El asesinato de Chile

El historiador Eric Hobsbawm, en un análisis publicado apenas nueve días después del Golpe, subraya la influencia de Estados Unidos —su necesidad de supremacía en América Latina—, se pregunta cuántos chilenos caerán “víctimas de la venganza de su propia clase media” y, con una claridad meridiana, les dice a quienes se preguntan qué otra opción tenía Chile: “La respuesta es simple: no hacer un Golpe”.

por Eric Hobsbawm I 9 Septiembre 2023

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El asesinato de Chile se había esperado durante tanto tiempo y la agonía de los últimos meses de Allende ha sido tan cubierta por la prensa, que todos los que viven de aparecer en los medios ya pronunciaron sus responsos; con la excepción de Washington, que mientras escribo continúa manteniendo un elocuente silencio. Incluso el Partido Laborista, que mostró el mismo interés por la socialdemocracia en Chile —mientras estuvo viva— que por los asuntos corrientes de Afganistán, ha llorado su muerte con algunas lágrimas oficiales. Esto es temporalmente embarazoso para los asesinos, cuyo modelo fue una contrarrevolución mucho menos publicitada, la que por cierto produjo la mayor masacre que se registre en la posguerra: la de Indonesia, en 1965.

Antes del Golpe, los jóvenes reaccionarios habían pintado “Yakarta” en los muros de Santiago; y ahora los militares chilenos les están diciendo a los televidentes cuán exitosa ha sido Indonesia desde entonces en atraer el capital extranjero. No habrá ningún problema para atraer el capital extranjero. Nadie sabrá siquiera cuántos chilenos caerán víctimas de la venganza de su propia clase media, pues la mayor parte de las víctimas será el tipo de chilenos de quien nunca nadie oyó hablar más allá de su fábrica, su población o su pueblo. Después de todo, cien años después de la Comuna de París, todavía no conocemos con precisión cuántas personas murieron en la masacre que acabó con ella.

El principal problema con las condolencias públicas es que muy pocos de sus autores estaban realmente interesados en Chile. La tragedia de este pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proceso político resultó ser de importancia mundial, ejemplar y, desafortunadamente, desprotegido. Se volvió un test, un caso de estudio. Los americanos sabían perfectamente que el experimento no era acerca de si el socialismo podía sobrevenir sin una insurrección violenta o una guerra civil, sino sobre algo mucho más simple: para ellos el asunto era, y sigue siendo, la permanencia de su supremacía imperialista en América Latina. En los cinco últimos años este dominio ha comenzado a verse erosionado por una serie de regímenes políticos, no solo Chile sino también Perú, Panamá, México y más recientemente, con el triunfo de Perón, Argentina. Más que Allende, se habría apostado que Perón iba a ser quien finalmente atrajera hacia sí un golpe de Estado. Estados Unidos se había confiado, con buenas razones, en que un lento estrangulamiento de la economía acabaría con el experimento socialista en Chile, que siempre fue un país con una deuda externa en permanente escalada, costos de importaciones en rápido ascenso y una sola materia prima para vender, el cobre, cuyo precio se derrumbó en 1970 y se mantuvo bajo los dos años siguientes. Pero hoy los americanos sienten que ya no pueden esperar. En cualquier caso, las continuas entregas de armas a las Fuerzas Armadas chilenas muestran que Estados Unidos siempre tuvo en mente la posibilidad de un Golpe.

Para el resto del mundo, Chile era un experimento más bien teórico sobre el futuro del socialismo. Tanto a la derecha como a la ultraizquierda les preocupaba probar que el socialismo democrático no es algo que pueda funcionar. Sus obituarios, por lo tanto, se han concentrado en probar cuánta razón tenían. Para ambos bandos la culpa es de Allende.

La debilidad y los errores de la Unidad Popular de Allende fueron, sí, graves. Pero antes de que la mitología decante y solidifique en moldes inmóviles, dejemos tres cosas en claro. La primera y más obvia es que el gobierno de Allende no se suicidó sino que fue asesinado. Lo que acabó con él no fueron los errores políticos y económicos ni la crisis financiera, sino la metralla y las bombas. Y para aquellos comentaristas de la derecha que se preguntan qué otra opción les quedaba a los opositores de Allende más que un Golpe, la respuesta es simple: no hacer un Golpe.

El principal problema con las condolencias públicas es que muy pocos de sus autores estaban realmente interesados en Chile. La tragedia de este pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proceso político resultó ser de importancia mundial, ejemplar y, desafortunadamente, desprotegido. Se volvió un test, un caso de estudio.

En segundo lugar, el gobierno de Allende no era un experimento de socialismo democrático, sino un intento de la burguesía de atenerse a la legalidad cuando la legalidad y el constitucionalismo no servían ya a sus intereses. La Unidad Popular no tuvo el tipo de poder constitucional que el Partido Laborista ha tenido, y malgastado, cuando ha sido gobierno. Tenía a un presidente legalmente elegido por un pequeño margen de votos, que enfrentaba a un Poder Judicial hostil y a un Congreso controlado por sus enemigos, que le impidieron aprobar cualquier proyecto de ley, excepto si la oposición lo autorizaba. Allende no operó con un poder constitucional, sino meramente con los recursos que su ingenio le permitió obtener de su posición como mandatario legítimo (aunque constitucionalmente baldado). La mayor parte de esos recursos se habían agotado a fines del primer año de gobierno. Incapaz de obtener el control en las elecciones parlamentarias de este año, no había forma de obtener mucho más por los medios constitucionales.

Pero ¿y por medios inconstitucionales? Este es el tercer punto al que quería hacer referencia, y es que la opción de “revolución” antes que “legalidad” no era realmente una opción. Ni militarmente ni en términos políticos estaba la Unidad Popular en posición de imponerse en un torneo de resistencia física. Sin duda, Allende detestaba la idea de la guerra civil, como cualquier adulto con experiencia histórica, sin importar lo convencido que se esté de que a veces es necesaria. Pero si hizo todo lo que estuvo en su poder para evitarla fue porque creía que su bando sería el perdedor, e indudablemente tenía razón. Fue el otro bando el que trató de provocar una prueba de fuerza, y, por cierto, lo hizo echando mano de los métodos tradicionales de la clase obrera, con efectos devastadores. Las huelgas nacionales de los camioneros fueron diseñadas no simplemente para paralizar la economía, sino para enfrentar al gobierno con una decisión incómoda, la coerción o la abdicación, y de este modo, obligar a los militares a abandonar su postura de neutralidad política. Porque los reaccionarios sabían que si los militares debían elegir entre identificarse con la izquierda o con la derecha, lo harían con la derecha. Las huelgas fallaron el último otoño, pero tuvieron éxito este verano.

Contra este estado de cosas, Allende solo contaba con la amenaza de la resistencia. En efecto, preguntó al otro bando si estaba preparado para embarcarse en una fea y, a largo plazo, incontrolable guerra civil. Probablemente calculó mal la reticencia de la burguesía chilena a esa opción. En general, la izquierda ha subestimado el temor y el odio de la derecha, la facilidad con que los hombres y mujeres bien vestidos adquieren el gusto por la sangre. Pero como los acontecimientos han mostrado, la resistencia de la izquierda estaba organizada. Solo el tiempo dirá si estaba organizada lo suficientemente bien. Quizás, no. Pero a diferencia de la izquierda brasileña en 1964, la izquierda chilena ha caído luchando. Y si el país va a entrar ahora en un periodo de oscuridad, nadie puede albergar la menor duda acerca de quién apagó la luz.

¿Qué podría haber hecho Allende? Es un difícil momento para llevar a cabo una investigación sobre los posibles errores de esos hombres y mujeres valientes, muchos de los cuales están muertos o lo estarán pronto. Yo no quisiera en ningún caso unirme a aquellos que hoy rondan la tumba de Allende con carteles donde se lee, convenientemente escrito de diversas formas, “Te lo dije”. Ni siquiera es fácil, en este instante, distinguir entre lo que fue un error y lo que no lo fue, entre asuntos que no estaban bajo el control de los chilenos (como el mercado del cobre), asuntos que teóricamente podrían haber sido de otro modo, pero que en la práctica eran inmodificables (por ejemplo, la parálisis de la política a raíz de las rivalidades al interior de la Unidad Popular), y políticas que sí podrían haber sido diferentes. No hay duda de que la apuesta económica del régimen de Allende —y fue siempre una apuesta contra todas las previsiones— fue un fracaso.

Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiera podido hacer después de, digamos, principios de 1972, excepto hacer hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se habían logrado concretar y con suerte, mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una segunda oportunidad más tarde. En el curso de un solo periodo presidencial no había modo de construir el socialismo, y Allende lo sabía y no prometió hacerlo. En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera hacer. Por trágicas que sean las noticias sobre el Golpe, era un hecho esperado y que se había predicho. No fue una sorpresa para nadie.

 

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Publicado el 20 de septiembre de 1973 en New Society. Extraído de Ecos mundiales del golpe de Estado: escritos sobre el 11 de septiembre de 1973, compilado por Alfredo Joignant y Patricio Navia, Ediciones UDP, 2013.

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