por Álvaro Bisama I 16 Enero 2025
Una lista arbitraria de biografías y autobiografías en la literatura chilena debería considerar Recuerdos literarios, de José Victorino Lastarria, y Confieso que he vivido, las memorias de Pablo Neruda, como obras casi simétricas, hermanadas en su aspiración de ser leídas como las vidas ejemplares de sus autores, ambos héroes, fundadores y encarnaciones inverosímiles de los siglos que les correspondieron. En ambos textos el ego se impone sobre el recuerdo y la historia de la literatura —y toda la cultura, en realidad— pasa por la exhibición de la genialidad de Lastarria y Neruda, quienes aparecen ubicados al centro del escenario, única forma de poder explotar su propio racconto.
Nada malo hay en ello, pero quizás son más interesantes o inquietantes otros relatos biográficos, capaces de confundir la experiencia y la ficción, y obras donde las contradicciones se ejercen como una forma del estilo y las distancias que hay entre sus líneas muchas veces resultan abisales. Pienso en El amigo Piedra, la autobiografía de Pablo de Rokha, cuyos fragmentos iniciales fueron publicados por primera vez como partes de una novela en la revista Multitud, en los primeros años del Frente Popular; o en Recuerdos del pasado, donde Vicente Pérez Rosales hace que el vértigo y la picaresca funcionen como puntos cardinales de la geografía sentimental que inventa respecto al territorio.
En cualquier caso, ninguno de estos libros ofrece forma alguna de verdad. Por el contrario, muchos de ellos deben leerse a partir de lo que no son capaces de decir, pues usan el silencio como una tensión secreta, como bien sucede con Cárcel de mujeres de María Carolina Geel y El río de Alfredo Gómez Morel. Ahí, entre las pocas certezas que encontramos, están la belleza de lo parcial, la melancolía inevitable que entraña toda deriva; y la fuga alucinada de la memoria, tal y como sucede en “Materiales de construcción” de Carlos Droguett y “Carnet de baile” de Roberto Bolaño, o Los sicópatas de Viña del Mar: el club del crimen de la ciudad jardín, de Alfonso Alcalde, que comienza como una investigación criminal y termina desplegando una geografía del miedo sobre la ciudad completa.
Quizás todo se remita al hecho de que cuando recorremos el territorio de lo perdido solo podemos ser fantasmas parecidos a la protagonista del Poema de Chile, de Gabriela Mistral, que vagabundea sobre el paisaje nacional encajando fragmentos y piezas de sí misma. El poema funciona como una autobiografía imposible, mientras la hablante amplifica la naturaleza espectral de todo recuerdo, acaso una ficción que no puede ser sino tardía y demoledora. Anota Mistral: “¿Qué año o qué día moriste / y por qué cruzas sonámbula / la casa, la huerta, el río, / sin saberte sepultada? / Ve más lejos, solo un poco / más, donde está tu morada, / al lugar adonde miras / y te retardas, quedada. / No respondas a los vivos / con voz rota y sin mirada. / Se murieron tus amigos, / te dejaron tus hermanas / y te mueres sin morir / de ti misma trascordada, / y sueles interrogarnos / sobre tu nombre y tu patria”.