A pesar de su indiscutido valor documental, su riqueza de anécdotas, su perspectiva muchas veces desmitificadora, las memorias de Abdón Cifuentes, figura señera del conservadurismo en Chile, no contaban con otra edición que la de 1936. Ahora, la editorial Fe de Ratas publica una selección con el título Páginas de memoria, en un volumen donde se aprecia el estilo vívido y desenvuelto, espontáneo e indiscreto, franco y sesgado. Lo mejor es que aparecen episodios y personajes cruciales del pasado nacional, no como se perciben sobre el escenario, sino como se comportaban entre bastidores.
por Patricio Tapia I 25 Noviembre 2024
El año 1918 fue uno de pérdidas y de términos para Abdón Cifuentes: muere su esposa, deja su cátedra de Derecho en la Universidad Católica y pone fin a las memorias personales que estaba escribiendo. Tenía 82 años y se había adentrado en el siglo XX como una de las “gloriosas reliquias” (según Ricardo Donoso) del siglo previo, en el que fue “cerebro y espada” (según Encina) del Partido Conservador.
Persona de ideas y de acción, fue abogado, profesor, periodista y político —con todas las estaciones del camino de honores: diputado, senador, subsecretario, ministro, consejero de Estado—, protagonista de las principales controversias políticas y doctrinales chilenas, siempre guiado por sus convicciones religiosas y cívicas. Su catolicismo de trinchera lo impulsó a ser redactor o fundador de diarios y revistas, así como a crear instituciones educativas y sociales para construir una sociedad civil católica que interviniera en la esfera pública. Fue famoso por la retórica erudita y combativa de sus discursos en tribunales o en el Congreso. Decía que asumió participar en política para la defensa de su fe, pero en el gobierno y el Parlamento defendió muchas libertades o medidas liberales y republicanas.
La familia de Cifuentes, destinataria de sus Memorias como lectura privada, decidió publicarlas. Aparecieron, en dos tomos, 18 años después de que las terminara y ocho después de su muerte. En ellas entregaba una visión panorámica de su vida y su actividad.
El crítico Alone temía que su relato se viera refrenado por escrúpulos religiosos —“su doctrinarismo intransigente lo colocaba tan a la derecha que lindaba ya en el sacerdocio”— y otras aprensiones. Pero sus temores se disiparon luego y saludó a Cifuentes como uno de los grandes memorialistas chilenos.
Efectivamente, las suyas son unas memorias vívidas y desenvueltas, espontáneas e indiscretas, francas y sesgadas. Escritas en el estilo distendido de una conversación, no hay vahos de la oratoria sacra que a veces infiltra sus discursos. Aparecen episodios y personajes cruciales del pasado nacional, vistos un poco al trasluz, no como se perciben sobre el escenario, interpretando sus roles distinguidos e iluminados por los reflectores de la Historia, sino como se comportaban entre bastidores, cuando han dejado atrás a sus personajes.
A pesar de su valor documental, su riqueza de anécdotas y detalles, su perspectiva muchas veces desmitificadora, las Memorias de Cifuentes no contaban con otra edición que la de 1936. La editorial Fe de Ratas recupera ahora parte de la versión publicada como Páginas de memoria, con selección, prólogo y notas del escritor Rafael Gumucio. Tal vez por modestia —o quizá por falta de ella—, este no señala que antepasados suyos, anteriores Rafaeles Gumucios, participaron en la publicación de la obra de Cifuentes: su tatarabuelo en sus Discursos (1882) y su bisabuelo en sus Memorias (1936). El primero es mencionado un par de veces en ellas y el segundo, cuando las prologa, considera al autor “el más grande de los hombres que mis ojos han visto”. Nada de esto figura en esta edición.
El más reciente Gumucio considera Páginas de memoria una “antihistoria” de Chile, denominación que quizá responde a su admiración por Parra. Pero más bien muestra la “pequeña historia” de un país igualmente pequeño, cuando el círculo de sujetos con poder era aún más reducido que el actual. Es también una pequeña historia porque muestra usualmente las pequeñeces (y a veces las grandezas) de las distintas personas que desfilan por ella.
A mediados del siglo XIX, las luchas ideológicas fueron intensas. A consecuencia de la llamada “cuestión del sacristán”, se reconfiguró un sistema de partidos con una línea divisoria: la posición de la Iglesia en el Estado. La fusión entre liberales y conservadores ganaría la elección presidencial de 1861. Pero pronto empezaron a soltarse las costuras que los unían. En la confrontación entre ellos, Cifuentes fue central en la defensa del conservadurismo católico y el fomento de una serie de libertades, en especial la de enseñanza.
Nacido en una familia de propietarios agrícolas sin mayor fortuna, estudió en el Instituto Nacional (tuvo maestros allí y afuera tan dispares como Miguel Luis Amunátegui, Joaquín Larraín Gandarillas o Ventura Marín). Desde entonces tuvo la convicción de que el Estado no era buen educador. Fue profesor en colegios desde los 17 años. Enseñaba y se interesaba por la Historia.
A mediados de 1861 se tituló de abogado, luego de haber hecho su práctica, por curiosidad, con Antonio Varas, ministro de Montt. En 1863 comenzó a colaborar en el periódico El Bien Público y algunas de sus críticas llegaron a tribunales: demandado por el viajero alemán Paul Treutler, fue absuelto gracias a su propia defensa.
El incendio de la iglesia de la Compañía, en 1863 (donde murieron muchas personas), con su posterior campaña antirreligiosa, llevó a la fundación de un diario católico del que fue redactor desde 1864, mismo año en que empieza a ser profesor del Instituto Nacional. Ante el avance del laicismo, para formar cuadros católicos en “las luchas de la palabra y de la pluma”, fundó la Sociedad de Amigos del País en 1865 y una revista en 1867.
En el ámbito político, fue subsecretario de Relaciones Exteriores (1867), diputado por 12 años y senador por otros 12. En 1871, fue ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública de Errázuriz Zañartu.
Durante todo ese tiempo destacó por sus ataques y defensas. Luchó por la libertad electoral: se opuso al intervencionismo gubernamental y fue el primero en proponer (1865) la extensión del sufragio a la mujer. En la guerra contra España, aconsejó de forma tan tenaz como desatendida adquirir buques blindados. Defendió la libertad de asociación y la religiosa. Impulsó el fomento de conocimientos aplicados e industriales. El campo donde más destacó fue en la promoción de la libertad de enseñanza contra el monopolio estatal de la educación.
En 1869, dadas sus numerosas actividades, Cifuentes vio quebrantada su salud. Salió de Chile en un largo viaje, financiado por la generosidad de sus amigos. Contaba con una licencia y una comisión del gobierno, pero rechazó el sueldo. Aprovechó de ir a Europa con los obispos que asistirían al Concilio Vaticano I. Era un viaje de descanso, pero sus preocupaciones lo hacen parecer uno de estudios. Se afanó en obtener datos, entrevistarse con gente, estudiar y comparar, desde la mendicidad a las prisiones o las obras caritativas. Fue un viaje sumamente importante. Relata en sus Memorias sus impresiones e investigaciones en Francia, Italia, España, Inglaterra, Bélgica, Alemania. En Estados Unidos le llamó la atención la gran libertad de enseñanza y la iniciativa privada en las universidades.
Regresó a Chile en 1871. Errázuriz Zañartu lo nombra ministro y como tal impulsó varias medidas, en especial, decretar la libertad de exámenes. Esto generó un enorme conflicto con Barros Arana, rector del Instituto Nacional. Hubo desórdenes en las calles e incluso un asalto (con un muerto) al hogar de Cifuentes. Renunció al ministerio, lo que influyó en la disputa con el sector liberal y la ruptura de la coalición. El Partido Conservador pasó a ser oposición y no apoyó al candidato Aníbal Pinto, en cuyo gobierno tuvo lugar la Guerra del Pacífico, suavizando la disputa partidaria. Bajo Pinto, en 1878, los conservadores convocaron su Primera Convención (con discurso inaugural de Cifuentes), que le dio consistencia programática sobre temas como la descentralización administrativa, las libertades electorales, de enseñanza, asociación y prensa.
Las disputas recrudecieron. Un problema serio en las relaciones Iglesia-Estado fue la sucesión arzobispal de Santiago, tras la muerte de monseñor Valdivieso, en 1878: la Iglesia y el gobierno (por derecho de patronato) optaron por personas distintas. La disputa, detenida durante la guerra, se reactivó al asumir Santa María, por lo que vino un delegado apostólico para solucionar las diferencias. Santa María lo expulsó del país en 1883 y rompió relaciones con la Santa Sede. Entre 1883 y 1884, el gobierno promulgó las leyes de cementerios laicos, de matrimonio civil y de registro civil. Cifuentes se opuso a ellas.
Elegido presidente Balmaceda, se calmó la pugna clericalismo-anticlericalismo. Pero en los años siguientes surgió una nueva disputa por la primacía entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. La tensión se convirtió en conflicto (Cifuentes menciona en estas páginas un plan de autogolpe de Balmaceda no ejecutado). Una junta de partidos opositores planeó la revolución y Cifuentes redactó el acta de deposición presidencial. Cuando Balmaceda rompió el marco constitucional, en 1891, se inició la Guerra Civil, que duró nueve meses. Durante ese tiempo, Cifuentes fue encarcelado y luego permaneció escondido y siendo buscado por las fuerzas balmacedistas. Chillán, Concepción, Lota, Talca, Buin y Santiago fueron lugares en los que se ocultó.
Tras el conflicto, el Partido Conservador pudo ver concretados algunos de sus propósitos, con la ley de la comuna autónoma y la modificación del régimen electoral. Antes, el mayor logro de las aspiraciones conservadoras de libertad de enseñanza fue la fundación de la Universidad Católica, en 1888, para lo cual Cifuentes fue una pieza fundamental.
Páginas de memoria es una antología de las Memorias de Cifuentes, ya sometidas, al parecer, en su publicación original, a recortes para atenuar su contenido. El nuevo editor indica que respeta el orden de los hechos, pero fragmenta el relato en pequeños retratos.
No es un mal criterio. Cifuentes, como señaló Alberto Edwards, presenta a los personajes de forma que sus actuaciones dibujen su personalidad. Pero su relato no es uno de retratos ni sigue estrictamente una secuencia cronológica. Por eso, Gumucio altera el orden de los párrafos o cambia ligeramente la ubicación de algunos episodios, para que cuadren mejor en su galería de retratos o capítulos. Usualmente ensambla bien las piezas del rompecabezas, pero no siempre, y quedan algunas desajustadas y sin contexto (por ejemplo, Mariano Casanova como el arzobispo elegido en 1886 que soluciona el problema de sucesión abierto en 1878).
Las estampas de Cifuentes, aunque no pocas veces tendenciosas, son expresivas. Dice de Lastarria que “el incienso que acostumbraban echarle a la cara sus amigos le había inspirado una gran vanidad”. Describe a Bilbao como “un conjunto de soberbia, de audacia, de impiedad y de atrevida ignorancia”. Por sus páginas circulan José Zapiola, brindando en una reunión; Carlos Walker Martínez, dispuesto a ser corsario contra España, recalando en Chiloé; Manuel José Irarrázaval, mecenas e impulsor de la comuna autónoma, que no se atrevía a hablar en la Cámara; el general Baquedano, héroe de 1879, quien en la revolución de 1891 se negó a firmar el acta, porque “pueden pillarme”. Barros Arana, indiscreto y maledicente.
Errázuriz Zañartu es figura central, aunque Cifuentes no lo estimaba, por su doblez: creyente de misa diaria en su vida privada, en la pública favoreció el laicismo. Pero Cifuentes mismo en ocasiones —su votación secreta en contra de la incorporación de Errázuriz a una sociedad católica o su ardid como ministro para confundir a la prensa liberal sobre su reforma educativa— muestra que a veces fue tan poco directo como Errázuriz.
Queda la duda de quién o qué queda fuera. Si la selección responde a algún criterio, el editor no lo explicita. ¿Sus simpatías o intereses?: no figura aquí Portales, a quien Cifuentes llama “tal vez el más eminente de los estadistas de Sudamérica”, ni Manuel Egidio Ballesteros, prohombre de los estudios legales y protegido de Cifuentes, quien devolvió la consideración con malagradecida mezquindad.
¿Precisiones desconocidas? No aparece la importancia del arzobispo Valdivieso en el hermoseamiento del cerro Santa Lucía. Según Cifuentes, le habría dado la idea a Vicuña Mackenna.
¿Solamente lo relativo a Chile? Se saca todo el viaje de 1869-1871. Pero es entonces que aparece una de sus revelaciones más curiosas sobre un chileno: en Washington conoce a Eduarda Mansilla (la primera novelista argentina), quien afirma que Francisco Bilbao murió por culpa suya en Buenos Aires: ella se lanzó al río, él la rescató y murió de neumonía.
El editor también señala que en algunos pasajes ha modernizado el vocabulario y la sintaxis. Parece ir un poco más allá.
Tal vez podría entenderse alterar los enclíticos (“refiérese”, “pidióme”, etc.), pero realiza una no tan esporádica labor de cambio de palabras. Ejemplos: transforma “fallecimiento” en “murió”; “casorio” en “matrimonio”; “menudencias” en “bagatelas”; un cargo “gratuito” en “ad honorem”. No parecen tanto palabras anticuadas como no del gusto del editor. ¿Pero no es el vocabulario de un autor parte de su personalidad?
Su afán por limar el estilo del autor lo precipita en la errata: el encono de ciertas “figuras” se entiende mejor al ver el original “furias”. La frase: “Durante todo el día no se cortaba en el camino”, aquí adopta un giro vanguardista: “Nunca no se cortaba en el camino”. Y cambiar números por palabras juega sus trucos: en la guerra contra España, el bombardeo a Valparaíso en 1866 implicó pérdidas de unos 8 millones de pesos. Lo dice bien Cifuentes, pero aquí se habla de 8 mil pesos.
Se ha dicho que un conservador es un liberal que ha sido asaltado, y un liberal es un conservador que ha sido arrestado. Cifuentes, quien fue asaltado y también arrestado, nunca dejó de ser un conservador.
Sin embargo, era uno que defendió una serie de libertades y el voto femenino. Gumucio habla incluso de un conservadurismo “libertario”. En su aparente añoranza de ese conservadurismo, sostiene como “hecho innegable” que el primer parlamentario mapuche fue del Partido Conservador. Tal vez la antihistoria tenga algo que decir, pero según la simple historia, Francisco Melivilu militaba en el nada conservador Partido Democrático.
Ahora, ¿era Cifuentes una aberración genética: el extraño caso del conservador liberal y feminista? No. En el siglo XIX, hubo un conservadurismo que aceptaba ciertos principios liberales y se aproximaba al ala conservadora del liberalismo, que hacía el mismo movimiento en sentido inverso. Esto, según ha estudiado José Luis Romero, pudo verse en toda Latinoamérica. Los “liberales conservadores” y los “conservadores liberales” podían encontrar puntos de coincidencia.
Por otra parte, era una reacción conservadora a los cambios que se venían gestando y que les quitaban las ventajas de las que antes habían dispuesto. Los liberales pretendían la secularización de la vida social y política según principios que se proyectaban hacia cuestiones como las propiedades de la Iglesia, la intervención del clero en la vida política, la intolerancia religiosa, el monopolio de la educación, el registro de las personas y la administración de cementerios. En Chile, desde que los conservadores abandonaron el gobierno sabían su desventaja frente a los liberales, por lo que defendieron la libertad de asociación, la ampliación del derecho de sufragio y la libertad de educación, de manera de ganar espacios en la vida pública para su partido y para su idea de sociedad.
Cifuentes hizo esto de manera particularmente coherente. Páginas de memoria es una buena aproximación a su figura, que despierta un interés renovado. La editorial Tanto Monta amenaza con un proyecto de sus Obras completas en seis tomos, que ojalá se concrete.
Páginas de memoria, Abdón Cifuentes, Fe de Ratas, 2023, 373 páginas, $16.000.