Florencia: entre la sangre, el poder y la performance

por Federico Galende

por Federico Galende I 12 Abril 2017

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Maquiavelo, Miguel Ángel, Savonarola, Leonardo… La confluencia de estas figuras en la Florencia de los Médicis permiten esclarecer la estrecha relación que existe entre arte y política. Mal que mal, la modelación del bronce o la piedra es un sucedáneo de la modelación que el arte de gobernar es capaz de imprimirle al espíritu de las masas. Que en política se mintiera, como se lo sigue denunciando en vano hasta el día de hoy, era algo que a Maquiavelo solo podía causarle gracia, puesto que si hay algo que jamás existió para él fue algún tipo de verdad que precediera al arte de crearla o de inventarla.

por federico galende

La mañana del 3 de marzo de 1498, un monje dominico se presentó en el monasterio de San Marco, situado al sur de la Porta San Gallo, en los suburbios de Florencia, para dar una de sus prédicas habituales. Que para hacerlo hubiese tenido que retirarse esta vez hasta ese extremo de la ciudad, alejado completamente de las arterias centrales por las que deambulaban bohemios como Leonardo o Miguel Ángel, lo explica el hecho de que por decreto tenía prohibido hablar en público. El motivo eran las diatribas que ante una multitud cada vez más numerosa, formada por fanáticos que procedían del pueblo y buscaban la verdad eterna en esas revelaciones mesiánicas o divinas, el monje destinaba a las bacanales y las orgías de las que participaba Alejandro VI, el Papa. Por esos mismos años, Jheronimus Bosch (El Bosco) lo retrató en la tabla central de El carro de heno, montado a lomo de un caballo y movido visiblemente por el acaparamiento, la opulencia y la ambición.

El monje en cuestión era Savonarola, Girolamo Savonarola, uno de los oradores más fabulosos y cautivantes de todos los tiempos. Y entre quienes bajo el alero humilde de la capilla no dejaban de conmoverse, había un joven que se mantenía impávido, concentrado en analizar detenidamente la escena con el propósito de desmontar uno tras uno los trucos retóricos que el fraile hacía confluir en esa pieza oral tan poderosa. El joven se llamaba Nicolás Maquiavelo, a quien una notable biografía que en Chile pasó sin pena ni gloria, escrita por Miles Unger y traducida al castellano hace dos o tres años, lo muestra esa misma mañana de marzo saliendo de su casa, cercana al Ponte Vecchio, para cruzar la ciudad a pie y cumplir con el encargo que acababa de hacerle el embajador florentino ante la Santa Sede: investigar al peligroso y carismático fraile.

El interés de la escena, tocada lateralmente por Thomas Mann en Fiorenza y por el historiador Lauro Martines en la intrigante Sangre de abril, proviene menos de ese encuentro particular, que del choque frontal entre dos grandes cosmovisiones de mundo: Maquiavelo era un ateo refinado, que leía a Dante, a Petrarca o, según propia confesión, a poetas menores como Tibulo u Ovidio. También se revolcaba con las prostitutas de la ciudad a orillas del Arno, se embriagaba con sus amigos en las tabernas y no adhería, por naturaleza, como le gustaba decir, a ningún principio moral. Savonarola, en cambio, era un fraile megalómano, de espíritu fundamentalista, que veía en los poderes terrenos una encarnación de leyes divinas.

En ese reparto de carácter eminentemente performático, fundado en alternar promesas con amenazas, con el fin de hacer pasar un valor particular como si fuese universal, descubrió Maquiavelo la esencia de la política moderna.

La instantánea abrevia con evidencia, como por lo demás nos lo da a entender Unger, un giro decisivo en los modos de comprender el arte y la política. Es probable incluso que para el propio Maquiavelo, quien anticipándose en más de 400 años a las comentadas sospechas de Brecht sobre la catarsis, analiza el discurso de Savonarola en clave performática. En el informe que envía al embajador ante la Santa Sede, y a partir del cual trazará para sí un futuro promisorio como Segundo Canciller de Florencia, despieza las invocaciones espirituales del monje en términos de “efectos” retóricos destinados a sugestionar a las masas y advierte, en sus nada casuales proclamas apocalípticas, una amenaza latente y solapada.

En ese reparto de carácter eminentemente performático, fundado en alternar promesas con amenazas, con el fin de hacer pasar un valor particular como si fuese universal, descubrió Maquiavelo la esencia de la política moderna. No superaba aún la treintena y ya sabía, como lo dejará en claro 15 años más tarde en El Príncipe, que no existe una realidad que sea independiente de los propósitos de algo o alguien, de un poder, una fuerza, una estrategia. Si la política es un arte, si todo arte es política, es porque lo que allí se juega en común no es la aceptación de una realidad implantada por los poderes celestes, sino la creación misma de la realidad como tal.

Y lo que Maquiavelo percibió aquella mañana en el discurso del predicador fueron sus dotes para tejer la realidad (incluida aquella en la que se presentaba a sí mismo como enviado de algún demiurgo) a punta de figuras retóricas perfectamente ensambladas. ¿Quién dijo que hacer cosas con palabras fue una ocurrencia de John Austin en un aulario de Harvard? Savonarola declaraba ahora ante las multitudes que lo escuchaban, distraído de la presencia furtiva de su detractor, que su misión como líder y gobernante se le había revelado en un sueño: sentía caer sobre su cuerpo desnudo baldazos de agua que iban enfriando el calor de su carne hasta extinguir, de modo definitivo, el más mínimo apetito mundano.

Maquiavelo soltó una risita mordaz, chasqueó los dedos y salió de la iglesia. El resto de los devotos, entre los que figuraba también Botticelli, cuya obra más marginal y olvidada fue realizada bajo el hechizo del cura, pasó la noche arrojando sus joyas, sus libros lascivos y sus pinturas concupiscentes a una pequeña hoguera improvisada en la Piazza della Signoria. El segundo canciller se dedicó, en cambio, a escribir el informe adeudado y a tramar con Da Vinci, cuyos primeros frescos lo impresionaron bastante menos que sus planes de ingeniero disparatado, una fórmula para desviar el curso del Arno.

Si la política es un arte, si todo arte es política, es porque lo que allí se juega en común no es la aceptación de una realidad implantada por los poderes celestes, sino la creación misma de la realidad como tal.

El arte se probaba como política también en estas hibridaciones: el objetivo era hambrear a los pisanos, enemigos históricos de los florentinos, un método que otro miembro ilustre de la ciudad, Brunelleschi, había aplicado cinco décadas atrás con el río Serchio.

El desvío que en esta ocasión proponía Leonardo, a quien la documentadísima investigación de Miles Unger exhibe conversando o jugando naipes con otros hombres de letras en el Salón de los Médicis, se realizaría en Stagno, próximo al Puerto de Livorno, donde se requirió de un ejército de más de dos mil trabajadores, que pasó varias semanas, de sol a sombra, moviendo toneladas de rocas, piedras y lodo. Pero la versión tridimensional, como sucedía con todo lo que hacía Da Vinci, resultó bastante más ardua que la que estaba garabateada sobre el papel: se extenuaron los hombres, hubo una tormenta, el agua inundó las primeras excavaciones y los pisanos aprovecharon el desconcierto para agujerear las represas.

Era propio de artistas flemáticos como Da Vinci, desentenderse de los proyectos que él mismo iniciaba: había recibido apenas un año atrás el encargo de hacer un fresco en el Salón del Gran Consejo del Palazzo della Signoria, el más alto honor que podía la república conferir a un artista, y desapareció tras cobrar el primer adelanto. Y Miguel Ángel, su eterno rival, era parecido: se marchó a Roma antes de concluir La batalla de Cancina.

Maquiavelo, quien adoraba esta obra, conoció a Miguel Ángel la mañana en que Buonarroti lo contactó para entregarle personalmente un sobre con dinero diplomático que le enviaban desde Florencia: había trazado planes para residir ahí cuando recibió del gobierno, que al parecer no había aprendido la lección, la oferta para que modelara un legendario bloque de mármol que estaba abandonado en un patio próximo al Duomo. El bloque tenía casi 10 metros de altura y, como detalló Vasari, presentaba un irremediable orificio que le había hecho meses atrás un principiante mediocre. Miguel Ángel se tomó esta vez la tarea en serio para evitar, sobre todo, que se la traspasaran a Leonardo: Unger recuerda que cada mañana, a la misma hora, entraba en el patio, se montaba sobre una escalera y se ponía manos a la obra. Los florentinos que paseaban por allí, eventualmente se detenían para hacer algún comentario o incluso alguna “objeción”, hasta que un día se encontraron con el David.

Era propio de artistas flemáticos como Da Vinci, desentenderse de los proyectos que él mismo iniciaba: había recibido apenas un año atrás el encargo de hacer un fresco en el Salón del Gran Consejo del Palazzo della Signoria, el más alto honor que podía la república conferir a un artista, y desapareció tras cobrar el primer adelanto.

Al joven Maquiavelo, sin embargo, este tipo de prácticas tan específicas lo tenían sin cuidado; cuando hablaba de arte, no era al prodigio de escultores como Miguel Ángel a lo que se refería: en las reverencias de la aristocracia por la modelación del bronce o la piedra atisbaba apenas un sucedáneo de la modelación que el arte de gobernar era capaz de imprimirle al espíritu de las masas. Que en política se mintiera, como se lo sigue denunciando en vano hasta el día de hoy, era algo que a Maquiavelo solo podía causarle gracia, puesto que si hay algo que jamás existió para él fue algún tipo de verdad que precediera al arte de crearla o de inventarla. Hacerse amar y hacerse temer eran los materiales básicos de esa componenda; el arte estaba en combinarlos sin que la fórmula exacta pudiese conocerse con antelación.

El método quedó abierto para la eternidad: el arte del que se vale un gobierno determinado para legitimarse en el poder no se distingue, desvestida la realidad como construcción humana, del que ejercen los pueblos a la hora de serenarse o levantarse violentamente en armas. Gramsci dedicó no por nada sus imprescindibles Notas sobre Maquiavelo a poner en evidencia el problema: el florentino había escrito El Príncipe por derecha dejándole, a la izquierda, un mensaje en la solapa. No hay nada por lo que llorar: el mundo tiene el tamaño de nuestras luchas y detrás de este no hay dioses sino autores, cuerpos que se congregan y presupuestos creativos que se corroboran a sí mismos en la eficacia de la realidad sensible que transforman o configuran.

Con afirmaciones de este calibre, despojadas de pelos en la lengua, había irritado a conservadores y desacreditado los privilegios del visionario de izquierda. En esto residía su vago y premonitorio jacobinismo, y por esto pasó más de dos siglos sepultado en una capilla, tan desamparada como aquella otra en la que había ido a escuchar a Savonarola, que ningún viajero visitaba. No creo que le hubiese importado; poco antes de morir, escribió: “Entro en la venerable corte de los muertos y me nutro de ese alimento que es solo mío y para el que nací. No me avergüenza conversar con ellos, no experimento aburrimiento alguno, me olvido de todos mis problemas y no temo ya a la pobreza. Estoy completamente absorto en ellos”.

 

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Maquiavelo. Una biografía, Miles J. Unger, Edhasa, 2013, 408 páginas, $25.000.

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