¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!

En esta crónica, publicada originalmente en 1937, el autor de El juguete rabioso cuenta cómo se dirige al norte argentino a reportear el problema de la sequía y se sorprende al ver un paisaje mucho más verde de lo que espera: “Hasta se llega a dudar de la efectividad de tres años sin lluvia —escribe Arlt—. Sin embargo, el drama de Santiago del Estero se hace presente en las conversaciones de los pasajeros que conocen aquellas tierras y el síntoma de la sequía asoma a través de la palabra única: ‘Agua’”.

por Roberto Arlt I 13 Mayo 2025

Compartir:

El tren del Estado corre hacia el norte, entre alambrados de siete hilos. Son las doce y media del día. A pesar de la sequía hay mucho menos tierra de lo que podría presumir el lector. Cierto es que aún estamos en la provincia de Santa Fe, pero algunas horas más tarde, cuando entremos en Santiago del Estero, comprobaremos que aparentemente la sequía no ha modificado la naturaleza del suelo a lo largo de los rieles. Hasta se llega a dudar de la efectividad de tres años sin lluvia. Sin embargo, el drama de Santiago del Estero se hace presente en las conversaciones de los pasajeros que conocen aquellas tierras y el síntoma de la sequía asoma a través de la palabra única: “Agua”.

No se habla más que del agua. Es el tema de todas las oraciones. Dos horas, tres horas, cinco horas, siete horas, nueve horas. Ellos no hablan más que del agua. “Agua”. “Agua”. “Agua”. La palabra acaba por perder su sentido expresivo. El “agua” está injertada en cada cinco palabras que un hombre o una mujer dialogan en la travesía ardiente del norte argentino. Injertada con tanta insistencia, que yo, espectador, acabo por asombrarme de la astucia que coloca esta palabra en cada giro de las conversaciones más distantes o más cercanas. De la astucia o del temor que ha caído sobre los viajeros que hablan del “agua” como si se refirieran a una diosa indígena, cuya cólera recientemente acaba de comprobarse.

El tren corre a lo largo de campos barbudos de pasto, chacras santafesinas prósperas y orgullosas, con airosos molinos de viento y caballos de lustroso pelaje que pastorean dignamente en los cuadrados verdes de la inmensidad redonda. Los caminos amarillos llegan hasta el fondo del horizonte y por estos tubos resoplan bocanadas de aire caliente.

En los pasillos de los coches dormitorios se sobrelleva una atmósfera de baño turco. Los pasajeros siguen conversando del “agua”. En tonos diversos. Habla del “agua” el jefe del coche comedor, los corredores de artículos rurales, los abogados que diligencian pleitos en las capitales, la señora extranjera que muestra las medias hasta la curva de la rodilla, la modesta pareja de sastrecillos riojanos. Hablan del “agua” los tipos de seres humanos más opuestos: el rubio opulento y el mulatillo menestral, la señora emperifollada y la pobre mujer.

Entramos en Santiago del Estero. Esperaba que el paisaje cambiara, que súbitamente aparecieran los campos tostados. Pero pasan las horas y el coche comedor calienta como un horno de panadero y los campos verdes cruzan ante nuestros ojos, maravillosos de pasto fresco. Y sobre estos campos, ralos rebaños de cabras, de caballos, de vacas, se mueven lentamente con el hocico a ras de suelo.

A veces, se ven agujeros tremendos excavados en el suelo. Son bocas de pozos excavados en tierra amarilla. A veces. Pero los campos verdes se extienden hasta el infinito. Y yo me pregunto:

¿Dónde está la sequía? ¿Dónde, esa falta de agua de la que la gente no hace más que hablar constantemente? ¿Dónde, los efectos de tres años de sequía, si el tren no hace más que correr a lo largo de praderas verdes? Y a la distancia, bajo un sol terrible de fuego, en medio de las praderas verdes, se ve el ganado inmóvil. De tanto en tanto, la osamenta de una vaca, de un caballo. Y me pregunto:

¿Dónde está esa mortandad de ganado de que tanto he oído hablar?

He venido hacia Santiago del Estero creyendo que encontraría los caminos sembrados de osamentas de animales. He venido hacia Santiago del Estero creyendo que me ahogaría en las llanuras terrosas y salvo algunos escasísimos trechos podríamos admitir que corremos a lo largo de un camino pavimentado, tan escasa es la polvareda que levanta el convoy.

Y pasan las horas. Y mientras pasan las horas, pienso:

Probablemente la gran sequía está al norte de Santiago del Estero. Probablemente los campos yermos están al norte. Probablemente las bestias muertas están al norte.

Escribo y me quedo satisfecho. Creo que he cumplido con mi deber y orondamente paseo la mirada por los campos santiagueños. El tren se detiene en bonitas estaciones. Leo y miro el paisaje. En uno de aquellos intervalos se acerca a mí el capataz del coche comedor, a quien le digo:

Lo que es aquí, los santiagueños no se pueden quejar. Vea qué verdes están los campos…

El capataz del coche me mira estupefacto, y finalmente termina por responder:

Pero no sabe que estos campos verdes, lo están de manzanilla…

¿Manzanilla?

Sí, manzanilla. Un terrible veneno para los animales. Todos estos campos están muertos. ¿Ha visto los pozos a la orilla de la vía? Fueron hechos para buscar agua por criadores sedientos. Y en esos pozos ya no hay ni una gota. Todo aquí está muerto.

 

————
Esta crónica se publicó el 8 de diciembre de 1937, en el diario El Mundo, y forma parte de la antología El paisaje en las nubes (FCE, 2022).

Relacionados