Héctor Abad Faciolince: “No soy un ateo militante, no trato de convencer a nadie de mi ateísmo”

El autor de El olvido que seremos, donde cuenta el asesinato de su padre, ha ficcionado hechos terribles y sorprendentes en sus otros libros. En su nueva novela, Salvo mi corazón, todo está bien, relata la vida de un sacerdote cinéfilo que se enamora. El escritor colombiano también habla del volumen que escribió tras su viaje a Ucrania, en 2023, donde sobrevivió a un bombardeo ruso.

por Javier García Bustos I 29 Abril 2025

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Estudió un año Medicina. “Fue suficiente para darme cuenta de que yo no servía para eso. Como a los seis meses de la carrera nos llevaron a un manicomio, y era como un zoológico humano y dije: no soy capaz, yo no soy capaz. Qué estoy haciendo aquí, me preguntaba. Es que yo quería ser escritor. Y me retiré de Medicina”, cuenta Héctor Abad Faciolince, nacido en Medellín, en 1958, quien pasó por las carreras de Filosofía y Periodismo —de la que fue expulsado— y finalmente estudió Lenguas y Literatura.

El escritor colombiano estuvo en Chile. Participó en el IV Festival Penguin Providencia, donde su última novela, Salvo mi corazón, todo está bien, fue presentada por Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales. La salud, los síntomas, las visitas al hospital son parte de la rutina de su protagonista, el sacerdote Luis Córdoba, conocido como el Gordo, cuya vida depende de una muerte ajena: debe ser trasplantado del corazón. Pero su historia la cuenta su amigo, el narrador Aurelio Sánchez, Lelo, quien reflexiona sobre los placeres de la carne, la homosexualidad dentro de la Iglesia y la existencia de Dios.

Córdoba, “El cura epicúreo”, como le decían sus enemigos, era un apasionado de la ópera, la buena mesa y sobre todo del cine. Es más: el Gordo se había convertido en el crítico de cine más respetado de Medellín. Publicaba una columna todos los domingos en El Colombiano. Mientras espera un trasplante, se traslada a una casa del barrio de Laureles, donde viven dos mujeres y tres niños. En un momento, el cura se convierte en un padre de familia. Y también se enamora.

La novela está inspirada en la vida de Luis Alberto Álvarez, un cura que vivió en mi casa cuando yo me fui de ella. Esto es probablemente por mi incapacidad de tener suficiente imaginación y fantasía como para no anclar, al menos inicialmente, que mis historias se basan en algo real”, dice Abad Faciolince sobre la creación de Salvo mi corazón, todo está bien. Una de sus obras más reconocidas, El olvido que seremos, también surge de la realidad: la vida familiar junto a su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista por los Derechos Humanos, asesinado por un grupo paramilitar en 1987. La historia fue adaptada al cine por Fernando Trueba en 2019.

De misterios y asombros

Héctor Abad Faciolince apunta pensamientos, ideas e imágenes en sus libretas. Anda con una libreta de bolsillo, donde anota frases sueltas, versos ajenos. Casi todos sus libros nacen de un verso, como ocurre en Salvo mi corazón, todo está bien, parte de un poema del poeta colombiano Eduardo Carranza. Lo de las libretas, el narrador se lo atribuye a su mala memoria.

Siento que la mala memoria es muy creativa. La mala memoria te da libertad. El pasado comienza a parecerse al futuro. El pasado siempre es confuso. Llega un momento en que uno tiene que imaginarse el pasado. Yo creo que hasta los historiadores rigurosos no saben bien cómo todo pasó y les toca llenar los huecos de la historia con lo que piensan que pudo haber ocurrido”, dice Abad con tono pausado.

Los capítulos de Salvo mi corazón, todo está bien están divididos por las letras del abecedario. ¿Por qué optó por esa estructura?
Siempre contesto algo distinto, porque no sé muy bien a qué se debe. A veces digo que en cada capítulo hay una palabra fundamental que empieza por esa letra y que define ese capítulo. En la A puede ser amor. En la C, corazón. Pero lo cierto es que eso me lo inventé para las entrevistas. El motivo de la elección es que, a veces, me extiendo mucho y me voy por las ramas, de las ramas, de las ramas, y si tengo el abecedario, en vez de los números que son infinitos, sé que tengo que ir terminando. También opté por colores. Me gusta la combinación tipográfica de rojo y negro. Hay una cuestión juguetona que igualmente es azarosa.

He conocido muy de cerca a la Iglesia y a los clérigos. Un tío paterno, el único hermano de mi padre que está vivo, es cura, de 90 años. Un tío materno es cura, otro tío fue arzobispo de Medellín. Estudié en un colegio confesional y ellos sentían culpa y nos inculcaron la culpa. De algún modo, aunque yo no sea creyente, pertenezco a la cultura judeocristiana. Eso es irremediable. Uno nace en un ambiente cultural. Y claro que yo siento culpa.

Mientras escribía esta novela usted también enfermó del corazón y fue operado. ¿En algún momento su ateísmo claudicó?
Es que yo soy un ateo muy tranquilo. No soy un ateo militante, no trato de convencer a nadie de mi ateísmo. Y ni si quiera tengo nostalgia de cuando creía en Dios. Cerca de los 13 años, cuando comencé a escribir, dejé de creer en Dios. Lo que sí creo es que nos morimos como las vacas, los insectos, los árboles, que nos morimos definitivamente. El problema de Dios no me angustia. Creo que es una hipótesis innecesaria, a pesar de que ha sido muy útil para la gente creer en Dios. Ha sido un gran consuelo. Ante la enfermedad, el peligro de muerte, nunca he pensado en confesarme o en hablar con un cura. Pienso con tristeza que me voy a morir para siempre. Pero también pienso que no morirse, la eternidad, sería un problema enorme.

¿Qué lecturas le han acompañado en estas búsquedas siendo ateo?
Influyó sobre mí la lectura de Bertrand Russell, el pensamiento escéptico de él y de muchos científicos. De algún modo, creo en muchas cosas, como en la evolución. En el Big Bang no creo tanto, me parece demasiado perfecto. Pero creo en la evolución de las especies. Charles Darwin, quien pasó por Chile, para mí es uno de mis ídolos intelectuales. Ahora creo que el racionalismo de Russell en relación con el amor, el sexo y el matrimonio, fue un fracaso y eso siempre me ha dejado un poco perplejo. Él no fue capaz de llevar a la práctica su modelo de familia abierta, de amor libre. Cuando su mujer tuvo dos hijos por fuera del matrimonio, él no fue capaz de aceptarlo y fracasó por cuestiones sentimentales, del corazón, muy poco racionales. Entonces, mi ateísmo es también de las sensaciones.

Con respecto a la homosexualidad en los integrantes de la Iglesia, escribe en la novela que “ser cura y tener culpa es casi la misma cosa”.
He conocido muy de cerca a la Iglesia y a los clérigos. Un tío paterno, el único hermano de mi padre que está vivo, es cura, de 90 años. Un tío materno es cura, otro tío fue arzobispo de Medellín. Estudié en un colegio confesional y ellos sentían culpa y nos inculcaron la culpa. De algún modo, aunque yo no sea creyente, pertenezco a la cultura judeocristiana. Eso es irremediable. Uno nace en un ambiente cultural. Y claro que yo siento culpa. Me ocurrió en 2023. Estaba en Ucrania y mientras cenábamos en un local cambié de puesto con la escritora ucraniana Victoria Amelina, y de pronto ocurrió un ataque ruso y ella murió. Ella era mucho más joven que yo y tenía un niño que la necesitaba, mucho más que mis hijos a mí. Siento culpa. Aunque el único culpable es Putin. Pero igual siento culpa y eso es herencia del cristianismo.

Entiendo que escribió un libro sobre esta experiencia…
El libro se llama Ahora y en la hora. No sabía cómo terminarlo y las palabras se me escurrían, no llegaban, y casi enloquezco. Es un libro que me duele y me deprime. Me equivocaba hasta en las conjugaciones de verbos más elementales. Entonces terminé escribiendo un libro doble, con 33 capítulos: la mitad de ficción y la mitad de crónica. Porque a mitad del libro surgieron los bombardeos a Gaza. Yo condené lo que hizo Hamas, pero condeno con más rigor y fuerza los crímenes de guerra cometidos por el gobierno de Benjamín Netanyahu y el ejército israelí. Y mientras escribía este libro mi hija quedó embarazada y tuvo preeclampsia, y entonces mis nietos nacieron prematuros. Y en un momento estaban en la UCI: los tres casi muriéndose y yo con el libro. Se los entregué a mis editoras, quienes solo dejaron la mitad del libro, o sea, las crónicas.

Volviendo a Salvo mi corazón…, la novela también habla sobre las convenciones. Qué significa conformar una familia, un matrimonio.
Claro, el Gordo, el protagonista, se enamora de dos mujeres, como un problema platónico antiguo. Están los dos tipos de amores como en el poema Pandémica y celeste, de Gil de Biedma, donde está el amor muy espiritual y el amor terrenal. Enamorarse de una persona por su inteligencia, su belleza, sus capacidades, y en otra el amor por el cuerpo de otro. Esas cosas están y no siempre coexisten en la misma persona. Y no es una aberración cultural. Es algo que nos ocurre y que es una cosa muy difícil de hablar con la pareja. No solo sentirse atraído por otra persona, sino realizar en la práctica esos actos. Descubrí en Ucrania una iglesia católica griega, que dependen del Papa, pero en que los curas se casan y eso está permitido.

En la novela escribe que “lo verdaderamente misterioso no es la enfermedad ni el mal, sino la bondad y la belleza”.
La bondad y la belleza son fenómenos que no son estrictamente racionales. Creo tener, no racionalmente, un olfato que me indica quién me puede hacer daño y quién no. Es como un detector. Creo que todos los escritores deberíamos tener detectores. Detectores de mentiras, de maldad, de traición, de envidia. Creo tener esos detectores bien activados. Sobre todo, para mantenerme al margen. Y el detector de cosas contrarias para acercarme a esas personas que me interesan e irracionalmente me gustan.

 

Fotografía de portada: Felipe Romero A.

 


Salvo mi corazón, todo está bien, Héctor Abad Faciolince, Alfaguara, 2025, 357 páginas, $18.000.

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