Si algo sabía la narradora argentina —y esa convicción nos acerca a una época en que la literatura esquivaba simplificaciones—, es que los múltiples sinsabores y desastres de lo humano se expanden más allá de atributos de clase social, etnia o comunidad. El rescate de novelas como Pantalones azules y La rosa en el viento traen de vuelta a una escritora que tenía la pasión de los desesperados y cuyas novelas —alucinadas, violentas, compasivas— invitan a desconfiar de los discursos instalados y de las formas postizas que rigen lo social.
por Betina Keizman I 28 Enero 2025
Tenía 17 años cuando creí que el universo de Pantalones azules (1963) era el mío, incluso sin compartir el carácter de los personajes o la época, que se adelantaba con mucho a mi nacimiento. Lo que reconocía en común se arraigaba en unos pocos elementos: la avidez de la primera juventud, la angustia por el futuro, el presente como una trampa intraducible que nos espera a la vuelta de la esquina. Así expuesto resulta apenas original, si no fuera que 40 años después me reencontré con la novela y constaté que muchos detalles de esa lectura inicial permanecían en mi memoria con una intensidad inesperada. Recordaba el encuentro casual, e imprevisto, entre el joven de clase alta y la migrante polaca, el ataque a una sinagoga porteña perpetrado por una pandilla filofascista católica, la angustia existencial de la joven ante el descubrimiento de sus orígenes y del fin de su madre en los campos de exterminio. Pantalones azules rastrea la tensión sexual de la pareja y, acaso, la sublimada contradicción en la que el joven oligarca proyecta su vida repitiendo los pasos de sus antecesores, ciego de sí y, por eso mismo, banal. La novela desemboca en la huida de esa joven en un barco sionista hacia Israel, en una nota que hoy, a la luz del genocidio palestino, demuestra que Sara Gallardo (1931-1988) intuyó antecedentes que seguirían resonando, como una telépata del porvenir que en cada conflicto reconoce piezas imperecederas o intuye aquello que el paso del tiempo no permitirá procesar. ¿Qué irradia una narrativa capaz de permanecer en la memoria 40 años? Intento una respuesta: su intensidad extrema, que podríamos confundir con estilo o eficacia, y la honestidad de una escritura comprometida, cada vez, con la particularidad de su propia ejecución.
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Cinco años antes, en 1958, mientras estaba esperando su primer hijo, Sara Gallardo se había lanzado al ruedo literario con Enero, una novela en la que una joven de campo embarazada tras una violación intenta inútilmente eludir el abismo en que su libertad se precipita. Los pensamientos de Nefer modulan una extensión de su cuerpo flaco, nos tocan al tiempo que recorren cada lugar al que la joven acude por una solución. Desestimando cualquier presupuesto, su voz omnipresente no se encierra ni nos encierra en los estrictos límites de su conciencia, al contrario, su angustia rebosa y tiñe el relato. Su familia, el movimiento de los animales, los vecinos y el entorno rural en su conjunto surgen bañados en esa clase de lucidez que solo la angustia suministra. La percepción alterada de Nefer se impone a una construcción de estereotipos de la ruralidad. En carne viva, desarma el relato costumbrista y expone lo que queda: las ansias de libertad, el falso amparo de los propietarios, la indiferencia al abuso y la violación, las violencias sociales que amputan la libertad de decidir sobre el propio cuerpo.
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Sara Gallardo Drago Mitre llevó en sus apellidos la marca indeleble de esa oligarquía que con extrema perspicacia trató en numerosas novelas. Sin amedrentarse, o para curarse en salud, se atribuyó el antídoto de una genealogía de extravagantes que le auguraba otras posibilidades. Según contaba, su padre, historiador de profesión, había decidido la compra de un campo por sus muchas ciénagas y pájaros, y su tío había elegido otro con extensos médanos que prometían el descubrimiento de recuerdos indígenas. En esa aventura de estancieros —señaló Gallardo—, el padre y el tío ignoraron lo que tenía valor para la cría y el engorde de ganado. La anécdota toma partido por lógicas fabuladoras y define las alternativas de la propia Gallardo cuando se desvía de los mandatos de su clase en narraciones díscolas, con sujetos extravagantes y argumentos que muchas veces la llevan muy lejos de los horizontes de su propia vida.
Aquella rancia estirpe tampoco le ahorró el yugo de las labores de este mundo: fue periodista profesional y conservó este trabajo toda su vida. Nació en Buenos Aires en 1931 y sus últimos años trazaron un rosario de exilios en Córdoba, luego en Barcelona, en Suiza y en Roma. Recordaba con intensidad los veraneos en La Chacra, una quinta del siglo XIX donde se crio junto a sus cinco hermanos. Aquel caserón y su parque la entrenarían en las artes de la observación y el disfrute del mundo sensible: “Aquiles tuvo un centauro por maestro, yo tuve un parque”, diría. El campo cenagoso que compró su padre cerca de Chascomús inspiraría el ambiente de Enero y de Los galgos, los galgos.
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Publicada en 1968, Sara Gallardo describe Los galgos, los galgos como “Perros, caballos, árboles y una historia de amor”. Iba a ser un cuento sobre Chispa, la perra amarilla de su padre, pero se convirtió en una novela extensa que, enhebrada por las peripecias vitales de los galgos, narra las desventuras de un protagonista melancólico en su ruta del amor al desamor. Ajuste de cuentas con la narración de estancia, reaparece este prototipo masculino de Gallardo que sueña con ser patrón de fundo. Aunque es el primero en advertir el elemento ridículo de sus costumbres impostadas bajo un anacrónico nacionalismo, el protagonista se deja arrastrar por ese deseo imaginario que lo llevará al fracaso amoroso y a la pérdida. Al contrario, la materialidad del amor y de los perros, así como la del fundo mismo, con su subsistencia cotidiana de medio pelo, vibran en la prosa de Gallardo con la verdad intensa de lo significativo.
Lo significativo suele hallarse en los lugares más impensados. En un hotel ubicado junto al río Bermejo, Sara Gallardo conoció al cacique wichí Lisandro Vega, modelo para su novela Eisejuaz (1971). Cuenta la leyenda que decide unir las historias de Vega con otra idea que le rondaba, sobre un profeta que cuida a un paralítico en el desierto. De un modo análogo, el protagonista de Eisejuaz obedecerá los mandatos divinos al proteger a un blanco enfermo y ruin que terminará por traicionarlo. La novela es un éxito y los comentarios cierran filas ensalzando la “creación de un lenguaje”. No es para menos, consumaba el precepto mayor de la literatura moderna: la escritura de un mundo reside en la invención de una lengua. Un ejemplo: “Ángeles mensajeros, busco la palabra del que es solo, no nació, no morirá. Aquí del tatu, cuero de hueso, aquí del suri, buen esquivador, aquí del rococo, escuchador con la garganta, aquí de los palos, mensajeros del Señor. Aquí de la lluvia fuerte y de la que es mansa, del viento grande y de los vientos, mensajeros, ángeles del señor. Díganme. Cómo es el cumplimiento, cómo será. Cómo vino, cómo vendrá”.
Ese lenguaje fascinante, así como la insistencia en el discurso alucinado del mataco, durante mucho tiempo desviaron la recepción de Eisejuaz, enmascarando la verdadera catástrofe que la narración expone. Las inclinaciones místicas no eran ajenas a Gallardo, pero también fue una mujer profundamente involucrada en el mundo concreto (o real). Bajo ese entendido, la existencia espiritual del cacique nunca es ajena, en la novela, al pozo de miseria en que los indígenas se hunden. La traición pesa sobre Eisejuaz, quien resiente un doloroso conflicto debido al abandono que él mismo se impone de su rol en la comunidad. Se entrega a los mandatos divinos, en efecto, y reclama a la divinidad que condena a su pueblo a la indigencia. El fin del mundo ya sucedió, y Eisejuaz lo sabe. Su conciencia es desgarradora: “Comían, y fui detrás de la casa. Dije al Señor: ‘¿Por qué tienen que morir? ¿Se han cansado tus mensajeros, que quieren quitar así a esta gente el aire que respiran y los otros bienes? ¿No podías hacerlo de otro modo? ¿Por qué tienen que morir?’”.
En su doble condición de cristianizado y mataco, Eisejuaz habita un lenguaje en la misma medida en que habita un sistema de prácticas y de conocimientos que se revelan inútiles cuando el extractivismo y la colonización expulsan a las comunidades de sus territorios. Deambulando en la marginalidad, convertidos en individuos “desracinados”, son víctimas de un racismo que se expresa sin rodeos: tienen olor a bestia, sus palabras son un ladrido asqueroso, un ruido a vómito, lo que comen es asqueroso.
En el desenlace, su protegido blanco arrebata a Eisejuaz lo último que le queda: su vínculo excepcional con la divinidad. Al apropiarse de los modos de hablar del cacique, de sus invocaciones y de la responsabilidad de sus milagros trueca los saberes místicos en espectáculo (tal como sucede en el memorable cuento “Anacleto Morones”, de Rulfo).
Con su sumatoria de racismo y fiesta de lenguaje, extractivismo y fin de mundo, Eisejuaz parece haber sido escrita ayer. No hay en la novela, sin embargo, ninguna expresión romantizada de comunidades idílicas o de una vida virtuosa previa a la hecatombe. Si algo sabe Gallardo, y esa convicción nos acerca a una época en que la literatura esquivaba simplificaciones pueriles y no se sometía a exigencias biempensantes, es que los múltiples sinsabores y desastres de lo humano se expanden más allá de atributos de clase social, etnia o comunidad.
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Pese a la seriedad de sus temas y de sus materiales, Gallardo jamás renuncia al tono jocoso. Todo contribuye a una comedida recomendación a no creérsela. Pasión le sobra, la pasión de los desesperados y de los que se atribuyen una misión, pero esa convicción la escuda de la inconsistencia y de los propósitos postizos. Por eso, mejor no creérselo, y entender la distancia que separa lo verdadero de lo postizo, que su ojo clínico reconoce en aquellos mandatos sociales que los sujetos interiorizan sin cuestionamientos.
Deja correr ese tono chusco en las notas periodísticas, la columna “Macaneos” en Confirmado, otras que firmaba como periodista estrella en el diario La Nación y en la revista femenina Claudia. En su labor periodística insiste en su cruzada contra la actualidad; en la literatura, prefiere cronologías desplazadas de su propia época o personajes y geografías ajenas, aunque su punto de vista respira esa modernidad que en los años 60 revisó el lugar social de la mujer, reconoció el goce y la sexualidad, puso distancia con las narraciones fundadoras latinoamericanas e inició una reflexión oportuna sobre los choques culturales. Reivindica el rigor de las formas que asocia a lo masculino y, bajo las tutelas de Virginia Woolf y Clarice Lispector, la percepción femenina. Así expresadas, esas atribuciones de género pecan de caducas, solo que esa aparente antítesis entre la sensibilidad extrema y el vigor en la expresión constituyen la mejor descripción que conozco de la escritura de Sara Gallardo.
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“Pocos pétalos podemos recoger de esta historia. Unos volaron, otros se perdieron, otros se alteran en el rincón de la memoria”. En La rosa en el viento (1979) demuestra una vez más su capacidad para elegir un material literariamente agotado e insuflarle vida. Con un armado polifónico, su última novela une los pétalos de historias independientes que transitan conventillos porteños, el Mediterráneo italiano y la Patagonia a principios de siglo. Los azares del destino reúnen y separan a los personajes, dos criadores de ovejas —un experiodista ruso que quiere hacerse rico y un gigante sueco que huye de su pasado—, una india comprada para servirlos y una joven que pretende disputarle el lugar.
“El fluido de la existencia habita los intersticios del acontecer. En cuanto al acontecer en sí…”: ese acontecer estaría habitado por las rutinas y procedimientos: desollar corderos, tratar las pieles, el arte de curar heridas, carreras en bacín; “botones, wiskis, una lima”, herramientas, comidas, tablas, actas. Su libro anterior, El país del humo (1977), reunía narraciones de géneros muy diversos —relato fantástico, prosa poética, fábula, narración histórica—, y en muchas de ellas ensayó un lenguaje llevado a la mínima expresión. Algunas narraciones del volumen giran en torno a personajes animales: caballos, ratas, hombre lobo, mujer oso o yeti.
Se ha dicho de Gallardo que no tenía estilo preciso, porque lo puso al servicio de reelaborar y transgredir fórmulas literarias afianzadas, y cada vez adaptó su escritura a esos requerimientos. Lo cierto es que construye una prosa excepcional, y muy reconocible, por su capacidad de experimentación, la potencia del lenguaje y la originalidad de una perspectiva propia. Lo diverso adquiere en sus libros la consistencia del humo y la perennidad de los pétalos de una rosa, y nutre el río subterráneo de una historia repetida, un homenaje a los destinos inexorables, a quienes destilan una fidelidad absoluta a la propia decisión, para aquellos que descubren la intensidad de la belleza y de la existencia en los intersticios de lo imprevisto. Sara Gallardo murió en Buenos Aires debido a una crisis de asma, en 1988.
Imagen de portada: Sin título (2024), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.
Eisejuaz, Sara Gallardo, Cuenco de Plata, 2013, 160 páginas, $29.000.
Enero, Sara Gallardo, Fiordo, 2014, 112 páginas, $50.000.
La rosa en el viento, Sara Gallardo, Fiordo, 2014, 144 páginas, $34.000.
El país del humo, Sara Gallardo, Cuenco de Plata, 2013, 216 páginas, $40.000.
Pantalones azules, Sara Gallardo, Fiordo, 2013, 136 páginas, $44.350.
Los galgos, los galgos, Sara Gallardo, Fiordo, 2024, 512 páginas, $74.000.