Nosotros los culpables

¿Quién fue Mariana Callejas? Letras torcidas, el último libro de Juan Cristóbal Peña, entrega varias respuestas: judía conversa, pionera en la fundación de un kibutz en la naciente Israel, habitante de Nueva York, escritora, agente de la DINA, partícipe del atentado contra el general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires, cómplice de tantos crímenes más, bestia negra de la literatura chilena. Se trata, sin duda, de una investigación contundente, llena de tensión, donde se indagan los hechos relevantes de la vida de Callejas y, de paso, abre abismos de interpretación y sentido, no solo en cuanto a la protagonista como agente de represión, sino a la incómoda relación entre la persona que escribe y la obra.

por Simón Soto I 14 Febrero 2025

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Qué sencillo habría sido si Mariana Callejas solo hubiera ejercido como agente de la DINA. Un camino claro y definido: criminal al servicio del primer aparato de represión del Estado, al igual que su marido, Michael Townley, o como otros que tuvieron ese rol: Armando Fernández Larios, Germán Barriga y Marcelo Moren Brito, entre tantos otros.

Nuestra percepción sobre Mariana Callejas también sería sencilla si la hubiéramos conocido únicamente por su escritura. Tal vez simpatizante de la dictadura, con mayores o menores aciertos en sus textos, pero nada más. Una escritora de derecha, con libros publicados durante las dos décadas malditas. Como su mentor, Enrique Lafourcade, por ejemplo. O como sus niños: Gonzalo Contreras, Carlos Iturra y Carlos Franz. La recordaríamos poco; el escenario apócrifo más probable. Estaría habitando el sótano de la insignificancia, a un paso del olvido total. El mismo destino que parece estar experimentando el Maestro —como llama ella a Lafourcade en el prólogo de su libro Nuevos cuentos, y que Cristóbal Peña mantiene acertadamente en esta biografía para referirse a él—, cuyos varios libros publicados casi ni se leen, páginas y páginas de obras apagadas largo tiempo atrás.

Dos escenarios vitales distintos, inconexos, que no tendrían que haber confluido. Pero los seres humanos toman decisiones inesperadas, contra la obviedad, la conveniencia y el sentido común. Mariana no tomó una o dos, sino muchas decisiones que la empujaron hacia proyectos de vida que parecían definitivos, y que en cosa de años cambiaban, en un giro absoluto. Mariana Callejas: judía conversa, pionera en la fundación de un kibutz en la naciente Israel, habitante de Nueva York, escritora, agente de la DINA, partícipe del atentado contra el general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires, cómplice de tantos crímenes más, bestia negra de la literatura chilena. Es el relato que construye el periodista y escritor Juan Cristóbal Peña, en un volumen contundente, lleno de tensión, donde se investigan los hechos relevantes de la vida de Callejas y, de paso, abre abismos de interpretación y sentido, no solo en cuanto a la Callejas como agente de represión, porque por todo el libro planea la incómoda relación entre la persona que escribe y la obra misma. Es una pregunta siempre abierta, tirante, que va y viene, con más o menos énfasis, en la contingencia de las literaturas nacionales. Pasados 51 años del golpe de Estado, los chilenos nos hemos planteado con insistencia esta interrogante, y me parece que este libro sostiene su complejo andamiaje moral sobre esto; el sustrato que fluye, espeso y ferviente, bajo la investigación de los acontecimientos vitales del personaje central.

La arquitectura narrativa permite que sigamos el tránsito vital de Mariana Callejas cuando asoma como una jovencita deseosa de trascender lo que su entorno le deparaba. Nace en la Cuarta Región, en un pueblo caluroso y polvoriento. No es un lugar para ella. Anhela otras experiencias, otros roces, trascendencia que allí no tendrá. La familia se traslada a Santiago y ella entra en contacto con un grupo de jóvenes sionistas que tienen el propósito de ir a construir los pilares sobre los cuales se va a erigir la sociedad en la tierra prometida. Y allá parte Mariana, a vivir en pleno desierto israelí, en un kibutz cercano a la frontera con Gaza. En este punto es imposible no pensar en los acontecimientos crudos que ocurren hoy allí. La tensión, en aquella época, como se sabe, también era crítica, y los judíos que reclamaban tierras eran repelidos por los palestinos, quienes veían invadido su país por múltiples frentes. En ese lugar hostil, Callejas se casó y fue madre. Sus ideas, nos cuenta Peña, estaban cerca del socialismo, es decir, era una mujer de izquierda y estaba dispuesta al sacrificio que exigía procrear y multiplicarse para conquistar la futura Israel. De alguna manera, el destino la puso, una y otra vez, en aquellos espacios donde la ideología extrema era la fuerza primordial que perfilaba el presente. La violencia fue el eje de sus diversas militancias, y su temperamento o su ambición diletante la empujaban a moverse, a cambiar, a encontrar un distintivo que llenara esa aspiración indefinida. Como un vacío que hace sentir su gravidez incorpórea, su nada angustiante, un combustible vital que se quema de manera inútil.

La primera encarnación de la grandeza a la cual sentía estar llamada fue la literatura. La segunda apareció, más menos, por el mismo período, y fue la militancia política activa. En Estados Unidos descubrió la literatura; en el Chile de la Unidad Popular, a la ultraderecha, a través de Patria y Libertad. Entonces odiaba a la izquierda y necesitaba actuar a toda costa contra el gobierno de Allende. Antes sintió la misma aversión hacia los exiliados cubanos que en Miami se organizaban contra Fidel Castro. Aunque la filiación ideológica los podía alinear, a ella no le gustaban esos hombres básicos y molestos. Se volverá a encontrar con ellos en años posteriores, cuando aloje en la casa-cuartel de Lo Curro a Virgilio Paz (famoso anticastrista que ayudó a Townley en el atentado que mató a Orlando Letelier y Ronni Moffitt), pero para eso falta aún. Primero incentiva a Michael Townley a poner sus talentos con los artefactos electromecánicos al servicio de la insurgencia. Poco a poco el matrimonio se hace imprescindible, y una vez ocurrido el 11 de septiembre del 73, pasa a formar parte de la plana de agentes de la DINA. Se les entrega el terreno y la casa de Lo Curro, pero ese lugar nunca será privado, jamás podrá ser de uso exclusivo de la familia. Allí hay hombres armados, una secretaria y el laboratorio en el cual Eugenio Berríos llega a las fórmulas del gas sarín y de la cocaína negra, todo esto en colaboración con el dueño de casa.

Mientras ocurren estas cosas, Mariana se desdobla. Trabaja para la DINA y, al mismo tiempo, escribe. Se vuelve una pieza relevante del campo literario chileno. Es un mundo deprimido, gris, asfixiante, pero existe. Enrique Lafourcade —junto al cura Valente— se transforma en el faro literario del país. Es el momento para que pueda brillar sin contrapesos; el camino está despejado, los escritores que podrían opacarlo están en el exilio, o escondidos, o pronto abandonarán Chile para salvar sus vidas. Lafourcade realiza un taller en la Biblioteca Nacional y allí elige a su séquito, a sus favoritos, a los ungidos que vendrán a renovar las letras nacionales. Están los jóvenes eruditos antes mencionados: Franz, Contreras e Iturra; también, por supuesto, la mejor del grupo: Mariana Callejas. El espaldarazo del maestro le empieza a abrir puertas. Ejerce todos los roles posibles en el escenario cultural de la dictadura: escritora, tallerista, anfitriona de tertulias. Se conecta con las voces consagradas y emergentes. Gana premios, ofrece su casa para los carretes tras lanzamientos de libros e inauguraciones de exposiciones artísticas. Carlos Leppe, Nelly Richard, Nicanor Parra y Enrique Lihn, entre muchos más, pasaron por las noches y los asados de Lo Curro. Juan Cristóbal Peña, con justicia, se apura en señalar que estas personas no eran habituales, sino esporádicos visitantes, como tantos otros. No es extraño que, para capear el toque de queda, los trabajadores y gestores de las artes terminaran donde Callejas. Esto da una idea de la relevante participación que ella tenía en el ambiente cultural durante la dictadura. No solo empezaba a construir una obra, también tenía el chipe libre otorgado por los militares como parte de la represión. A quienes sí les cobra Peña su cercanía y amistad con la autora en cuestión es a los “niños” (así los apodaba Mariana, enternecida y obnubilada por la inteligencia y el talento de esos tres muchachos, más jóvenes que ella), los ya mencionados Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Carlos Iturra. Conveniente a los tiempos que vinieron con la transición a la democracia y el éxito editorial, los dos primeros callaron o minimizaron su nexo con Callejas. Iturra, en cambio, nunca ha ocultado sus filiaciones ideológicas ni su amistad con la escritora.

El ejercicio de leerla no es sencillo; pesan sobre nosotros los hechos de sangre en los cuales participó, la liviandad con la cual ejerció el mal. Germán Marín, editor de Sudamericana, barajó la posibilidad de publicarla y estuvo cerca de convencer al gerente general de la editorial, Arturo Infante. Sopesaron pros y contras. Pese a tener un nivel aceptable, los cuentos de Callejas no ameritaban la tormenta comunicacional y el oprobio que, sin duda, habría tenido su publicación. Relatos correctos, algunos aciertos interesantes, pero no mucho más. Para qué exponerse por tan poco, pensó Marín, a fin de cuentas.

Nos cuenta Juan Cristóbal Peña sobre un breve encuentro con Iturra en un café del centro de Santiago. Furibundo, Carlos defiende la obra de Callejas y le enrostra a Peña que nadie tiene la valentía para valorar el trabajo de su difunta amiga. Ya no desea más comidillo y pide la oportunidad para que los cuentos y novelas de la autora sean reeditados. Le expresa al cronista que ambos están en antípodas políticas, y que no piensa prestarse para ahondar en la vida de ella. Ahí vuelve la pregunta que palpita en toda esta biografía: ¿Por qué tendríamos que juzgar el trabajo narrativo de Callejas con el lente ético de sus crímenes y adscripciones políticas?

Contra ese juicio luchó hasta el final de sus días, con una obsesión incansable. Como anota el autor en una de las páginas iniciales de Letras torcidas, “la dueña de casa, una promesa de las letras chilenas, además de socialité de años sombríos, no se rindió después de que todo eso quedara al descubierto. Por qué habría que rendirse, se preguntaba. Por qué la obra no puede hablar por sí misma, con independencia del creador. Por qué su literatura tenía que ser juzgada por su papel en el terrorismo internacional, papel que, por lo demás, ella relativizaba si es que no desconocía”. ¿Qué la llevaba a buscar con tanta pasión validarse como narradora? Los hechos escritos por Peña dan la idea de una mujer que cree tener vocación de trascendencia. Algo grande la espera. Y esa inmensidad es la literatura.

El ejercicio de leerla no es sencillo; pesan sobre nosotros los hechos de sangre en los cuales participó, la liviandad con la cual ejerció el mal. Germán Marín, editor de Sudamericana, barajó la posibilidad de publicarla y estuvo cerca de convencer al gerente general de la editorial, Arturo Infante. Sopesaron pros y contras. Pese a tener un nivel aceptable, los cuentos de Callejas no ameritaban la tormenta comunicacional y el oprobio que, sin duda, habría tenido su publicación. Relatos correctos, algunos aciertos interesantes, pero no mucho más. Para qué exponerse por tan poco, pensó Marín, a fin de cuentas.

De manera inevitable, todo lo relacionado a la tensión obra-autor me lleva a pensar en algo más. Porque la decisión que tomaríamos con Mariana Callejas es concluyente: al igual que editorial Sudamericana, no estaríamos dispuestos a hacer la vista gorda a la criminalidad de la autora, por cuanto su trabajo no amerita ese riesgo. Pienso, entonces, en la escala ética con la cual se mide a los escritores. Con Carlos Iturra tampoco tenemos problemas. Cuentista discreto, ensayista nimio, nos hace fácil la tarea de desdeñarlo. Pesa más su cruel opinión y actitud a favor de la dictadura y su filiación leal con ella. ¿Qué pasa, entonces, cuando otros autores y otras autoras se permiten expresiones de identificación y solidaridad con dictaduras y criminales, pero de izquierda? ¿No deberíamos expresar nuestro repudio hacia quienes guardan silencio o derechamente apoyan a la dictadura chavista en Venezuela?

Un caso interesante es el de Mauricio Hernández Norambuena, “comandante Ramiro”, exfrentista reorientado, una vez comenzada la transición, hacia toda clase de trabajo delictual en Chile y Latinoamérica. Una cuenta en Instagram realiza activismo y propaganda para exigir su libertad, e incluso organiza conciertos con la participación de importantes músicos. Actores, escritores, dramaturgos y toda clase de artistas, como Mauricio Redolés y Lalo Meneses, comparten sin empacho estas publicaciones, desde la comodidad de las redes sociales. ¿Por qué exigir la libertad de un hombre con un largo prontuario delictual, sentenciado por asesinato, secuestro y terrorismo, entre otros crímenes? Una parte significativa de la izquierda progresista sería la indicada para responder por qué la vara con la cual se mide a la derecha no es la misma.

Nada en esta clase de vicisitudes es comparable, por supuesto. A la hora del horror, del asesinato, del secuestro, de la tortura, del crimen, son demasiados los factores que juegan en la evaluación moral de los individuos que matan y provocan terror. Más aún cuando la asesina sobre la cual versa el volumen en cuestión estuvo amparada por el Estado. Pero matar es matar, y el crimen como oficio no debería tener lecturas ambiguas. Cuánto pesa lo que hiciste, cuánto lo que estás dispuesto a sacrificar para convertirte en lo que deseas ser. Estas son justamente las incómodas interrogantes que abre Letras torcidas. Y no deberíamos hacerle el quite a preguntárnoslas, de todas las formas posibles, hacia donde sea que apunte el dardo.

 


Letras torcidas. Un perfil de Mariana Callejas, Juan Cristóbal Peña, Ediciones UDP, 2024, 278 páginas, $17.900.

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