La danza de la muerte

por Manuel Vicuña I 24 Febrero 2025

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Es un hijo de los guetos de Chicago y, por lo mismo, un candidato a cumplir sentencia en prisión antes de llegar a la adultez. Desde la adolescencia escucha el llamado de la calle y se fuga de su casa una y otra vez, para probar suerte al margen de la ley. Delinque por necesidad, pero también por gusto, y nada lo aparta de esos callejones laterales, ni siquiera las heridas a bala que sufre a manos de la policía.

Su nombre es George Jackson y pasó los últimos 10 años de su vida en distintas prisiones del Estado de California, la mayor parte del tiempo en confinamiento solitario, sentenciado por la participación en el robo a una bencinera. En esas circunstancias, practicaba durante horas artes marciales, encontraba la “redención” en el estudio de los teóricos marxistas y elaboraba su propio plan de acción revolucionario. Su proyecto intelectual contemplaba la metabolización de Marx, Engels, Trotsky, Mao, Fanon… y de todo lo relativo a la guerra de guerrillas en África, América Latina y Asia. Aislado en alas de máxima seguridad, sin poder abandonar la celda durante 23 horas al día, acosado por las autoridades penales y judiciales, solo le queda el consuelo de la lectura entendida no como evasión, sino como entrenamiento para la lucha revolucionaria. Incluso Jackson establece una relación de dependencia con los libros y de camaradería con sus autores. A veces les habla en voz alta, como si le hicieran compañía y la lectura fuera una forma de intercambio entre almas gemelas. Soy un extremista, eso decía Jackson de sí mismo, y esta identidad radical estaba inspirada en las páginas de los libros de sus maestros, que revisa con una mezcla de ánimo erudito y pasión por la acción.

Jackson era una celebridad en el mundo del movimiento de las prisiones y los Panteras Negras lo reivindicaron como un héroe. En 1970, alentado por su abogada, se publicaron sus cartas escritas en la cárcel, y el libro se abrió paso con la fuerza de un tornado. La prensa lo recibió como si se tratara de una bomba cargada con toda la furia acumulada por siglos de esclavitud y racismo. Se vendieron más de un millón de ejemplares en solo 12 meses y las ofertas de traducciones no se hicieron esperar. Presidiarios de todo Estados Unidos se abalanzaron sobre sus páginas. Hombres y mujeres confinados se pasaban el volumen de mano en mano, y lo comentaban con la convicción de haber encontrado las palabras adecuadas para expresar lo que vivían como comunidad oprimida. No se trataba únicamente del despliegue cotidiano de argumentos convincentes o de un lenguaje sin dobleces, sino de la exhibición de una fuerza vital arrolladora, que prefería la intensidad del presente combativo al futuro del negro sometido y longevo, una fuerza que se había liberado de la llamada neo-esclavitud por el solo hecho de perderle el miedo a la muerte. En lugar de quebrar el espíritu de Jackson, la prisión lo había fortalecido, y estas cartas son el testimonio de esa proeza. El escritor francés Jean Genet, compañero de ruta de los Panteras Negras y autor del prólogo de Soledad Brother. The Prison Letters of George Jackson, calificó su escritura como un “sobrecogedor poema de amor y de combate”, lava ardiente que dejaba atrás el lamento del blues en beneficio de una andanada de cólera lúcida, capaz de extirpar el conformismo político de los afroamericanos y propagar el pánico en los sectores dirigentes.

En 1972 se publicó otro libro de Jackson, esta vez póstumo: Blood in My Eye. También lo escribió en prisión; lo terminó días antes de ser asesinado en San Quintín por un guardia que se sabía amparado en un sistema judicial que, cuando se trata de negros acribillados por blancos, no escatima la calificación de “homicidio justificado”. Blood in My Eye expresa devoción por la guerrilla urbana como método de liberación. Es un libro con pintura de guerra, que conversa con los camaradas de las luchas de emancipación en África, Asia y América Latina. El Che Guevara se contó entre sus ídolos: en su figura se conjugaba la vocación del guerrillero con la ambición transnacional y nómade de la revolución.

Blood in My Eye es una ceremonia del culto a la violencia, una coreografía de ideas y acciones apropiadas a una encrucijada —piensa Jackson— en la que todo, salvo el lenguaje de las armas y el abrazo a la muerte, es parsimonia reformista, resignación, cobardía. Por eso es un texto explosivo. Un explosivo preparado con sumo cuidado en la soledad de una celda diminuta, donde se avizoraba la epifanía de la revolución llameando en muros descascarados y el panorama de un país transformado por la guerra en una ‘vasta tierra baldía’.

Blood in My Eye es una ceremonia del culto a la violencia, una coreografía de ideas y acciones apropiadas a una encrucijada —piensa Jackson— en la que todo, salvo el lenguaje de las armas y el abrazo a la muerte, es parsimonia reformista, resignación, cobardía. Por eso es un texto explosivo. Un explosivo preparado con sumo cuidado en la soledad de una celda diminuta, donde se avizoraba la epifanía de la revolución llameando en muros descascarados y el panorama de un país transformado por la guerra en una “vasta tierra baldía”. Casi en el umbral de Blood in My Eye, como una advertencia a quienes estaban dispuestos a aventurarse en sus páginas, Jackson inscribe estas palabras: “Debemos aceptar la eventualidad de poner de rodillas a Estados Unidos; aceptar el cierre de zonas críticas de la ciudad con alambre de espino, vehículos blindados de transporte de cerdos cruzando las calles, soldados por todas partes, ametralladoras apuntando a la altura del estómago, humo negro enroscándose en el cielo a la luz del día, olor a pólvora, registros casa por casa, puertas derribadas a patadas, la normalidad de la muerte”.

Jackson se concibe a sí mismo como un obrero del “socialismo científico”, que proclama la llegada del “perfecto desorden” en sustitución de la consigna “ley y orden”. La revolución que alienta no es impulsiva; la rabia la impulsa, pero sin enceguecerla. La revolución necesita conducción y disciplina, y articulación entre la guerrilla clandestina y un frente político —sus ojos están puestos en los Panteras Negras— con la misión de organizar las fuerzas del gueto, hacer exhibición de su poder colectivo y aliviar la miseria de sus habitantes sin perder de vista la urgencia de sublevar sus conciencias.

Sin camuflaje, Jackson plantea estrategias y tácticas para activar un circuito de violencia revolucionaria que no le teme a la guerra civil, e incluso piensa esa guerra civil como una conflagración de alcances universales, como un purificador baño de sangre consumado en medio de tumbas cavadas a la carrera, y aun así con alegría, con exaltación, porque ha llegado el tiempo de los revolucionarios de las junglas de hormigón llenas de pasarelas que conectan los techos de los edificios y de “retorcidas calles laterales”.

¿Qué hacer cuando caigan abatidos los primeros camaradas de la guerrilla urbana en Chicago o Los Angeles?

Jackson escribe: “Recogemos los cuerpos, los limpiamos, los besamos y sonreímos. Sus funerales deben ser de gala, con vino casero y música revolucionaria para bailar la danza de la muerte. Solo deberíamos estar tristes por haber tardado tantas generaciones” en producir este tipo de combatientes.

Profeta de la revolución, enemigo sin contemplaciones de los capitalistas, Jackson traza un panorama desolador del futuro inmediato —los años 70—, pero en el dolor de sus hermanos y hermanas abriga la esperanza. Atacar a las fuerzas del orden, a los “cerdos”, desatará oleadas de represión. Los lamentos están de más en ese contexto. Esa ferocidad por parte del Estado es bienvenida: en el padecimiento de esa violencia reside la posibilidad de radicalizar a las masas y cuadrarlas detrás de la vanguardia revolucionaria. La victoria en la guerra de clases y racial contempla una temporada en el infierno, y por eso Jackson anticipa la necesidad de aprender a infiltrarse en todos los recodos del sistema capitalista y de poner en ejercicio formas interconectadas de resistencia: trampas con explosivos, fusiles y pistolas con silenciador, destrucción de infraestructura, refugios para operaciones clandestinas, túneles secretos y el arte del forajido lumpen, que sabe cómo moverse sin dejar rastros en el sistema de alcantarillado de las grandes ciudades.

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