Muhammad Ali y yo en Londres 38

En esta crónica autobiográfica, el cineasta Sergio Trabucco, detenido en enero de 1974, cuenta cómo los agentes de la Dina detuvieron las torturas para ver la histórica pelea entre Muhammad Ali y Joe Frazier. Sin embargo, entre round y round, volvían creyendo que el cuerpo de Trabucco era un saco de box.

por Sergio Trabucco Ponce I 16 Septiembre 2023

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En enero de 1974, Silvio Caiozzi me dio un espacio cuando decidíamos asomar nuevamente la nariz, luego de un periodo submarineado y de vida clandestina. Aun sabiendo de mi militancia, me contrató para dirigir un comercial de leche Colun para el que debíamos viajar a Osorno. El productor era Alberto Célery y la fotografía la haría Nelson Fuentes. El día anterior a la partida llegamos a la oficina con Alberto Célery, que estaba en Matías Cousino, para hacer los últimos arreglos. La oficina de Silvio estaba muy cerca, entrando por la calle Moneda. Cuando me bajaba de mi Austin Mini fui detenido por agentes de la Dina y nos llevaron en el mismo auto a la comisaría de la calle Santo Domingo. Alberto insistió en acompañarme, a pesar de mis disimulados intentos por advertirle que la tranquilidad con que estaba actuando era para ganar tiempo. No se estaba dando cuenta del riesgo que asumía, en un gesto solidario increíble.

Sobre Londres 38 y Tejas Verdes, los centros de detención clandestinos de la dictadura donde estuve detenido, hay un estupendo relato novelado de Hernán Valdés, publicado en 1974, que pude leer en el exilio. Los espacios, sensaciones y momentos que Valdés describe los vivió solo unas semanas antes de mi propio periplo. En realidad, el que me hubieran tomado preso no me pareció extraño. Días antes me había llamado mi padre para entregarme unos antecedentes importantes.

Yo estaba saliendo poco a poco de la clandestinidad y preparándome para volver a mi oficio.

El mensaje me lo enviaban por escrito mis tías Ikela y Tegualda Allende Ponce, dos experimentadas espiritistas protagonistas de historias que parcialmente cuento en este libro. En este caso era un recado urgente que me enviaba Jaime Galté,1 quien había muerto hacía ocho años. Galté era un asiduo de las sesiones espiritistas de mis tías, donde escribía poseído por el médico suizo-alemán Erick Halfanne, fallecido en Bolivia en 1906. Lo hacía con una letra distinta a la suya, la misma que tenían las dos hojas de cuaderno que sostenía mi padre en sus manos y que me leyó lentamente.

En ella me hacía una descripción pormenorizada de lo que me ocurriría unas semanas después con mi detención. En ese momento no le tomé mucho asunto, aunque yo creía absolutamente en el espiritismo.

Recuerdo que comuniqué a la dirección de mi partido el riesgo que significaba este mensaje, pero a pesar de que algunos sabían de mis habilidades espiritistas, ni antes ni después de mi prisión se cambiaron a otros domicilios.

Entrando a la comisaría de Santo Domingo, logré convencer con gestos a Alberto Célery que esto no era rutinario, como yo decía en voz alta para tranquilizar a mis captores, con la secreta esperanza de que se tratara de un error. Cuando Alberto se dio cuenta de lo que implicaba la situación, escapó rápido y avisó de mi detención.

En la comisaría, los dos personajes de aspecto rudo y desaseado que me detienen se presentan como funcionarios de la Dina. Luego me esposaron, atado a una banca metálica empotrada y me dejan allí. En la noche llega mi padre y con su uniforme, un tío, el general de Ejército Moro Latorre, casado con una prima de mi padre, que habla con la guardia y entra. Me dice que me quede tranquilo, que temprano, al día siguiente, me dejarían en libertad.

A la mañana siguiente me sueltan las amarras y me llevan frente al oficial de guardia en un alto pupitre y me hace firmar una declaración en que aseguro haber sido tratado muy bien y que quedaba en libertad.

Terminado de firmar, se me abalanzan dos tipos y veo por el rabillo del ojo que llevan una gran tela emplástica y algodones con las que cubren mis ojos, al tiempo que me golpean salvajemente. Antes había logrado divisar una camioneta pick up roja esperando en la entrada. A golpes me lanzan al piso de la camioneta y ponen una pistola en mi sien, con los pies encima; sentía cerca de la cabeza los pedales del acelerador y el freno. Empezamos un largo recorrido que parecía circular; cada cierto tiempo sentía que cruzábamos la Alameda de norte a sur. O al revés.

Podía distinguir el cruce por los ruidos de la construcción del metro; era un camino errático con el que, sin duda, buscaban desorientarme. Luego de unas horas llegamos a la calle Londres, que supe distinguir por el adoquinado del piso y la curva que hace hacia la calle París, a través de un espacio entre el algodón humedecido por el sudor y la tela un tanto floja. Pasé muchos días allí, encapuchado, sin comer ni beber, amarrado a una silla de pies y manos, sufriendo torturas inclementes. Sin embargo, hay cosas que no puedo olvidar: el 28 de enero de 1974 se televisaba la revancha pendiente de Muhammad Ali contra Joe Frazier, en el Madison Square Garden de Nueva York. En medio de las sesiones de tortura, escucho que han encendido la televisión, por el típico acento caribeno de los locutores del boxeo de la TV estadounidense latina, anunciando la pelea. Era Chon Romero, el famoso relator de boxeo panameno que así relató el combate:

Al concertarse la segunda riña entre Ali y Frazier, ya este último no era el campeón de todos los pesos, lo había perdido por la vía del knock out en dos asaltos contra George Foreman en Kingston, Jamaica, el 22 de enero de 1973. Frazier venía de imponerse en Londres, Inglaterra, a Joe Bugner, el 2 de julio de 1973, su presentación más reciente antes de ofrecerle el desquite a Muhammad Ali. En esta oportunidad, la victoria fue para Ali por decisión unánime del jurado.2

Estoy completamente ciego desde hace varios días, ahora escucho la televisión, la pelea se va a iniciar. Repentinamente, siento que mis torturadores sueltan las amarras que me mantenían atado a una silla y me dejan de pie con las manos libres, en esa pieza que parece contigua al espacio desde donde se escuchan varias voces expectantes y el ruido de la TV. Casualmente, una de esas voces es la del más rudo contendor de la pelea paralela que tendría lugar en un cuadrilátero imaginario. Es la de un argentino, que con el tiempo poco se ha sabido, salvo que era un agente infiltrado en la izquierda y que aparecería muerto en una playa del litoral, amarrado con alambres. Estoy solo en un espacio que siento vacío y me parece del tamaño de un ring. Después, con los años, lo pude conocer como el garaje de lo que fue el Instituto O’Higginiano en dictadura y una sede del Partido Socialista antes del Golpe.

El árbitro era el puertorriqueno Tony Pérez. Una vez más, el Madison Square Garden estaba repleto de fanáticos ansiosos de ver a Ali vengar una de sus dos derrotas, ya que el 31 de marzo de 1973 perdió el título de los pesos pesados de Estados Unidos al caer ante Ken Norton, en San Diego, si bien lo recuperó poco después frente al mismo rival, el 10 de septiembre de ese año, en Los Angeles.

Pasé muchos días allí, encapuchado, sin comer ni beber, amarrado a una silla de pies y manos, sufriendo torturas inclementes. Sin embargo, hay cosas que no puedo olvidar: el 28 de enero de 1974 se televisaba la revancha pendiente de Muhammad Ali contra Joe Frazier, en el Madison Square Garden de Nueva York. En medio de las sesiones de tortura, escucho que han encendido la televisión.

Sigo de pie, ciego y esperando que llegue la paliza múltiple desde cualquier lado y a mansalva. La pelea en la TV se da inicio y bastarán los descansos entre round y round, para que en este ring imaginario empiece la otra, la de un contendor encapuchado y sus captores, que me usaran como un puching ball.

Desde el primer campanazo, Muhammad Ali dio muestra de presentar un combate distinto, mejor preparado, con buen sentido de la distancia, que precisó para mantener a Frazier nulo de poder golpear a su antojo las zonas medias, como también el gancho de izquierda volado, que fueron tan efectivos y certeros en su primera pendencia. Igualmente, tuvo muy presente el campeón de todos los pesos de Norteamérica no refugiarse en las cuerdas ni cantones, que se convirtieron en zonas prohibidas para combatir contra el aguerrido Joe Frazier.

Se produce el primer campanazo de fin de round y entran mis contendores a golpearme en el rostro con sus puños. Mi cara estaba cubierta por una bolsa que me cubría también el pecho y los brazos. Caí al suelo y me pararon a punta de patadas y gritos; no pude irme contra las cuerdas para afirmarme… aquí no hay cuerdas.

Ali, esta vez, fue más atinado y constante con su combinación de dos golpes, retrocediendo y golpeando a Frazier en el rostro. Recordemos que Muhammad Ali no lanzaba golpes más abajo de la barbilla, nunca trabajó el cuerpo humano, razón por la cual jamás se consideró boxeador completo.

Se viene otro round, y siguen los golpes; estoy con la adrenalina a tope, como el deseo de ser capaz de resistir. No siento dolor, pero sí veo estrellas y luces como flashes y relámpagos en cada golpe seco en plena cara. Deseaba que llegara un knock out rápido de mi admirado Ali, pero ya no era el mismo de antes. Yo, a partir de esta experiencia, tampoco.

Durante los primeros seis asaltos del combate, Ali golpeó a Frazier a su antojo, mientras pudo mantenerse danzando alrededor del ring y lanzando su viciosa combinación “one two”, de dos golpes de rectos y el jab, que fue efectivo y llave de golpear y eludir a su rival. Desde el séptimo episodio, la pelea comenzó a cambiar para Muhammad Ali, ídolo de entonces de los estadounidenses y también mundial.

Las energías comenzaron a mermar y razonablemente sus danzas y rapidez disminuyeron, lo que aprovechó Frazier para disminuir la distancia impuesta por Ali e imponer su estilo de fajador, acosando a su oponente a refugiarse en las cuerdas, donde lo castigaba con golpes de preocupación.

Ahora mi rival es solo el argentino, que golpea a voluntad, insultando e insinuando que esto será solo un ablandamiento, que ya volverán los interrogatorios y que regresaré a la parrilla.

Para el noveno asalto, Ali comenzó a recibir el peligroso volado gancho de izquierda, especialidad de Joe Frazier, con el cual lo derribó en su primer combate. Ali sangraba por la nariz y Frazier tenía el rostro muy inflamado, ambos sumamente agotados.

Mis torturadores, hacia el final de la pelea, me abandonaron en el suelo y la TV los mantuvo atentos. No volvieron ese día. El audio continuaba:

Exhaustos terminaron la pelea con acciones que aplaudía el público con delirio en el majestuoso Madison Square Garden. Los jueces ofrecieron el veredicto unánime para Muhammad Ali.

Yo también deseaba salir victorioso, quería resistir con toda la dignidad posible; ya sabía que el nexo que me inculpaba era mi Austin Mini, que había comprado con 12 letras a la Distribuidora Codisa de mi primo Juan Trabucco, que luego por su quiebra lo reencontraría en su exilio económico en Argentina. Ellos insistían que era propiedad del MIR. Desde ese momento empecé a recordar al espíritu de Jaime Galté, que me había enviado el recado perentorio con mis tías. Sabía que Galté tuvo un sueño con su padre fallecido donde le decía que había dejado un paquete con dinero para su madre. La historia transcurría en un hotel de Valparaíso, que él buscó hasta encontrar, y efectivamente allí estaba lo que le había dejado su padre. Quizá yo podría hacer lo mismo con mi padre, madre o mi mujer, Faride Zerán, que me buscaban como preso desaparecido.

Al día siguiente, siento que traen a una mujer, a la que torturan y vejan en la forma más despiadada. El interrogatorio es intenso y la conminan a delatar nombres que le reiteran. Ella mantiene silencio y se niega a colaborar. Ella, a su vez, escucha las torturas de las que yo era víctima.

Años después fuimos citados por el realizador Sergio Castilla a La Habana, a la casa de Pedro Chaskel y su mujer, Fedora Robles, a dar testimonios para colaborar en el guion de la película Desaparecidos, que estaba preparando. Allí en Alamar, un conjunto habitacional de autoconstrucción, nos recibieron Pedro Chaskel y Yeya, como le decíamos a su mujer, que se esmeró en darnos unas buenas onces.

Había bastante gente y se leían los textos con los testimonios. De pronto empiezo a escuchar una historia que me retrotrae a la mujer torturada que había estado conmigo en Londres 38; la escuché atentamente.

Por cierto, el relato era dramático y narrado con toda la dignidad que correspondía. El que yo llevaba era más duro en cuanto al lenguaje y la forma; por ello, cuando terminó, me paré, abracé a la mujer y le dije al oído: “Yo estaba allí contigo, esa es nuestra historia; la mía me la guardo”. Era Nieves Ayress, una hermosa mujer que finalmente pudo recomponerse con la ayuda médica y tener una bella hija con el dirigente poblacional Víctor Toro.

Por ello no voy a dar más detalles de las vejaciones de las que fui víctima por este argentino infiltrado y con fuertes desviaciones sexuales. Pero siguió llegando gente a ese pequeño espacio en nuestra prisión de calle Londres. Algunos eran jóvenes de la población La Legua. Esa noche, botados en el suelo, todos encapuchados y pegados unos con otros, me habla uno de ellos en voz baja: “¿Cuándo vamos a combatir?”. Al comienzo no entendí la pregunta. Me dice que el Guatón Romo3 y otra gente estaban juntando jóvenes para salir a combatir a la dictadura y los traían a este centro de entrenamiento y que sería duro. Andaban en un Austin Mini con el que recorrían las poblaciones. Con dolor le explico que el lugar en que estábamos era un centro de detención clandestino y que lo habían engañado. No lo podía creer. El Austin Mini me lo quitaron a mí, agregué. No lo volví a ver.

Las torturas y los gritos desgarradores no cesaron, conocimos la parrilla y la corriente eléctrica en nuestros cuerpos, y lográbamos dimensionar los espacios, contando los escalones de las escaleras al segundo piso donde nos llevaban y el tamaño del ring al contar los pasos y el retumbar de los gritos en los muros.

Pasó mucha gente, incluidos avezados delincuentes comunes acusados de traficar armas, entre los que estaba el Pate Loro, quienes solidariamente y solo por sus voces y experiencia, nos daban tranquilidad y esperanzas. Cada vez que había silencio o lograba concentrarme convocaba a Galté y le pedía le dijera a mi madre y Faride dónde estaban las letras pagadas de la compra de mi auto, que luego de abandonar mi casa y entrar a la clandestinidad había dejado en un gancho metálico en el piso de un clóset, en la casa de mi madre, junto a otros documentos.

De pronto, Faride y mi madre, que estaban sentadas en el living pensando en qué sería de mí o si seguía con vida, sienten un impulso y ambas corren al clóset y van directo al gancho con las letras. Sin entender lo que significaba, se lo comentan a mi padre y lo unen al hecho de que el espíritu de Galté, masón como él, me había advertido por intermedio de las tías Allende, situación de la que me entero por ellos cuando logré salir de ese infierno.

Sigo de pie, ciego y esperando que llegue la paliza múltiple desde cualquier lado y a mansalva. La pelea en la TV se da inicio y bastarán los descansos entre round y round, para que en este ring imaginario empiece la otra, la de un contendor encapuchado y sus captores, que me usaran como un puching ball.

Finalmente, somos trasladados en un camión frigorífico a Tejas Verdes, otro centro de detención; todos seguíamos encapuchados, sin comida ni bebida. Luego de horas de viaje nos bajaron en un lugar en que el aire marino y el olor a eucaliptos eran evidentes. En un segundo nos hacen formar a empujones y fuimos víctimas de un fusilamiento simulado cuando nos apegaron a un muro. El vértigo de morir y vivir, vivir y morir, es indescriptible y solo lograba aumentar el miedo y la dependencia del captor.

A lo lejos, el viento traía las voces de un coro que entonaba la canción “El corralero”. El Pate Loro nos dice: “Caballeros, tenemos esperanza de vida por un tiempo largo; ese coro tiene a lo menos un par de semanas de ensayos; hay que estar tranquilos”. Al segundo día nos sacaron la capucha y las vendas y nos dieron alimentación. Fue realmente emocionante conocer las caras de las personas que estábamos juntos desde hacía días. Las mujeres fueron separadas.

La sorpresa fue descubrir que estaba en un lugar similar a un estudio de cine como el de Samuel Bronston, que había conocido en Madrid.

Estaba construido con la misma estética de los campos de concentración nazis que veíamos en las películas estadounidenses; parecía una escenografía; incluso en la entrada existía un gran puente mecano como para cruzar un río, pero en este caso, inexistente. El Campamento N° 2 de prisioneros había sido construido por la Escuela de Ingenieros Militares Tejas Verdes.

El puente se levantaba en la entrada, pero solo cumplía un sentido estético. Provocaba un sonido especial cuando pasaba un vehículo, que lo hacía aterrador a las horas en que nos venían a buscar para la tortura. En los primeros interrogatorios, me di cuenta de que mis captores tenían conocimiento de mi vida personal y que el trato, si bien era muy duro, parecía de iguales. Efectivamente había oficiales y suboficiales que fueron compañeros míos en la Escuela Militar o de mi primo Juan Trabucco —que llegó a oficial con la primera antigüedad—, aunque no pude ver sus caras. Los interrogatorios y la tortura se hacían fuera del campo y nos mantenían encapuchados.

El jefe del campo era el suboficial Ramón Carriel, que había sido el jefe de la Banda Instrumental y de Guerra de la Escuela Militar, donde yo fui corneta en 1962, por lo que lo reconocí inmediatamente.

Él tuvo hacia mí un comportamiento especial, dejándome un sándwich debajo de la “payasa de paja” que se usaba como camastro y diciéndome que no tomara agua después de la tortura con electricidad. Otro compañero de la Escuela que estaba allí, según supe después, y al que tampoco logré ver, era el exalcalde Cristián Labbé.

En mi desesperación por la tortura y al ver que mis captores eran gente con la que compartí en el ejército, se me ocurrió pedir trato de prisionero de guerra, acudiendo a la Convención de Ginebra. No solo me convertí en el hazmerreír, sino que recibí un trato peor.

Mi padre, que seguía mi búsqueda por todo Chile, era acompañado por su amigo y colega, el abogado Miguel Schweitzer Speisky, que tenía un pasado socialista. En su casa había conocido al abogado Raúl Rettig,4 que completaba el trío de amigos. Desde niño les dije tíos, pero para mi decepción y la de mis padres, Schweitzer terminó siendo, dos años después, ministro de Justicia del régimen, cargo que desempeñó hasta marzo de 1977, sabiendo exactamente lo que estaba ocurriendo en materia de derechos humanos; como contrapartida, Raúl Rettig se convertiría en el símbolo de la búsqueda de la verdad y la reconciliación. Ambos eran más que amigos.

Al no tener respuestas claras, ya que todas las autoridades decían desconocer mi prisión, mi papá le pidió al general Sergio Arellano Stark, de triste recuerdo, que me hiciera llegar un pequeño paquete con una muda, un chocolate y una hoja de afeitar, pero con su letra inconfundible que decía: “Para Sergio Trabucco-Presente”. Arellano había sido subalterno de mi abuelo general, ya fallecido en esos momentos, e hizo llegar el encargo a Tejas Verdes, con lo cual resulta evidente que tenían un claro control de donde estaban los presos desaparecidos. El paquetito causó revuelo al oficial jefe del campo en ese momento secreto. A partir de ese instante, un capitán ordenó dejarme tranquilo y esperar que se me borraran las marcas de la tortura. Así fue como logré salir de Tejas Verdes, cuando una mañana me botan desde un camión frigorífico en marcha en plena Alameda, a la altura de Pajaritos. Después caminé nuevamente a mi destino original, la oficina de Silvio Caiozzi. Estaba hecho una piltrafa, pero cuando llegué allí me recibió con los brazos abiertos su compañera de esos años, la productora Adela Cofré, y lloramos abrazados por un tiempo. Luego, con Silvio y todos los que estaban en la oficina llamamos a mi padre, artífice de mi liberación, que no sabía que sus esfuerzos y astucia habían dado resultado.

 

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Extracto del libro Con los ojos abiertos, publicado por Editorial LOM el año 2014.

 

Notas

1 Jaime Galté Carré nació en Santiago, en 1903. Se tituló en 1930 como abogado de la Universidad de Chile. Director de la cátedra de Derecho Procesal en la Escuela de Leyes de Valparaíso y en la Escuela de Derecho de Santiago. Fue abogado en el tribunal de cuentas de la Contraloría General de la República y fundador de la Sociedad Chilena de Parapsicología, de la cual fue vicepresidente hasta que falleció, el 1 de noviembre de 1965. Escribió varios textos de procedimiento procesal, como el Manual de organización y atribuciones de los tribunales. Fue un destacado miembro de la masonería, llegando a ser Gran Orador en la Gran Logia de Chile y activo miembro de Martinismo. Fue el más grande médium y espiritista de Chile.

2 Este fragmento, al igual que los otros que aparecen en cursivas, son una transcripción del audio de la pelea.

3 Osvaldo Romo, “el Guatón”, fue un dirigente poblacional de la Unión Socialista Popular, que luego se transformó en agente de la Dina.

4 Raúl Rettig Guissen (1909-2000) fue político, abogado y profesor normalista. Perteneció al Partido Radical y se desempeñó entre 1938 y 1940 como subsecretario del Interior y después de Relaciones Exteriores (1940). Fue elegido senador por la octava agrupación provincial (Biobío, Malleco y Cautín) en el periodo 1949-1957. Profesor de la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Chile desde 1958. Durante el gobierno de la Unidad Popular se desempeñó como embajador en Brasil hasta el golpe de Estado de 1973. Presidente del Colegio de Abogados de Chile entre 1985-1987. A comienzos del gobierno de Patricio Aylwin fue nombrado presidente de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, encargada de emitir un informe sobre la violación a los derechos humanos durante la dictadura de Augusto Pinochet.

 

Imagen: Muhammad Ali (derecha) contra Joe Frazier (izquierda) en el Madison Square Garden (1974).

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