Señales de ruta de Yanko González

Figura ineludible de la literatura chilena, Yanko González como poeta es autor de libros cardinales (Metales pesados, Alto volta y Objetivo general), pero también es un antropólogo y ensayista que ha entregado los volúmenes Los más ordenaditos y El agua verde del idiota. Erratas: cultura e historia, este último en coautoría con Pedro Araya. Su curiosidad es omnívora y sus conocimientos provienen de distintos saberes. En 2024 puso en circulación Torpedos, donde conjuga literatura y artes visuales: el libro contiene objetos, collages y un conjunto de poemas. A propósito de esta última incursión viene esta entrevista donde se lo puede ver tal cual es: un tipo crítico y amable, que sabe conjugar el humor, la observación del natural, la información y las ideas.

por Matías Rivas I 3 Febrero 2025

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¿Qué provoca la escritura de Torpedos?
Yo creo que el hartazgo con la educación formal y, especialmente, con la burocratización de los procesos educativos en las universidades. Esto me llevó a un cuestionamiento más amplio sobre cómo nos reproducimos culturalmente. Es decir, cómo, quién y qué transmitimos de nuestra cultura; cómo ocurren los procesos de criba, selección y priorización de los capitales culturales que se transmiten y qué fenómenos están involucrados en el proceso. Fui estudiante, fui educador popular a principios de los años 90, y soy académico universitario hace más de 25 años. No fue un misterio para mí que muchos de los mecanismos de reproducción del poder, de clase, género, etnia, incluso en términos territoriales, trabajen conscientemente en los sistemas de educación y, particularmente, en la propia sala de clases.

¿Cómo se vinculan los torpedos a estos procesos de reproducción del poder?
Entendí el torpedo como el cachamal, el bullicio, el desorden en la clase, la apatía, la deserción y tantas otras prácticas perturbadoras que son resistencias tanto al sistema de transmisión cultural como a los contenidos. Quería que el libro metaforizara esa resistencia a través de la fuerza erosiva de estas miniaturas, trenzándolas con la poesía, porque, además, tienen mucho en común. Al igual que los torpedos, los poemas no son la respuesta, pero pueden transformar en absurdas las preguntas. Ahí está su fuerza, creo yo.

Paradójicamente, por el proceso de síntesis y manufactura que implican, pareciera que estos artilugios nos permiten memorizar mucho más eficazmente los contenidos.
Sí, sabemos que cuando uno los hace muchas veces retiene eficazmente la materia, pero, en rigor, cuando nos hemos decidido a hacer torpedos, es porque nos interesan muy poco esos contenidos y no haremos ningún esfuerzo para incorporarlos realmente a nuestros saberes. Es más, intentaremos que se nos vayan de la cabeza cuanto antes, pues algo de malestar subsiste en la obligatoriedad de demostrar que hemos memorizado algo que odiamos memorizar. Pasar la prueba y autorizarse a olvidarlo todo, a borrarlo todo, eso es lo que muchas veces un torpedo alberga. Y ahí entreveo otra conexión con la poesía, porque más que agregar, lo que hace la poesía es restar. No suma sentido común al mundo, sino que lo merma, disminuye los saberes establecidos, dejando en su lugar un forado de incertidumbre.

¿Cuándo empezaste a trabajar en el libro? ¿Cómo fue tu experiencia como autor (el placer, la tensión), qué emociones estuvieron involucradas a la hora de escribir y trabajar en Torpedos?
Comencé en el año 2010 o principios de 2011 e implicó varias decisiones que se fueron intercalando con acciones bastante fatigosas, porque involucraban escribir el poema-torpedo, imaginar cómo esconderlo —y que funcionara en la realidad—, hacerlo manualmente y reproducirlo en serie. Y claro, junto a Ricardo Mendoza, amigo y editor, tuvimos que crear un libro muy difícil de producir. Un volumen que contiene poemas y torpedos reales incrustados en su interior, más todas las imágenes de los poemas-torpedos que hice para esconder los 130 poemas, además de otro libro más pequeño escondido en el volumen mayor, etcétera. Una insensatez que solo se explica por la obcecación.

Uno puede ser un poeta de agua dulce o de agua salada, pero otra cosa muy distinta es ser un poeta de mantequilla. Porque una cosa es un poema malo y otra, un poema ridículo, algo que con Sergio Parra hemos conversado desde hace décadas.

Algo desmedido.
Probablemente. Además, se acompañó de exposiciones de todas las obras visuales en Valdivia y Santiago, una página web sobre el proceso de creación y elaboración hecha por el documentalista Arturo Figueroa, en fin, todo para consumar la idea de poema corpóreo. Y claro, se podría haber eternizado por razones estrictamente literarias, pues quise que junto con estar contenidos en torpedos reales, los poemas estuvieran salpicados por textos que iba recabando en una suerte de etnografía de aula, los que registraba en agendas y cuadernos de campo. Ese material era fundamental, pues esos registros me habían revelado no solo un mundo vaticano, hinchado y muy malogrado, sino también extraordinariamente absurdo, protagonizado por ese trampantojo del librepensador a sueldo que es, en el fondo, el homo academicus.

En ciertos poemas percibo un guiño a los parlamentos delirantes de Raúl Ruiz, que son como textos discursivos.
Para mí Ruiz es uno de los referentes más perspicaces en cuanto a la captura y recreación de la sintaxis y el fraseo de la oralidad, y no solo chilena. Ello se debe a que junto con los sonidos, lograba apresar de manera amplificada los sentidos, hondos, recónditos, de lo hablado. Aunque varios de los poemas discursivos están construidos sobre la base de mis propias observaciones etnográficas, hay tres o cuatro textos que encontraron el tono y el timbre final a partir de una escena de Palomita blanca, la del arrebatado soliloquio del profesor ante sus alumnas, interpretado por el delirante Rodrigo Maturana. Pero hay algo de Ruiz que creo que fue más crucial: la manera lacerante de dibujar al intelectual, o al “creador”, y que se cuela en estos poemas. Eso me ayudó también a contener la gesticulación, que los poemas sospecharan de su poeta. Uno puede ser un poeta de agua dulce o de agua salada, pero otra cosa muy distinta es ser un poeta de mantequilla. Porque una cosa es un poema malo y otra, un poema ridículo, algo que con Sergio Parra hemos conversado desde hace décadas.

En otros poemas retuerces la sintaxis e incorporas palabras de distintos registros. Algunos textos son íntimos y otros reflexivos en torno al lenguaje. En general son más minimalistas que en tus libros anteriores. ¿Cómo describirías la poética de Torpedos?
Es probable en tanto forma, pero creo que prosigue cierto soplo prospectivo en cuanto al poema con gente adentro y al enrarecimiento de la sintaxis, algo que ya está en mis otros libros, siempre domiciliado en la lengua materna, porque en este plano, como Lévi-Strauss, odio el turismo. Odio la poesía turística. En eso la antropología siempre me ha echado una mano, pues me ha obligado a otorgarle a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido, a enfrentar la realidad con los ojos cerrados, como decía la argentina Sara Hebe.

Al lector hay que envenenarlo. La cantidad y la cualidad de la pócima es fundamental para dejarlo vivo, y un lector que relee es la mitad del poema. Eso implica no solo huir de los adjetivos engordados, la voz aflautada y las fórmulas reiteradas, sino evitar ser un latifundista de la estrofa y pensar un poco más con los dedos. Tal vez por eso cuando mis amigos me veían durante estos 14 años con la cabeza gacha haciendo el libro, yo les decía que ya no escribía, tallaba, y algo hay de eso en la poética de Torpedos.

Pero eso no te lleva necesariamente a la reflexividad o a la economía del lenguaje.
Detrás de la forma abreviada y reflexiva hay algo que tiene que ver con mi convencimiento, de un tiempo a esta parte, de que al lector hay que envenenarlo. La cantidad y la cualidad de la pócima es fundamental para dejarlo vivo, y un lector que relee es la mitad del poema. Eso implica no solo huir de los adjetivos engordados, la voz aflautada y las fórmulas reiteradas, sino evitar ser un latifundista de la estrofa y pensar un poco más con los dedos. Tal vez por eso cuando mis amigos me veían durante estos 14 años con la cabeza gacha haciendo el libro, yo les decía que ya no escribía, tallaba, y algo hay de eso en la poética de Torpedos.

¿Qué referentes tuviste contemplados a la hora de realizar un libro que tiene una parte visual fundamental? ¿Juan Luis Martínez tuvo alguna presencia en tu imaginario?
Es casi imposible haber escrito un libro como Torpedos y no pensar en Martínez o en Deisler, y más allá y más atrás Maples Arce, Oquendo de Amat o Marinetti, y más adelante Edward Ruscha o Johanna Drucker y cientos, es decir, creo que es inadmisible escribir y fabricar un libro como este sin una conciencia atenta de lo que ya había sido desbrozado, pues a uno le evita el ridículo de ser majadero. Parte de lo que incorporé de esta extensa tradición es que tanto la visualidad como la objetualidad son la honradez de la poesía, son los que te recuerdan que la poesía es una mentira sincera.

¿Pero hay algún libro en particular que vinculas a Torpedos?
En términos específicos, más que con Martínez, el libro tuvo dentro de la constelación chilena a Ferreterías del cielo, de Arturo Alcayaga, como un punto más lumínico, debido a una razón que quizás no es tan evidente, como es el pie forzado de cierta materialidad para elaborar el poema textual, visual o tridimensional. En el caso de Alcayaga, fueron los escombros tipográficos de una imprenta carcelaria con los cuales tuvo que escribir y “dibujar” su libro, constricciones que Alcayaga profundiza para obtener la homología necesaria entre continente y contenido. En mi caso, la sujeción tenía relación con la literalidad del torpedo, como ingenio y materia, y aunque se exacerba el esfuerzo físico, corporal, en la construcción y reproducción diminuta de objetos y textos, el fenómeno es el mismo y coinciden ciertos resultados, como el aroma a juego, anomalía visual o sorpresa. Pero más allá, como decía, ambos libros cumplen el requisito de Nietzsche, aquello de que la poesía es bailar en cadenas.

No está entre mis fetiches la originalidad, más bien le tengo ojeriza, porque le ha hecho mucho mal a la poesía chilena. Escribir para borrar al otro, no para homenajear su existencia. La visualidad, la objetualidad, la performatividad material de Torpedos no es una finalidad, es una sinceridad. Los poemas necesitaban ese soporte y tratamiento. O sea, rompemos una lanza por Pound y sus covers de la poesía grecolatina, porque nos enseñó que la genialidad no está en la originalidad, sino en la variación.

No crees que hay cierta fijación por la originalidad en la poesía chilena, por apartarse del rebaño a como dé lugar. ¿No crees que esa pulsión pudiese empañar los méritos de Torpedos?
Es probable. Aunque lo que inquieta de esa tesis es una hipótesis derivada, de que la poesía chilena siempre ha bailado más al sonido del eco que del tambor y cualquier gesto de singularización no es más que remedo.

Es que hace más de un siglo que ser original ya no es original.
Por cierto. Tal vez soy de la misma ganadería de la poesía chilena encaprichada con la originalidad y lo único que me cabe decir después de cada libro es “valga la rebusnancia”, pero la verdad, no está entre mis fetiches la originalidad, más bien le tengo ojeriza, porque le ha hecho mucho mal a la poesía chilena. Escribir para borrar al otro, no para homenajear su existencia. La visualidad, la objetualidad, la performatividad material de Torpedos no es una finalidad, es una sinceridad. Los poemas necesitaban ese soporte y tratamiento. O sea, rompemos una lanza por Pound y sus covers de la poesía grecolatina, porque nos enseñó que la genialidad no está en la originalidad, sino en la variación.

¿Cómo fue guardar silencio poético por años?
No tenía nada que decir o no tenía nada que mostrar, al menos como yo lo quería mostrar, eso es todo. Lo que pasa es que la logorrea dejó de ser un defecto y se ha convertido en virtud. Si esto lo combinas con la economía de la atención, la hiperinflación del yo, el griterío de la industria editorial y las nuevas tecnologías, el resultado es ensordecedor y muchas veces desoladoramente vacío. Imagínate en España, la proliferación de poetas lowcost aupado por la editorial Espasa y varios miles de euros. Hay algo de eso, pero con mucho menos dinero, que comienza a asomarse en Latinoamérica. Una velocidad y un exceso que castiga a la literatura con cualquier presente. Digo, escriben para no andar dando gritos en la calle. No sé, yo creo que no hay que dejarse pastorear por las palabras. El gesto analógico de Torpedos, la demora, la manualidad alargada y cansina que hay en el libro se opone, más que en cualquiera de mis otros libros, a la logorrea, es decir, a escribir como se mea.

 

Fotografía de portada: Jhon Uberuaga.

 


Torpedos, Yanko González Cangas, Kultrún, 2024, 928 páginas, $100.000 (versión libro-objeto); 140 páginas, $20.000 (versión libro de poemas).

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