El libro de Rafael Sagredo sobre el autor de La fronda aristocrática, si bien constituye un aporte por las valiosas fuentes primarias que consulta, resulta excesivo al calificarlo como “profeta de la dictadura”. Para probar el pathos antidemocrático de Edwards, Sagredo simplifica en exceso su figura y su pensamiento. Los textos reunidos aquí deben comprenderse dentro del período de la “crisis del sistema liberal”, momento que suscitó en todo el mundo enconadas críticas contra la democracia y en el que surgieron, no en vano, totalitarismos de corte fascista y comunista.
por Juan Carlos Vergara I 24 Marzo 2025
Alberto Edwards, profeta de la dictadura, la última entrega de Rafael Sagredo, Premio Nacional de Historia 2022 y director por más de 25 años del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la Biblioteca Nacional, es un estudio documentadísimo, que constituye todo un aporte por las valiosas fuentes primarias que consulta y que reproduce íntegramente en su segunda mitad. Consistentes en escritos de Alberto Edwards publicados en El Mercurio a lo largo de 20 años, entre 1912 y 1932, hasta hoy estos textos, en palabras de Sagredo, “han sido omitidos por prácticamente todos los estudios que ponderan” al autor de La fronda aristocrática.
En la primera mitad del libro, Sagredo se propone demostrar, como en efecto lo hace, la impronta antidemocrática y la opción autoritaria de Edwards. Pero la idea de democracia a la que Sagredo echa mano corresponde más bien a una entidad metafísica, sin historia, en todas partes y en todo tiempo siempre la misma; una fórmula abstracta que, por cierto, el propio Edwards se encargó de hacer blanco de sus alegatos. No es lo mismo la democracia griega que la democracia estadounidense, inglesa o francesa, ni tampoco la democracia parlamentarista chilena del primer cuarto del pasado siglo.
Para probar el pathos antidemocrático del autor de La fronda aristocrática, Sagredo simplifica excesivamente su figura y su pensamiento, volviendo imposible ponderarlo en su calado real. Los textos reunidos en Alberto Edwards, profeta de la dictadura deben comprenderse dentro del período de la “crisis del sistema liberal”, como le llamó Ernst Nolte, momento que suscitó enconadas críticas contra la democracia parlamentaria y durante el cual la desconfianza al régimen democrático parlamentario fue, de hecho, muy común. Chile no fue la excepción.
En el horizonte de esa época, revoluciones como la soviética en Rusia o la fascista en Italia, dotaban al autoritarismo de un halo transformador y renovador; algo muy distinto a la conservación del statu quo. Edwards, en cuyos primeros trabajos (en torno al 1900) se mostraba, como consecuencia de su inicial oposición a Balmaceda, partidario de un parlamentarismo aristocrático de cuño británico, transitará, a partir de la “crítica nacionalista” surgida de la crisis del Centenario, a posturas cada vez más autoritarias y antidemocráticas. En otras palabras, identificaba la democracia con el parlamentarismo, y a este con la defensa de una oligarquía incapaz de realizar las transformaciones que el país exigía. Nada de esto se logra asir en la obra de Sagredo, la cual no busca comprender a Edwards, sino sentarlo en el banquillo de los acusados.
Pero, llegados hasta aquí, asalta la pregunta: ¿Quién fue entonces Alberto Edwards y cuál fue su aporte?
Alberto Edwards nació en Valparaíso en 1874, y murió en Santiago en 1932. Su vida adulta tuvo como telón de fondo el largo y convulso período nacional comprendido entre la Guerra Civil de Balmaceda, de 1891, y la caída de la dictadura del general Ibáñez, acaecida en 1931. Hombre multifacético y de una vasta cultura universal, exploró cuanto medio expresivo tuvo a su alcance. En la literatura de género policial, famosos llegarían a ser los misterios de su Román Calvo, “el Sherlock Holmes chileno”. Como animador cultural, dirigió la revista Pacífico Magazine, entre 1913 y 1921, donde trató materias de geografía, economía, estadística y psicología colectiva, y donde reunió, además, a una gama de las más brillantes personalidades intelectuales de la vida nacional de entonces, como Alone, Manuel Magallanes Moure, Armando Donoso y Ernesto Montenegro, entre otros. Incursionó, también, en el cine y hasta en la gastronomía. Mario Góngora llegó a considerarlo, por lo mismo, un “diletante inteligentísimo”; que contó, enfaticemos, ya en vida con un amplio reconocimiento público. Todo lo anterior coronado, por supuesto, por su gran vocación: la política.
Ocupó el cargo de diputado entre 1909 y 1912; el de ministro de Hacienda bajo el gobierno de Ramón Barros Luco, hacia 1915; nuevamente el de ministro de Hacienda durante el breve gobierno de Emiliano Figueroa, entre 1926 y 1927, y el de ministro de Educación Pública y luego el de Relaciones Exteriores y de Justicia durante la presidencia de Ibáñez, entre 1930 y 1931. Además, fundó junto a Francisco Antonio Encina, Luis Galdames, Tancredo Pinochet y Guillermo Subercaseaux, el Partido Nacionalista, que se mantuvo activo entre 1914 y 1918.
Al igual que gran parte de los intelectuales de su época, desarrolló lo más granado de su pensamiento político en artículos de prensa, los cuales publicó mayoritariamente en El Mercurio, cuyo dueño y fundador fue su primo, Agustín Edwards Mac-Clure. Como este, Alberto Edwards provenía del riñón de la aristocracia criolla. La conocía desde dentro y, por lo mismo, al tiempo que encomió sus seculares virtudes, la juzgó sin concesiones. Respecto de sus escritos, a la hora de clasificarlos se suele intentar establecer primero si su autor fue propiamente historiador o político. Distinción algo artificial, porque, ante todo, como pensador, Edwards fue un ensayista. Y como tal, vindicó la intuición y el rodeo, la indagación y la aproximación tentativa, como métodos de esclarecimiento de la realidad, haciendo del conocimiento histórico el auxiliar aventajado de la comprensión política.
Basado en la primacía de lo realmente existente por sobre las abstracciones y las utopías, los planteamientos de Edwards corresponden a los de un realismo político sui generis en Chile, un positivismo histórico-sociológico que tiende a identificar las regularidades de lo político, aquellas constantes cuya omisión compromete el hundimiento de cualquier gobierno y, peor aún, de todo Estado.
En primer lugar, que no hay poder político sin autoridad, sin un efectivo vínculo de mando/obediencia, “principal resorte de la máquina”, según las palabras del propio Edwards. Luego, la constatación de que a todo poder político le es connatural una minoría rectora que surge de la “realidad social” y no de una “abstracción teórica”. Sobre dicha base Edwards realiza su defensa del principio de autoridad y de la necesidad de las jerarquías. Esto es, del Ejecutivo fuerte y del papel de la aristocracia en tanto minoría dirigente; o lo que él mismo llamó hacia 1923 “principio monárquico” y “principio aristocrático”.
Sin embargo, y esta es otra de esas regularidades de lo político, cuando una aristocracia abandona su papel de minoría conductora del Estado para centrarse eminentemente en sus intereses de clase, degenera en oligarquía o fronda, como la llama Edwards en su obra más famosa. Es, a su juicio, el caso de la aristocracia chilena tras hacer suya la mentalidad económica hacia 1880 y establecer luego el parlamentarismo como régimen de gobierno que se ajusta a su nuevo ethos burgués, imponiendo el poder de los partidos sobre la instancia superior y ordenadora del poder político. De allí que Edwards responsabilice (desde la crisis del Centenario en adelante) a dicho régimen de gobierno, que rigió en Chile entre 1891 y 1925, de los terribles males que aquejaban al país.
Cuando las minorías socialmente activas se sujetan a un mando que respetan y que las disciplina, su desenvolvimiento es políticamente beneficioso. Pero cuando ellas, que concentran el poder económico, carecen de ideales superiores, terminan por propagar la discordia y alentar la sedición. En una palabra, por promover el desorden público, antesala de la guerra civil. Edwards condena, por eso, el desorden público, fuente de la exaltación de las pasiones y de las conspiraciones, como también condena a aquellos campeones de la pluma “que saben invocar” inmortales principios para abrirle paso a la revolución (aquí sinónimo de guerra civil), hora por antonomasia de los conspiradores, los ideólogos, los ambiciosos y los oportunistas. Todo esto es lo que, para Edwards, imperó en Chile por obra de la “orgía parlamentaria”. En suma, la transformación del espíritu frondista en un clima de ingobernabilidad que únicamente el despotismo de la espada podría someter.
Así, hacia 1920-1925, época de gran crisis moral y política, como reconoce el propio Sagredo, marcada por el ascenso de Alessandri y luego del general Ibáñez, en un momento de desfondamiento institucional, de insubordinación y desafío frontal al poder político por parte de la élite tradicional y de asedio permanente por parte de los sectores proletarios, ¿qué otra cosa cabía esperar sino un golpe de fuerza?
El verdadero dilema político no era elegir entre dictadura o democracia, sino determinar quién restauraría el orden: ¿Los poderes frondistas, ya despojados de ideales republicanos, o algún caudillo representante de las nuevas fuerzas mesocráticas? ¿Aquellas amparadas bajo soflamas “democráticas” liberal-parlamentarias o quienes invocaban la vía “revolucionaria” de los militares?
Imbuida en sus intereses privados, al carecer del ideal que antaño la animara, Edwards denuncia la completa parálisis política de la élite tradicional, achacándole, en palabras de Sagredo, “la principal responsabilidad de la situación”. Sin otra alternativa, para Edwards corresponderá a Ibáñez “la reconstrucción radical del hecho de la autoridad”, puesto que sus cualidades personales —y no sus elucubraciones abstractas— le permitirían ejercer un poder superior al de los partidos.
Contra los ataques de Sagredo, unilaterales a mi juicio, que intentan soterradamente enlazar a Ibáñez, en tanto “dictador”, con la figura de Pinochet y los trágicos acontecimientos de 1973, es preciso hacer notar que el gobierno de Ibáñez contribuyó decisivamente a la modernización del Estado y a la formación de las capas medias. Más aún, se mantuvo leal a la noción de Estado y delineó la vida cívica nacional hasta el golpe de Estado de 1973. No está de más, entonces, preguntarse: ¿Puede haber democracia real sin reforma social que dote al pueblo de las condiciones materiales e intelectuales necesarias para participar de la vida pública? Recuérdese nada más el papel de Pisístrato, el “tirano”, en la génesis de la democracia griega, o el de César en la incorporación del populus romano a la República.
Para Alberto Edwards, apegado a un acendrado realismo a la hora de pensar lo político, las formas de gobierno son producto de hechos históricos y no de fantasías de gabinete. La “democracia”, tal como era presentada por el liberalismo parlamentario criollo, le parecía un cuerpo doctrinario extemporáneo y ajeno al desarrollo orgánico de la historia nacional, una abstracción bondadosa en el ideal, pero peligrosa, y aún más, perniciosa, si se consideraba quiénes y con qué fines se esforzaban en implantarla.
Antes que “modelos teóricos”, en política lo decisivo será la acción ejemplar de los hombres. En consonancia con este principio, la de Edwards es una querella contra las alucinaciones producidas por teorías de las que no hay prueba de su efectividad ni de su beneficio. Esto es importante subrayarlo. El autor de La fronda no condena la democracia en abstracto, sino que la relativiza a la luz de un hecho palmario: que, a la fecha de sus publicaciones, lo que ha permitido la construcción de una “República en forma” no ha sido su fórmula ideológica, sino la instauración de una instancia superior de mando, el predominio social aristocrático y la costumbre de obediencia del pueblo. Posición que, precisamente, le permite elogiar la democracia orgánica que advierte en los Estados anglosajones.
La crítica de Edwards tiene por blanco lo que podríamos denominar fundamentalismo democrático, esto es, cuando la pura idea debe imponerse sobre la realidad social, en vez de adecuarse a ella para lograr aunar y coordinar sus “fuerzas vivas”, configurando un orden efectivo. En sus propias palabras: “[El] supremo arte político (…) consiste en aprovechar y organizar todos los elementos espirituales o históricos que existen en la sociedad, para que sirvan de material a sus construcciones”. Para Edwards, antes que la realización de la democracia como ideal, está la preservación misma de la unidad política como hecho. Principio antiquísimo: Salus populi suprema lex est (“La salvación del pueblo es ley suprema”).
Si bien es cierto que, como ha demostrado Sagredo, no encontraremos en Edwards a un campeón de la democracia o de los valores igualitarios y que su opción fue autoritaria (sobre todo hacia el final de su vida), también lo es que sus aportes sobrepasan sus posiciones. Con una penetración y estilo muy distantes del apoltronado academicismo hoy dominante, supo captar como pocos un fenómeno tan perenne, desconcertante y misterioso como el poder. Descreído de fórmulas y seguro de que la guerra civil era el supremo mal de los pueblos, identificó esas regularidades de lo político que toda clase dirigente debiera saber atender, si no quiere cargar en sus espaldas con el hundimiento de la vida pública y la amistad cívica, aquella concordia en que reposa la confianza de los ciudadanos y por la cual vuélvese legítima la autoridad.
El pensamiento del autor de La fronda aristocrática en Chile sigue siendo un tónico intelectual que aguza la mirada, cuestiona certezas y relativiza principios que comienzan a adquirir el carácter de dogmas. Fecundo bien harían nuestros políticos y nuestros intelectuales visitando las páginas de Alberto Edwards. En ellas encontrarán valiosos insumos para evaluar los alcances y los límites de la democracia realmente existente.
Alberto Edwards, profeta de la dictadura, Rafael Sagredo, Fondo de Cultura Económica, 2024, 340 páginas, $17.900.