El poeta y ensayista venezolano Rafael Cadenas (1930), autor de una obra ineludible en la poesía de la lengua castellana, obtuvo el Premio Cervantes de Literatura 2022. Su obra, que va de la exploración de lo sensual a la indagación mística y la reflexión literaria, es descrita en este texto como “una proeza inusual de delicadeza y ferocidad, de ligereza y hondura, una forma de condensación que logra abrirle espacio al misterio y la intuición”.
por Vicente Undurraga I 31 Enero 2023
“Y por su voz el tiempo se adelgazaba hasta la luz”, dice un verso infinito del poeta chileno Eduardo Anguita con el que podría pensarse toda la poesía del venezolano Rafael Cadenas, cuya escritura —cuya altísima voz, cuyo luminoso despojamiento— ha descrito justamente un movimiento de esa índole, el de un adelgazamiento hacia resplandores como de cuchillo.
Una voz cuyo adelgazamiento hace del tiempo, luz. Es mucho más que una sutileza o un encandilante minimalismo de receta. Es una proeza inusual de delicadeza y ferocidad, de levedad y hondura, una forma de condensación que logra abrirle espacio al misterio y la intuición, sin renunciar a la resonancia mundana. Es por ello que Cadenas es todo un Momento de la lengua castellana, emparentado con la poesía mística, estudioso como ha sido de San Juan de la Cruz, y también con la concisión ligera y profunda de la poesía italiana. Cadenas es capaz de maravillas como esta:
Tanteas
como ebrio
en la ruta del extravío
(así se llama
nuestro segundo nacimiento).
Ella nos conduce
fuera del mapa que trazamos.
Lo que vimos con una duda
—descubrimos—
no lo podíamos separar
de nosotros.
También éramos eso.La aventura
nos trajo
este bien: no ser dueños.
De 1958 es Una isla, su primer conjunto de poemas, donde ya mostraba, como algunas grandes figuras artísticas, prácticamente el derrotero entero de lo que sería su poesía. Concisión, imaginación, escritura en segunda persona, apelativa, cercana a la oración, al apunte filosófico a veces, desbordada casi por lo amoroso, atenta a la naturaleza, contenida en elocuencias y suspicaz del propio decir. Luego vendrían sus Cuadernos del destierro, donde el exilio quizás lo forzó a arrojarse a un género —la prosa poética— en el que se mueve endiabladamente bien, pero que de alguna manera resulta lejano a su talante. Un feliz desvío en el que sabrá recaer cada tanto.
Luego siguieron un puñado de libros donde el poema se inclina cada vez más hacia el despojo y la brevedad, lo mismo cada verso: “Florecemos / en un abismo”, dice su poema más corto y ungarettiano. Intemperie, Memorial, Amante y Gestiones son los títulos principales de una obra donde la escritura va quitándose excedentes (“Me sobra lo que no tengo”), para llegar a un decir prístino, certero, aunque nunca transparente u obvio. El misterio crece en la poesía de Cadenas a medida que el poema decrece.
Todos esos títulos fueron recogidos en Obra entera (cuya primera edición es del año 2000), una audaz exploración de lo sensual, la indagación literaria y mística de un hombre que sabe habérselas con su tiempo, sin desentenderse de la derrota que la vida humana siempre conlleva. Posteriormente ha publicado tres libros de poesía, de los cuales uno se destaca ya desde su nombre: Sobre abierto. Un título que, como sus poemas, no cierra lecturas sino que las abre. Publicado en 2012, es un libro cargado de epifanías, de imágenes cotidianas que no desdeñan la buena fortuna y la belleza: “Esta mañana / sobre el pequeño / Volkswagen / dejado en el jardín / reluce / entre gotas de lluvia / una cayena”. Pero ese libro es sobre todo una sostenida meditación, desprovista de todo adorno, sobre la palabra misma y sobre el misterio de ser.
Un poeta así, que escribe “como quien se inclina sobre el cuerpo que ama”, no surge de la nada. Cadenas es hijo y a la vez motor de una poesía en más de un punto incomparable, la venezolana. Situada de alguna manera en las antípodas de la chilena o de la argentina, tan expresivas y a menudo enfáticas, es una poesía que tiene una notoria marca general en su inmensa variedad, que va desde figuras fundacionales como José Antonio Ramos Sucre —que escribió 400 páginas de poesía únicamente en prosa antes de 1930—, por no decir Andrés Bello y su Oda a la agricultura, hasta autores contemporáneos como el incomparable Igor Barreto con sus irrepetibles poemas y caballos.
Si hubiera que indicar esa marca general, esto es, un rasgo común y distintivo en la gran poesía venezolana, con todas las diferencias que la habitan, se podría decir que es uno a las claras: la serenidad. Nunca una levedad o una medianía, mucho menos una pusilanimidad o una blandura o nadería, sino un talante de calma y contención, presente incluso en quienes abrazan poéticas de la agitación, como el surrealismo o el coloquialismo. Juan Sánchez Peláez (1922-2003), para decirlo todo de una vez, fue un inmenso poeta que vivió en Chile, se codeó con el grupo poético La Mandrágora y logró ser, como pocos, un surrealista del desate y la mesura al mismo tiempo. Toda su poesía no alcanza a ocupar 250 páginas. Es, de hecho, con un verso suyo con el que se podría definir el modo o distingo de la poesía venezolana, su temple de ánimo y estilo, como diría un viejo crítico: “Serenos en la inquietud”. Uno lee un poema salvaje de Yolanda Pantin, por ejemplo, que tiene algo de Hemingway reducido, y a pesar de los crudos hechos “narrados”, como la cacería de un ciervo, la serenidad el poema no la pierde nunca:
(…)
Yo alcé el arma que llevaba
y apunté entre los cuernos.Disparé. Y con ello la cabeza
se deshizo en el aireque había respirado.
Donde hubo belleza
quedó el cuerpo tendidosobre la hierba.
(…)
Lo mismo los versos vitales de Antonia Palacios, los acentos fuertes de Miyó Vestrini o las finas precisiones de Hanni Ossott. Incluso en las puertas de la muerte, el poeta José Barroeta pudo escribir un poema sobre el cáncer que no pierde nunca una frialdad estremecedora, no por gritar sino por contener: “En mi pared bronquial / con arquitectura parcialmente alterada / por neoplasia maligna epitelial / las células se disponen en nidos y cestos / fragmentando el sonoro tejido de la noche”.
No hay alteración visible ni estridencias en la poesía venezolana, como si tuviera una base oriental y destino en el silencio, pero por debajo la intensidad de todo lo humano, el caos y el abismo, la violencia y el espanto, el deseo y la angustia están al pie del cañón de cada poema que la integra. Así, por ejemplo, Cadenas roza y fulmina la deriva política y social de su país:
¿Qué hace
aquí colgada
de un fusil
la palabra
amor?
Quizás esa ligereza, esa serenidad a todo evento de Cadenas tenga que ver tanto con la tradición de la que es parte como con una convicción personal y decisiva que dejó apuntada en su libro Realidad y literatura, porque Cadenas es también un ensayista y aforista ejemplar: “El mundo está en un borde. Se necesitan palabras que golpeen, no necesariamente con estridencia. Pueden ser calladas; dejan una herida más profunda”. Eso, esas palabras calladas, esa herida y ese cuidado han sido reconocidos con el premio Cervantes 2022 y es ni más ni menos que una total justicia y una buena excusa para conocer o volver a una poesía que también podría definirse con los versos de otro poeta continental, el brasileño Ferreira Gullar, que de cierta voz dijo que le recordaba a un pájaro, “pero no un pájaro cantando / recuerda un pájaro volando”. Un maravilloso pájaro volando en las alturas de la palabra, Rafael Cadenas.