Cuando se cumplen seis meses de la muerte del autor de La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y La guerra del fin del mundo, por nombrar algunas de sus obras más notables, publicamos un artículo que apareció originalmente en Texas Studies in Literature and Language en 1977. Su autor es el profesor y crítico chileno Luis Harss, quien fue uno de los primeros en usar el término Boom para referirse a la generación de narradores latinoamericanos que irrumpió en los años 60, y al que Vargas Llosa le pasó el manuscrito de La casa verde. El texto, lejos de todo panegírico, subraya algunos elementos que a juicio de Harss no lo convencen, como el hecho de que a la hora de construir personajes Vargas Llosa es menos diestro que para transfigurar el paisaje social, o de que el esquema de las novelas (su racionalización) se sobrepone a la libertad (o desconfianza) de la percepción.
por Luis Harss I 13 Octubre 2025
Me resulta difícil escribir sobre Vargas Llosa; su obra es una enormidad. Y no puedo señalar que “esto o aquello es lo que cuenta”; hay que considerar sus escritos como un todo, en su plenitud. Quizá incluso se puedan saltar uno o dos libros; sigue la energía concentrada, y el caudal. Sin duda, ningún escritor hispanoamericano es más dedicado ni tiene más persistencia flaubertiana. Al examinar su obra, no se encuentran tanteos a ciegas, ni fracasos brillantes, sino una fuente inagotable. Pocos escritores en nuestra literatura altamente intelectualizada parecen menos conscientes de sí mismos (a pesar de sus racionalizaciones críticas). En su obra todo parece estar inmediatamente “dado”. El énfasis en el valor social de la literatura disfraza el elemento de fantasía privada. Pero no dejan de sentirse la fuerza y la furia de sus famosos demonios.
Mi lucha con Vargas Llosa comenzó en 1965, con La ciudad y los perros. Ambos vivíamos en París; nos reunimos en sus dos habitaciones destartaladas cerca del teatro Odèon para grabar una entrevista. Él usaba bigote oscuro, tenía dientes ligeramente salientes y un aire sombrío. Un lector despreciativo había calificado su obra de “buena para un escritor de un país subdesarrollado”. Yo sabía que La ciudad y los perros había ganado algún premio en España. Tenía sentimientos encontrados al respecto (eran los primeros tiempos del Boom). La mecánica del libro me molestaba; me parecía una ostentación aparatosa de técnicas de moda. Había oído que Vargas Llosa escribía “derecho”, y luego dividía sus episodios y los entremezclaba para lograr sus efectos. En seguida estaba su inesperada rehabilitación del naturalismo más crudo. Yo pensaba —siendo yo mismo el sobreviviente de un internado duro, aunque no militar— que se trataba de encubrir con violencia convencional el terror y la fascinación de un niño grande ante el hecho de la crueldad humana. Como en Los jefes (cuyo título me recordó “La infancia de un jefe”, de Sartre), creí detectar una glorificación nostálgica, e incluso una estética, del código pandillero.
En resumen, supongo que la novela me pareció poderosa, pero en cierto modo un poco infantil. No me horrorizaba demasiado, por ejemplo, que adolescentes torturaran perros enfermos o violaran gallinas (en mi escuela eran ovejas). Los personajes, a pesar de sus bravuconadas, parecían básicamente estereotipados. Además, estaban dibujados con líneas tan simples que eran meros títeres ambulantes, por un lado, y ectoplasmas verbales, por el otro. En el fondo, los poderes y las complejidades de la novela residían en la combinación y el contrapunto de las escenas, más que en la estructura dramática. Parecía una novela terapéutica, una trabajada elaboración de traumas personales disfrazada de fragmentos de la vida real. Finalmente, estaba el equilibrio del “Epílogo”, a la vez un remanente y un cierre de cabos sueltos. Para entonces, al menos para mí, el sistema perdía su eficacia. Una vez que supe qué estaba pasando y quiénes eran todos, perdí el interés. El espacio literario suspendido sin progresión dramática, por mucho que pretendiera reflejar una estructura social estática, no funcionaba para mí, todo se resolvía con demasiada facilidad, en un collage de voces que no conducía a ninguna parte, porque cualquier parte era igual al todo. Hasta las energías creativas del lenguaje sufrían encajonadas en una retórica convencional. Los demonios resultaban ser fantasmas de cuentos infantiles. Las psicologías humanas, predecibles y más bien aburridas, parecían meros estereotipos.
Cuando oí que el libro había sido prohibido e incluso quemado en Lima, me sorprendí. Me había parecido que evolucionaba en su propio círculo fantástico, muy alejado de cualquier contexto político o social, como una especie de cuento de hadas negro, más que un ejemplo de “realismo” documental. Y hablando con el autor pensé que él era como su obra: impulsivo, pero a la vez muy instalado en un mundo de gustos y opiniones que lo sustentaba en sus obsesiones. Su fantasiosa teoría del surgimiento de la novela a partir de los desechos de la historia (y del novelista como carroñero que se alimenta del cadáver de una sociedad en descomposición); su amor por el romance caballeresco y su desconfianza hacia el humor (recuerdo su desaprobación cuando aventuré la opinión de que Dostoievski muchas veces era humorista); su concepción melodramática (y mecanicista) del comportamiento humano, todo esto me desconcertó tanto que olvidé encender la grabadora mientras él hablaba y tuve que pedir otra sesión en la que, según mis notas, recorrió exactamente el mismo terreno, en una sorprendente repetición de opiniones tan claramente articuladas —y expresadas en los mismos susurros dramáticos— la segunda vez como en la primera.
Desde entonces, por supuesto, los tiempos y los gustos han cambiado. Me doy cuenta de que mi prejuicio es una forma de resistencia al impacto de obras que, dentro de su más o menos tortuoso “realismo”, son mucho mejores de lo que deberían ser. El error, en la década de los 60, fue pensar en Vargas Llosa como un “novelista total” en el sentido tolstoiano. Ciertamente, en esa medida —con el alcance y la profundidad que implica—, él se queda corto. No hay personajes definidos; la gama de emociones —impulsos e instintos serían tal vez términos más precisos— es bastante básica. Curiosamente, las complicadas técnicas “subjetivas” —monólogos interiores, corrientes de conciencia— crean una atmósfera, no un personaje. Incluso los tipos sociales a menudo se distinguen apenas en sus actitudes o los detalles del habla o del comportamiento que el lector puede percibir. Cuando Don Anselmo, por ejemplo, hacia el final de La casa verde, se revela como un hombre de la selva, la obra encaja en el esquema poético (casi se podría decir en el esquema cromático), pero no profundiza el personaje ni refuerza su peso específico. El hecho de que las identidades estén constantemente en flujo tiende a borrarlas. Hay un juego de superficies más que de personas, de texturas más que de acciones. La “novela total” resulta no ser un lienzo social rebosante, sino una sustancia verbal de fuerza obsesiva que gira sobre sí misma. De esta sustancia nacen los personajes como sombras de existencias casi ahogadas en la marea. El proceso de Vargas Llosa se consume a sí mismo. Una sola página, multiplicada infinitamente por recursos sintácticos, como en una serie de espejos sin fondo, podría representar cada uno de sus multitudinarios volúmenes.
En 1966, el año de La casa verde, Vargas Llosa estaba en Buenos Aires como miembro de un jurado literario. Yo trabajaba para la revista (Primera Plana) que copatrocinaba el concurso (junto con la Editorial Sudamericana), y nos volvimos a encontrar, brevemente. El Boom ya era oficial. Un sumo sacerdote de la crítica, Emir Rodríguez Monegal, estaba allí para consagrarlo. Como el miembro más joven del Boom, Vargas Llosa parecía su emblema. Recuerdo que Cuba estaba en el aire, y estaba Carpentier, a quien se declaró novelista reaccionario por su fatalismo histórico (por muy progresista que fuera su ideología política). También estaba José Bianco, otro miembro del jurado (y uno de los escritores “resucitados” por el Boom), quien acababa de ser expulsado del consejo editorial de la revista Sur por Victoria Ocampo, debido a sus simpatías por Fidel. En este ambiente, era quizá inevitable que el Premio Primera Plana —por insistencia de Vargas Llosa, decían algunos, y posiblemente, según otros, porque era el único que había leído todos los manuscritos— se otorgara a un desconocido novelista paraguayo (Gabriel Casaccia), por su buen oficio y conciencia social. Pensé que era uno de esos momentos incómodos en los que todo el mundo temía parecer extraño o excéntrico. Hubo una fiesta en el Hotel Alvear Palace, donde Leopoldo Marechal, otro sobreviviente de las guerras políticas (había sido uno de los pocos escritores peronistas en los años 40 y 50), logró parecerse mucho a Borges (su enemigo mortal). Entre los libros presentados al concurso estaba Nosotros dos, de Néstor Sánchez, cuyo terrorismo literario pasó desapercibido.
Para entonces yo ya conocía La casa verde; de hecho, Vargas Llosa había tenido la amabilidad de mostrármela en manuscrito en París; y su aura naturalista me engañó. En cierto sentido, supongo que era una novela tradicional de la selva con los temas y personajes habituales en evocaciones del “infierno verde”, pero impregnada de mito y de una poesía del movimiento y reminiscencias literarias (Flaubert, Conrad) que enriquecían su metáfora central. Encontré sus pasajes “derechos” —Don Anselmo y la fundación del prostíbulo llamado “La casa verde”— bastante lúgubres, y otros (la violación de Antonia) inflados y sentimentales. Pero la fantasía selvática (el sueño isleño de Fushia, la amistad de Aquilino, el movimiento de las figuras como sombras subiendo y bajando por el río de la vida y la muerte) eran incandescentes. En aquel entonces yo desconocía el burdel de las persianas verdes de La educación sentimental de Flaubert (donde también aparece un arpista ciego en un barco fluvial), y también el famoso burdel de Tokio del siglo XVII con 2.500 cortesanas (el mismo que más tarde inspiró al pintor Utamaro), llamado la Casa Verde. Fueron estas misteriosas coincidencias las que más adelante dieron vida al libro para mí. La saga naturalista resultó ser una fantástica historia de amor desgarrado y de amistad traicionada. El código de pandilla machista de “los Inconquistables” (proxenetas que se vuelan los sesos jugando a la ruleta rusa) tenía su contracorriente romántica en la límpida y tierna amistad de Fushia y Aquilino. La ética de la selva, en una especie de metáfora invertida —la estética del código pandillero elevada a poesía— resultó ser el canto de almas vagabundas al paraíso perdido.
Pasó un año; entonces llegó Los cachorros, que me pareció un artefacto ruidoso (otra historia de terror inflada); y, en algún momento de esos años de constante crisis cubana, el premio Rómulo Gallegos, que se distinguió (según un chisme de la época) por la confusión que se produjo cuando el viejo Gallegos, al entregar el premio, no quería largarlo porque creyó que lo honraban a él, y por el polémico discurso de aceptación de Vargas Llosa, que ofendió a los donantes. No recuerdo sus palabras exactas, pero reflejaban el tipo de maniobras para posicionarse que se daban en aquellos días, cuando los escritores pensaban que eran críticos sociales construyendo la utopía socialista. Siguieron después los chismes cuando se dijo que Vargas Llosa había invertido el dinero del premio en un edificio de departamentos de Lima que pronto se incendió hasta los cimientos. La llama del incendio (si hubo tal cosa) parecía simbolizar la quema de puentes del escritor, en su lucha por mantenerse independiente de todo “sistema”. Había dignidad —una dignidad no siempre compartida por otros escritores— y no poca valentía en la defensa que Vargas Llosa hizo, durante aquellos años “cubanos”, de la vocación del escritor, contra todos los compromisos políticos. Era, por supuesto, una defensa de la vida interior, del yo privado, exiliado de las exigencias de la historia definida por ideólogos. El escritor, según dijo de diversas maneras, era el rebelde de Camus, siempre en los márgenes del orden social, un francotirador. En su famosa polémica con Ángel Rama, por ejemplo, lució la capa oscura del carroñero en una reivindicación casi baudelairiana de su “romanticismo satánico” frente al “terrorismo histórico” de los comisarios neomarxistas de la literatura. La psicobiografía de García Márquez que desarrolló en Historia de un deicidio era un retrato del artista demoníaco (con atuendo de caballero andante) acechando los callejones de la imaginación colectiva. La “autonomía” del “mundo verbal” del artista —un sistema en sí mismo— tenía la cualidad obsesiva de la fantasía privada.
Aun así, hay que considerar a Vargas Llosa un “novelista social”, no solamente por la vasta pantalla pública en la que proyecta sus fantasías, sino también por su escala de valores altamente “socializada”. En cierto sentido, es el menos radical de los escritores hispanoamericanos. Usa las palabras tal como las oye (no hay nada de la desconfianza del poeta hacia el lenguaje) y “saquea” la realidad tal como la ve. Su trabajo consiste en barajar las piezas del rompecabezas para intensificar su efecto, no en reordenar la percepción. Hay algo institucionalizado, incluso un poco burocrático, en la forma en que cartografía su territorio. El moralista nunca se aleja de la superficie, imponiendo sus prioridades “realistas”. Parece que las personas se comportan de ciertas maneras y se enfrentan en ciertos temas, y no puede haber desviación del modelo. Incluso la desviación dentro del patrón (como la homosexualidad en Conversación en La Catedral) está altamente convencionalizada. El resultado es que zonas enteras de experiencia que no se reducen a una fórmula quedan bloqueadas. Y, sin embargo, al decir esto, me doy cuenta de lo injusto que soy al recurrir constantemente a mis primeras impresiones de Vargas Llosa. Sin duda, a lo largo de los años, él se ha abierto a búsquedas y estremecimientos inesperados. La ciudad y los perros fue, al menos en su filosofía subyacente, una novela determinista en su visión de la conducta humana. Pero también es evidente que La casa verde irrumpe en áreas de mito y metáfora “no históricos”. La “ruptura” ocurre, como corresponde, en los límites de la percepción, cuando repentinamente vemos a través del velo fenomenológico la extrañeza del paisaje mítico. Curiosamente, el extrañamiento no se produce en los pasajes “míticos” más bien laboriosos que involucran a Don Anselmo y la Casa Verde, reduciendo el mito a fantasía popular, sino en el fluido paisaje mental que nos lleva río arriba y río abajo con Aquilino y Fushia. El arpista, en verdad, convencionaliza el tema órfico, haciéndolo demasiado obvio (y perdiendo así gran parte de su estatura demoníaca). Pero en Fushia y Aquilino escuchamos una música más profunda. Parecen fugitivos del esquema determinista, figuras o fulguraciones que flotan desde un mundo más oscuro. Aún más sorprendente (al menos para mí) fue el humor de Pantaleón y las visitadoras, que rompía inevitablemente el marco naturalista. No hacía tanto, Vargas Llosa decía que era inmune al humor en la literatura, así como afirmaba que el hombre estaba totalmente condicionado por su entorno histórico y social.
Una cierta distancia se puede medir, creo, entre dos artículos de Vargas Llosa escritos con una diferencia de alrededor de 10 años. El primero es su introducción a la edición chilena de 1967 de Los ríos profundos, de José María Arguedas; el segundo, una nota sobre Albert Camus (en la revista Inti 4, 1976). En el primero, Vargas Llosa es en gran medida un muchacho de ciudad. Es decir, un escritor instintivamente urbano, con todos los prejuicios que implica. La ciudad —ya sea París, Barcelona o Piura— significa tiempo, historia, conflicto social. La jungla de cemento impone sus leyes. Los rincones privados, las visiones internas, se evaden de la historia y su apariencia de “realidad” última. Para el satanista romántico, esto plantea el peligro constante —conocido por poetas, locos y criminales— de perderse en la irrealidad. El sueño surrealista de una comunidad de ser sin fronteras pronto se convierte en una pesadilla o un paraíso artificial. Contra estas fuerzas oscuras —los monstruos engendrados por el sueño de la razón— la ciudad se mantiene firme. Comparados con las subversiones demenciales de los poetas, sus conflictos, por violentos que sean, parecen “reales” e incluso social e históricamente racionales. Y precisamente el punto ciego que encontramos en Vargas Llosa en este momento es su racionalismo obsesivo. Más allá de la ciudad, lo siente, se extienden áreas inexploradas: la jungla sexual de la Casa Verde; el mundo “irracional” del poeta que habla con la naturaleza. Ernesto, el protagonista de Los ríos profundos, en la concepción de Arguedas, es un niño arrancado del orden natural (reflejado en la vida comunitaria del ayllu). Vive en sus pensamientos y recuerdos, un inadaptado en la sociedad blanca y mestiza, escuchando las voces de dioses muertos. Ríos, árboles, montañas y la música de un trompo zumbador (y de arpistas errantes) le hablan con fervor animista. La comunión de Ernesto con el orden natural forma parte de un ethos, no es un mero adorno poético o una metáfora. Pero para Vargas Llosa, este “exagerado entusiasmo por la naturaleza”, que “colinda con el embeleso místico”, convierte al niño en una especie de engendro. El animismo claramente es equiparado con la alienación, no solamente de la sociedad circundante (como piensa Arguedas), sino de una especie de esquema racional que Vargas Llosa comparte con los que atormentan al niño. Así, rechaza la “idealización pagana” por parte de Ernesto de plantas, objetos y animales, su “irracionalismo fatalista” y su “solapado fetichismo” —que él califica de absurdo y supersticioso— como “un legado de su mitad espiritual india”. En general, el breve artículo desvaloriza a Arguedas con elogios tibios y cuestiona la sensibilidad de Vargas Llosa a ciertas percepciones que podrían quebrantar la estabilidad de nuestro mundo cotidiano de hábitos y prejuicios, un mundo que relega lo que no conocemos o entendemos a la irrealidad.
Pero en el artículo de la revista Inti, Arguedas aparece reencarnado —y rehabilitado— en Camus, el muchacho de campo para quien la naturaleza era la “presencia primordial”, irrumpiendo a través del cemento y el asfalto. “La historia no explica el universo natural”, cita Vargas Llosa a Camus, quien oponía el “hombre natural” a su malhadado primo citadino. “Es quizá esta convicción”, dice Vargas Llosa, “la que separó a Camus de los intelectuales de su generación. Todos ellos, marxistas o católicos, liberales o existencialistas, tuvieron algo en común: la idolatría de la historia”. Vargas Llosa podría estar hablando de sí mismo en los años 60 cuando define a estos intelectuales, con quienes se identificó en su temprano rechazo a Camus, como todos coincidentes en un punto: que “el hombre es un ser eminentemente social y entender sus miserias y padecimientos, así como proponer soluciones para sus problemas, es algo que solo cabe en el marco de la historia”. Camus, continúa diciendo, no aceptó nunca el “mandamiento moderno” que reduce el destino del hombre a imperativos históricos. Él culpó a la ciudad, con su concentración de poder político, económico e ideológico, del “absolutismo historicista” que había separado al hombre de sus raíces en otros tiempos y lugares. Hay un hombre, sugiere Vargas Llosa (como Camus lo hizo antes que él), fuera de la historia, capaz de otras formas de vida individual y comunitaria. En Camus-Arguedas —unidos, como los ve Vargas Llosa, en su “identificación mística con los elementos”— este hombre era un adorador de la naturaleza. Pero también podría llegar a ser el poeta loco que rompe las barreras mentales de la ciudad.
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Traducción de Patricio Tapia.