Al rescate de Occidente

Alan Jacobs, en su libro 1943. La crisis del humanismo cristiano, relata el afán de los poetas T. S. Eliot y W. H. Auden, de los filósofos Simone Weil y Jacques Maritain, y del escritor C. S. Lewis, por restaurar para el cristianismo “un lugar central, si no dominante, en la conformación de las sociedades occidentales”. Cada uno de estos creadores, en su propio estilo, abogó por el rescate de valores humanistas y de una espiritualidad cuando la educación tecnocrática propia de la democracia liberal empezaba a imponerse sin contrapeso.

por Juan Ignacio Brito I 10 Diciembre 2021

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El 14 de enero de 1943, los líderes aliados occi­dentales se reunieron en Casablanca, seguros ya de que la Segunda Guerra Mundial había dado un giro inexorable hacia la derrota de la Alemania nacionalsocialista. Casi al mismo tiempo que Churchill, Roosevelt y los dirigentes de la Francia Libre se disponían a trazar las primeras líneas de lo que llegaría a ser la Europa de posguerra, cinco intelectuales intervenían en congresos, preparaban documentos o escribían textos donde proponían un renacimiento cristiano para el Viejo Continente. Alan Jacobs, profesor de humanidades de la Universidad de Baylor, narra la historia de este grupo disperso de mentes inquietas en 1943. La crisis del humanismo cristiano, un libro que relata el afán de los poetas T. S. Eliot y W. H. Auden, de los filósofos Simone Weil y Jacques Maritain, y del escritor C. S. Lewis, por restaurar para el cristianismo “un lugar central, si no dominante, en la conformación de las sociedades occidentales”.

Pese a que el esfuerzo terminó en fracaso, vale la pena revisitarlo y reconsiderarlo. Como advierten en el prólogo Claudio Alvarado y Joaquín Castillo, se trata de una propuesta crítica del modelo tecnocrático liberal que se adoptó en la posguerra. Un orden triunfante, pero incapaz de cumplir su promesa de traer felicidad a la raza humana. El aporte de los cinco intelectuales consiste en recuperar un elemento que el debate actual olvida a un alto costo: para que una sociedad construya sobre bases robustas, necesariamente debe descansar en ciertos atributos y virtudes morales de quienes pertenecen a ella y de los que la conducen; olvidar o postergar la formación en esas virtudes y privilegiar, en contraste, criterios utilitaristas, implica exponerse a frustraciones y trastornos como los que experimenta hoy nuestra convivencia.

De manera en general desarticulada, con su propio estilo y desde distintas tribunas, cada uno de los intelec­tuales mencionados fue confluyendo hacia temáticas y aportes que les permitieron realizar propuestas acerca de lo que pudo ser y no fue. Al final, dice Jacobs, se trató de una cruzada “quijotesca”, que promovía una respuesta de raíz cristiana a una pregunta esencial formulada cuando el conflicto global se inclinaba de manera decisiva en favor de los aliados: “Si las sociedades libres de Occidente ganan esta gran guerra mundial, ¿cómo podrían educarse sus jóvenes de manera que les haga dignos de esa victoria y que haga impensable, en el mejor de los casos, y evitable, en el peor, otra guerra de ese calibre?”.

Convencidos de que la desorientación que condujo a Europa hasta la debacle totalitaria y la guerra total se debía a que los ciudadanos europeos habían recibido una pésima educación, la cual los convirtió en fácil carnada para los inescrupulosos cantos de sirena del fascismo nacionalista y del comunismo cosmopolita, estos “atentos observadores” de la realidad concibieron una respuesta centrada en los fundamentos morales del cristianismo como vía para prevenir futuros desastres y facilitar la convivencia pacífica en sociedades democráticas comple­jas. Pusieron énfasis en una educación que trascendiera el utilitarismo ambiente y las recetas tecnocráticas, y entendiera que el mal no se enfrenta con el mal, sino con la virtud. Como escribió Weil, “quien solo sea incapaz de igualar la brutalidad, violencia e inhumanidad del adversario, sin ejercer las virtudes opuestas, es inferior al adversario tanto en fortaleza interior como en prestigio; y no se sostendría contra él”.

Para desarrollar esa fortaleza virtuosa resultaban imprescindibles el impulso hacia una renovación espi­ritual y moral del sistema educativo y la existencia de intelectuales que elaboraran y difundieran el pensamiento cristiano. Uno de los más influyentes fue Maritain, el filó­sofo francés al que inquietaba la frivolidad moderna. “El hombre moderno solo se preocupa por los instrumentos de su proyecto de emancipación o por los obstáculos a este. Nada sustancial, ya sea ley, bien, causa o propósito, retiene su atención o frena su avance por más tiempo. Se ha convertido en corredor y seguirá corriendo hasta el fin del mundo”, apuntaba. Otro era C. S. Lewis, que compartía el análisis crítico de Maritain y apuntaba que “es bastante claro que la humanidad ha estado cometiendo errores grandes. Estamos en el camino equivocado. Y, si eso es así, debemos regresar. Regresar es el camino más rápido hacia adelante”.

Convencidos de que la desorientación que condujo a Europa hasta la debacle totalitaria y la guerra total se debía a que los ciudadanos europeos habían recibido una pésima educación, la cual los convirtió en fácil carnada para los inescrupulosos cantos de sirena del fascismo nacionalista y del comunismo cosmopolita, estos ‘atentos observadores’ de la realidad concibieron una respuesta centrada en los fundamentos morales del cristianismo como vía para prevenir futuros desastres y facilitar la convivencia pacífica en sociedades democráticas comple­jas.

El retorno planteado tenía la vista fija en la escolás­tica medieval. Maritain subrayaba que en esa época “el hombre creaba cosas más bellas” y “se adoraba menos a sí mismo”. En cambio, el humanismo renacentista privilegiaba un orden antropocéntrico cerrado en sí mismo y autosuficiente, una tendencia que fue refor­zada por la Ilustración y llevada al paroxismo por la modernidad. Como antídoto, proponía la reconside­ración de un principio extraviado desde Santo Tomás de Aquino: un “humanismo integral” que se alejaba del culto al “mero hombre”, postulaba una remodelación renovadora de la cultura y la sociedad, y tomaba en cuenta la relación de la persona humana con Dios, inmunizándola frente a las utopías marxistas y fascistas.

Desde una experiencia vital distinta, la también francesa Simone Weil compartía con Maritain el des­precio por la secularización humanista y revalorizaba el renacimiento románico de los siglos X y XI, a cuyo espíritu humilde solicitaba volver. Eran, asimismo, críticos los poetas Auden, que advertía una insensata comodidad en el humanismo moderno, y Eliot, quien incluso llegó a descartar el uso del término. Y Lewis, que pedía revisitar los libros antiguos para encontrar allí la sabiduría perdida. Todos creían que estaban viviendo “la era de la crisis del hombre” y que, como señala Jacobs, “esa crisis solo podía resolverse mediante la restauración de la comprensión específicamente cristiana del ser humano”.

En diciembre de 1942, al escribir el prólogo a la edición en inglés de su libro El crepúsculo de la civiliza­ción, Maritain dejó traslucir su visión optimista acerca de que Occidente extraería las lecciones adecuadas de las pruebas a las que estaba siendo sometido y se dejaría guiar por un nuevo humanismo. Para contar con posibilidades de éxito, este reimpulso necesaria­mente debía partir por una remodelación educativa que considerara al ser humano en su plena dimensión de persona (como imagen de Dios) y no solamente como individuo (limitado a su condición material). La educación material reduce al ser humano a una individualidad animal que se restringe a la inculcación mecánica de hábitos psicofísicos, reflejos condiciona­dos, memorización de los sentidos, etc. En cambio, de acuerdo con el filósofo, la verdadera educación “es un despertar humano”, que permite “la conquista de la libertad interna y espiritual que debe alcanzar la persona; o, en otras palabras, su liberación a través del conocimiento de la sabiduría, la buena voluntad y el amor”. Los profesores deben ser conscientes de ese rol y promover en los alumnos los valores de la disciplina y el ascetismo, así como “la necesidad de esforzarse hacia la autoperfección”, desincentivando la satisfacción del ego material que dispersa y desintegra al ser humano.

El gran peligro contra el cual advirtieron los cinco pensadores destacados por Jacobs era que, en lugar de dar alas al renacimiento civilizacional que abrazaban, los sistemas educativos se convirtieran en procesadores de niños y no en formadores de personas verdaderamente humanas. El riesgo residía en que los estudiantes fueran transformados en “el órgano de la sociedad tecnocrática”. Maritain resumió el peligro en un párrafo que, según Jacobs, bien podría haber sido escrito por Weil: “La tecnología es buena como un medio para el espíritu humano y para fines humanos. Pero la tecnocracia, es decir, la tecnología tan entendida y venerada que excluye cualquier sabiduría superior y cualquier otra comprensión que no sea la de fenómenos calculables, no deja en la vida humana nada más que relaciones de fuerza o, en el mejor de los casos, de placer, y termina necesariamente en una filosofía de dominación. Una sociedad tecnocrática no es sino una sociedad totalitaria”. Weil complementa con su característica rotundidad: “Es inevitable que el mal domine donde sea que el aspecto técnico de las cosas sea completamente, o casi completamente, soberano”. Para todos los intelectuales reseñados, el enemigo es evidente y muy poderoso: la tecnocracia.

Maritain resumió el peligro en un párrafo que, según Jacobs, bien podría haber sido escrito por Weil: ‘La tecnología es buena como un medio para el espíritu humano y para fines humanos. Pero la tecnocracia, es decir, la tecnología tan entendida y venerada que excluye cualquier sabiduría superior y cualquier otra comprensión que no sea la de fenómenos calculables, no deja en la vida humana nada más que relaciones de fuerza o, en el mejor de los casos, de placer, y termina necesariamente en una filosofía de dominación. Una sociedad tecnocrática no es sino una sociedad totalitaria’.

Lewis también es un contradictor declarado de lo que su amigo J. R. R. Tolkien denominó “La Máquina”, en la cual distingue un ánimo conspirativo subterráneo, a diferencia de Maritain, que la ve como una filoso­fía explícita. En todo caso, arriba a una conclusión similar a la que llega el francés. “Lo que llamamos el poder del hombre por sobre la naturaleza resulta ser un poder ejercido por algunos hombres sobre otros, con la naturaleza como instrumento”, sostuvo en La abolición del hombre. Los dueños de la tecnología, los “Controladores”, crean un monstruo que no pueden dominar y que terminará devorándolos. “Derribaron a los hijos que se cruzaron en su camino,/ Violaron a sus hijas y enloquecieron a los padres”, poetizó Auden, quien ofrecía como antídoto una educación humanista que alentara a los alumnos a seguir su vocación para volverse sabios y ayudar a la sociedad, no a graduarse cum laude, para tener éxito y aparentar sabiduría con el propósito de servirse a sí mismos.

Para ello, según Eliot, la cultura debía ser preservada en conjunto con la religión, por medio de élites bien formadas, sin caer en un “educacionismo” omniabar­cador que reemplazara a la familia como principal inculcadora de las virtudes morales y que viera al estudiante como un objeto útil. Esa cosificación de la persona irritaba a Weil, quien en Echar raíces y los demás textos que redactó en sus místicos últimos 18 meses de vida (murió el 24 de agosto de 1943, en Ashford, Inglaterra), volvió una y otra vez sobre el concepto de malheur (infelicidad o aflicción), que se manifiesta cuando se reduce a la persona a la condición de cosa. El único remedio que ella creía posible para una Europa enferma era que la inminente reconstruc­ción de posguerra fuera liderada por una élite que hiciera de la pobreza espiritual la virtud cardinal de su afán renovador y que traspasara esa actitud vital a las masas. “Si solo nos salvan el dinero y máquinas estadounidenses, volveremos, de una u otra forma, a una nueva servidumbre como la que ahora sufrimos”, escribió. En lugar de la ciencia moderna, proponía concentrarse en una ciencia platónica que estudiara la belleza del mundo. Eliot coincide: para él, era nece­sario dar prioridad al entrenamiento de las respuestas emocionales por sobre las racionales y usar la poesía como punta de lanza para derrotar la “mente ingenie­ra”, incapaz de comprender la cultura y obstinada en ofrecer soluciones técnicas para “problemas de vida”.

En la visión poética de Auden, una vez concluida la guerra, el predominio de Ares volvería a ser reem­plazado por la disputa entre Apolo (la razón, o sea la burocracia administrativa tecnocrática) y Hermes (los sueños, la reflexión que renuncia al poder). Aunque su ambición era que lo apolíneo se derritiera como la niebla, lo cierto es que sucedió justo lo contrario. Cuando terminó el conflicto en Europa y llegó la Stunde null (“la hora cero”), que dio inicio al nuevo mundo de posguerra, no fueron las ideas de la re­fundación cristiana las que se impusieron, sino las de la democracia liberal tecnocrática. Así lo admitió Jacques Ellul, un intelectual francés, que reconoció en 1948 la existencia indesmentible de un mundo poscristiano, donde el triunfo completo de la técnica se traducía en la transformación o aniquilación de lo cualitativo, el imperio de la eficiencia y la objetividad, y una educación carente de una finalidad humanista, sino más bien imbuida de un mandato materialista: crear técnicos. ¿Qué quedaba del sueño refundacional cristiano ante tamaña derrota? Ellul es elocuente: solo resta orar para que Dios haga un milagro.

El fracaso de la propuesta cristiana fue recono­cido tácitamente por los intelectuales analizados por Jacobs. Aparte de Weil, sepultada en Kent, los demás se dedicaron a otros temas: Maritain se concentró en los derechos fundamentales (jugaría un rol importante en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), mientras Eliot puso su atención en el teatro, Auden se volcó a su deseo de ser valorado como “un Goethe menor del Atlántico” y Lewis, al mundo fantástico de libros infantiles, como Las crónicas de Narnia. Explicando el revés, Jacobs señala que el problema no fue de diagnóstico, sino de oportunidad: la propuesta colectiva por rescatar “un cristianismo profundamente reflexivo y culturalmente rico” era contundente y seria, así como también lo era la crítica a la sociedad tecnocrática. Sin embargo, el autor señala que llegó muy tarde, cuando la tecnocracia reinaba ya sin contrapeso. Es posible coincidir con Jacobs en que eso fue así en la posguerra, pero también discrepar de él acerca de lo que ocurre ahora: quizás el inconveniente no fue que la crítica llegó demasiado tarde, sino muy temprano. El paso del tiempo parece confirmar que el fracaso, como su contracara el éxito, es algo relativo. Hoy, cuando cualquier observador medianamente atento puede advertir que en múltiples dimensiones “La Máquina” se ha vuelto un peligro para la humanidad, el retorno a las virtudes morales propuesto por estos cinco pensadores no parece nada de extemporáneo, sino más bien una necesidad urgente.

 

1943. La crisis del humanismo cristiano, Alan Jacobs, Instituto de Estudios de la Sociedad, 2021, 265 páginas, $17.000.

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