno a su compleja personalidad, muchas veces hostil hacia sus cercanos y carente de cuidado consigo mismo.

Son 1.400 páginas las de Beethoven. Tormento y triunfo, y entonces hay espacio para revisar la iden­tidad de su “amada inmortal”, el grado de estrechez de sus encuentros con Haydn (provechosos), Mozart (escasos) y Goethe (decepcionante), y el avance en el esbozo de su inconclusa Décima Sinfonía, aquella con la que dijo estar buscando “crear una nueva forma de gravedad”. Pero también el descalabro que él mismo fue forjando en el empeño por adoptar a su sobrino –una empresa obsesiva, de la que hasta el mismo chico quiso zafar–, y la particular combinación de su afán de trascendencia artística con el descuido práctico por sus finanzas y su salud.

Cabe también la revisión de anécdotas, como la del lugar común que asocia el “ta–ta–ta–taaaan” de la Quinta Sinfonía a una representación orquestal del llamado del destino a la puerta. El cautivador eslogan fue idea de un amanuense del compositor, nos precisa Swafford en su investigación, “pero Anton Schindler era un mentiroso compulsivo, y no hay forma de saber si Beethoven realmente dijo esas palabras”.

Hay una innegable perspicacia en la idea, concede Swafford: en el primer movimiento de la Quinta llega “una acometida que no puede ser rechazada sino tan solo soportada, resistida y trascendida desde dentro”.

Que Jan Swafford (n. 1946, Tennessee) sea él mis­mo un compositor y exprofesor de conservatorios y universidades podría explicar su compromiso con esta biografía que le tomó 12 años de trabajo: “Terminé tan exhausto y con tantos problemas con la editorial, que al menos llegué a entender las miserias de Beethoven”, comenta con ironía durante esta conversación telefó­nica. Pero hay también un lazo musical profundo en la instructiva descripción de las sucesivas partituras que analiza, y a las que de algún modo revela en su múltiple esfuerzo de cronista, escudriñador de cartas y archivos, y divulgador.

Con biografías previas publicadas sobre Charles Ives (1996) y Johannes Brahms (1999), además de un trabajo biográfico en preparación sobre Mozart, Swafford viene abordando la investigación sobre grandes músicos para, en sus palabras, “bajarlos del pedestal y mostrarlos más como seres humanos que como clichés culturales. Beethoven y Shakespeare son dos de los mayores clichés culturales que subsisten. Si logras hacer ver su categórico talento consigues que la obra de todos ellos no parezca hecha desde la magia, sino desde lo que fue: un trabajo apabullante, una conquista individual y humana”, dice.

Pudo haber tenido una vida mucho más placentera, es cierto, pero simplemente no estaba en su naturaleza. Vivía en la miseria sin que eso pareciera molestarle. Detestaba la idea de tener sirvientes y los trataba muy mal, por lo cual nunca llegó a tener personal de limpieza estable ni nada de eso.

En el caso de Beethoven tal gesta creativa fue inse­parable de una psiquis intrincada y una emocionalidad doliente, a las que Swafford consigue aproximarse con sobriedad y cierta misericordia, aunque nunca compla­cencia. El compositor expresó desde muy temprano un afán de trascendencia y también una atormentada necesidad de afecto. No hay ni para qué decir en cuál de las dos fue que el músico se salió con la suya.

 

Su libro transmite lo que parece sobre todo entusiasmo por Beethoven.
Mucho, y así lo tuve desde mis inicios en la mú­sica, como les sucede a muchos a quienes Beethoven se les presenta en algún momento como una especie de deidad (aunque seré sincero: mi favorito es Bach). Pero esta biografía también me resultó un trabajo increíblemente difícil. En varios momentos me quedé una hora completa mirando la pantalla sin saber cómo procesar tanto material a mi disposición, tantos archivos. Sé que varios lectores se han quejado de que el libro es muy técnico…

 

No lo parece.
Agradezco que lo digas, porque hay muchos datos técnicos que resumí muchísimo, que dejé como notas de referencia o que simplemente eliminé, porque quería que fuese un libro para cualquier lector. Intento escribir libros para lectura general que contengan material para músicos y académicos; no al revés. Y además, en el caso de Beethoven se me hizo inevitable dedicarme con detalle a la semblanza personal de un sujeto que por supuesto fue extraordinario, lo que no significa perfecto. Una vez una violinista, profesora de niños prodigio en Julliard (el conservatorio neoyorquino), me dijo algo que nunca olvidé: “Estos niños no saben realmente lo buenos que son, porque se relacionan a diario entre ellos, todos igualmente prodigiosos. El problema es cuando crecen: saben tocar el piano o el violín pero no saben vivir. Nunca se lo enseñaron”. Hay características de los grandes músicos que difi­cultan muchísimo su vida adulta, a veces de un modo fatal para su círculo íntimo o para ellos mismos. Es un patrón que vi cuando estudié a Brahms, y lue­go en su amigo (Joseph) Joachim; y que cierta­mente volví a encontrar en Beethoven.

 

La traducción al cas­tellano cambió en el título la palabra “an­guish” (angustia) por “tormento”. No son exactamente lo mis­mo, y es probable que esa sutil diferencia haga más elocuente la lucha existencial que Beethoven llevó consigo mismo.
Parte de su infelicidad podemos atribuírsela a él mismo, y sí podríamos pensar que fue su culpa. Pero otra parte no: fue quedando sordo, y contra eso, que tanto sufrimiento le causó, no podía hacer nada. Creo que Beethoven fue capaz de sobrevivir a muchos problemas que hubiesen acabado con otros músicos, y que incluso se sobrepuso a líos que él mismo se buscó, como todo lo que derivó de la adopción de su sobrino Karl. Fue alguien que se hizo una vida más difícil de la que ya tenía.

 

Menciona que una cosa es el talento y otra el genio. ¿Dónde fija usted esa distinción?
Genio y obra maestra (masterpiece) son dos pa­labras que pienso mucho antes de usar, por el abuso que se hace de ambas. Por supuesto que creo que con Beethoven sí califican, y eso es por cómo defino la genialidad: estar más allá del talento. En un genio hay originalidad, imaginación furiosa, ambición, amplitud de pensamiento y espíritu… Un genio sorprende al mundo sorprendiéndose a sí mismo con lo que es capaz de hacer. He pasado 20 años de mi vida estudiando sucesivamente a tres genios: Brahms, Beethoven y ahora Mozart, y si alguna vez hubo genios no tengo dudas de que ellos lo son. Pero como yo no lo soy, solo puedo intentar explicar lo que creo que eso significa, no sé si lo consigo.

 

Nueve sinfonías, 32 sonatas para piano, conciertos, piezas de cámara, lieder, dos misas y un oratorio, una ópera… ¿Considera excepcional el nivel de productividad de Beethoven?
No. Mozart compuso tanto o más. Creo que ser prolífico muchas veces acompaña la genialidad, pero no siempre ocurre así. No hay reglas, la ver­dad. Tres genios de la mú­sica, Bach, Beethoven y Mozart, son compositores totalmente diferentes. A Bach en su tiempo se le consideró anticuado por su uso del contra­punto; a Beethoven, un revolucionario, aunque él nunca se autodefinió así. Y Mozart estuvo más bien adelantado a su época es­cribiendo… para su época. Entonces no hay patrones para el genio, pero sí la capacidad de trascender la propia circunstancia. Cito a Stravinsky, cuan­do dice: “Yo fui la vasija por la cual pasó al mundo La consagración de la primavera”. Él no sabía cómo la compuso. Nadie lo sabe.

 

Beethoven nunca se describió a sí mismo como un revolucionario. Los revolucionarios son personas que desprecian el pasado y el presente, y quieren partir todo de nuevo, y él nunca tuvo esa intención: todo lo que hizo se sostenía en el pasado.

 

¿Tuvo suerte Beethoven al vivir en Bonn y Viena justo en el momento en que lo hizo?
Sí, claro. Creo que una de las características de los genios es precisamente tener suerte… para nacer en el lugar correcto, conocer a la gente adecuada y encontrar algo en su mundo y en su arte que les resulta provechoso. Beethoven, que era un hombre extraordinariamente autocentrado en su propia ca­beza, solipsista es la palabra, coincidió con una época de intenso individualismo, con ideas en alza en torno a liberarse de ideas ajenas, de la Iglesia, del Estado; a liberarse en general. Eso le acomodaba enormemente, tanto como persona y como artista. Y por eso com­puso lo que compuso: él no era un romántico pero sí su audiencia, llena entonces de sueños de libertad.

 

En el libro usted lo describe no como un revolu­cionario sino como un “evolucionado radical”.
Él nunca se describió a sí mismo como un re­volucionario. Los revolucionarios son personas que desprecian el pasado y el presente, y quieren partir todo de nuevo, y él nunca tuvo esa intención: todo lo que hizo se sostenía en el pasado.

 

Buscaba, sin embargo, que su obra trascendiese.
Por supuesto, pero tienes que pensar en algo que suele pasarse por alto, y lo digo como compositor. El primer compositor que no fue necesario redescubrir, pues ya tenía su obra instalada en el repertorio uni­versal, fue Händel, y él murió cuando Haydn era un veinteañero y Mozart tenía tres años. Entonces, la idea de que tu música puede ser parte de un reperto­rio permanente, algo así como un canon, era bas­tante nueva en tiempos de Beethoven. Uno lee a críticos calificar la mú­sica de Beethoven como inmortal, pero ni Mozart ni Haydn hablaron jamás en términos de que “mi obra vivirá más allá de mí, para siempre”. Beethoven, sí. Habló de trascenden­cia, de inmortalidad. Y cuando tienes la idea de que tu obra puede llegar a inscribirse en la Historia, eso ciertamente cambia el modo en el que trabajas. Él asumió que así sería, pero en vez de asustarse con eso pudo aguantar esa suerte de yugo e inspirarse con él.

 

Su libro muestra a un Beethoven conectado con las ideas de su tiempo, informado y atento a los cambios políticos.
Claro, aunque no era alguien que hablase demasia­do sobre ello, en el sentido de comentar qué le parecía la Revolución Francesa, por ejemplo (tampoco lo hizo Mozart). Él decía que se había formado a sí mismo sin la ayuda de nadie, lo cual por supuesto no es verdad. Si no hubiese nacido en Bonn, probablemente hubiese sido un gran compositor, pero no el mismo compositor que fue, influenciado fuertemente por la Ilustración alemana. Sabemos que sentía admiración por el sistema parlamentario británico, por ejemplo, que al parecer era su ideal de cómo debe ser un gobierno. Y sabemos que le interesaba la música francesa de la Revolución. Creo que la (Sinfonía) Eroica tiene todo que ver con esas ideas, y con la música revolucionaria, y con la gente de ese tiempo, sin que él tuviese exactamente simpatías revolucionarias. Más bien fue un compositor radical, un individuo radical en lo que hacía.

 

“Idealista extravagante”, lo llama usted.
Totalmente. Pero me refiero a su música. La suya era una ambición anclada en la tradición, y en eso fue obsesivo y grandioso.

 

¿Por qué estima que no fue capaz de darse una mejor vejez? Era alguien prestigioso, no rico pero sí con recursos, dedicado a lo que amaba. Y, sin em­bargo, el final descrito en su biografía es tristísimo.
Creo que se consideraba pobre sin realmente serlo, pero sobre todo estaba decidido a dejarle dinero a su sobrino, y por eso hubo fondos suyos que nunca tocó, incluso cuando los necesitaba desesperadamen­te. Pudo haber tenido una vida mucho más placentera, es cierto, pero simplemente no estaba en su naturaleza. Vivía en la miseria sin que eso pareciera mo­lestarle. Detestaba la idea de tener sirvientes y los trataba muy mal, por lo cual nunca lle­gó a tener personal de limpieza estable ni nada de eso. Y con los años llegó a estar en muy mal estado físico, con un sinfín de problemas en su hígado que ningún médico pudo realmente diagnosticar bien. Aun con tanto dolor, es realmente increíble que siguiera ocupado en su cuarteto de cuerdas Nº 14. Pienso que fue un trabajólico. Y pienso que su consumo de vino se volvió más intenso hacia el final de su vida, aunque no creo que bebiese cuando componía (aunque sí cuando escribía cartas, lo cual explica el tono de muchas de ellas).

 

Beethoven. Tormento y triunfo, Jan Swafford, Acantilado, 1.456 páginas, $47.500.

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