La autora de Malasangre celebra ese laberinto poblado de monstruos que es El obsceno pájaro de la noche, y una de las señales más claras de su vitalidad es cómo esos personajes, auténticas “rémoras humanas”, hoy pueblan las ficciones de Mariana Enriquez, Guadalupe Nettel, María Fernanda Ampuero o su propia obra. Pero advierte que hay una diferencia crucial, “el sentido moral” de la novela de Donoso, porque allí el encierro de Boy entre freaks no es un castigo, sino una forma de evitar el sufrimiento. Se puede invertir el mundo —dice la narradora venezolana en este ensayo— para atenuar el dolor.
por Michelle Roche Rodríguez I 2 Octubre 2024
Pocas mansiones en la ficción hispanoamericana ofrecen imágenes tan escabrosas como La Rinconada en El obsceno pájaro de la noche (1970), cuando don Jerónimo de Azcoitía decide reducirla a “una cáscara hueca y sellada” en donde aprisiona a Boy, su pequeño hijo monstruoso, para que nada le cree “la añoranza por lo que jamás iba a conocer”. Los árboles fueron talados, los patios cerrados y las murallas se rodearon con laberintos inexpugnables. Incluso las estatuas se diseñaron para un mundo con los cánones estéticos invertidos: Apolo tiene joraba; Venus, viruela, y la Diana Cazadora, una mandíbula acromegálica. También son contrahechos los criados que sirven a quien heredará una de las mayores fortunas chilenas de principios del siglo XX. El secretario de don Jerónimo los ha sacado de prostíbulos, ferias y circos de barrios pobres. La imagen remite al freak show, tan de moda en América y Europa durante la época en que está ambientada la novela de José Donoso.
Pero los temas de El obsceno pájaro de la noche no se reducen al espectáculo de fenómenos. Su argumento rocambolesco es más desmesurado porque, en realidad, se trata de dos. El ambiente del primero es La Rinconada. Allí se refiere la historia de don Jerónimo y su hijo, a través de la cadena de situaciones más o menos absurdas en que participan la familia y sus empleados. El otro argumento transcurre en un lugar conocido como La Casa, un antiguo convento fundado por un antepasado de los Azcoitía para esconder a una hija sobre la que pesaban acusaciones de brujería. Un rasgo que permite interpretar a este lugar como el revés de La Rinconada es la descripción de su interior laberíntico, donde sobreviven en condiciones miserables tres monjas, un puñado de huérfanas y un grupo de ancianas que trabajaron como criadas. “Mientras esperan, las viejas barren un poco como lo han hecho toda la vida, o zurcen o lavan, (…) un día igual a otro, una mañana repitiendo la anterior, una tarde remedando la de siempre, tomando el sol sentadas en la cuneta de un claustro, espantando las moscas que se ceban en sus babas, en sus granos, los codos clavados en las rodillas y la cara cubierta con las manos, cansadas de esperar el momento que ninguna cree que espera”, dice el Mudito, que es como conocen en la casa al secretario de don Jerónimo, Humberto Peñaloza.
Peñaloza se desempeña en La Casa como personal de mantenimiento después de huir de los Azcoitía y pasar un tiempo viviendo como indigente. El binomio Peñaloza/Mudito es el eje que conecta ambos argumentos. A lo largo de las casi 650 páginas de la novela, su voz narra en segunda persona o en tercera, desde donde alcanza las múltiples perspectivas, incluso la omnisciencia. Semejante prodigio verbal ha mantenido a los críticos ocupados la media centena de años que tiene publicada la obra. El objetivo de esta, más que plantear una tesis es mostrar cómo los seres nos perdemos en la fragmentación de nuestras personalidades y sus enmascaramientos. “Hay tan pocas máscaras —dice el Mudito—. No entiendo, Madre Benita, cómo usted puede seguir creyendo en un Dios tan mezquino que fabricó tan pocas máscaras, somos tantos los que nos quedamos recogiendo de aquí y de allá cualquier desperdicio con que disfrazarnos para tener la sensación de que somos alguien”.
Es posible leer la novela como el relato de un extenso brote psicótico. Donoso contaba en entrevistas que resolvió la estructura después de que tuvo uno a causa de una alergia a la morfina que le suministraron para una operación de la úlcera. Dos semanas pasó delirando, con manía persecutoria, para emerger del infierno curado de la úlcera y con una solución al problema que lo había obsesionado durante ocho años: El obsceno pájaro de la noche. El resultado fue una narración fantasmagórica de una realidad vista a través de la perspectiva esquizofrénica de la conciencia aterrorizada del protagonista, cuyo personaje se construye como una sucesión fluida de seres en el constante proceso de determinar su verdadera personalidad. Dentro de La Casa, Peñaloza es el Mudito y es también (o se siente como) una de las viejas o uno de los hombres que tiene relaciones sexuales con la huérfana Iris Mateluna (mientras usan la máscara del Gigante). Afuera es mendigo, escritor, mano derecha de don Azcoitía y, alguna vez, Azcoitía mismo.
En el texto titulado “Claves de un delirio”, que cuenta la prolongada gestación de la novela y acompaña sus reediciones desde los 90, Donoso se refiere a los seres marginales que con frecuencia pueblan sus obras como las “rémoras humanas” del Chile de su infancia: personajes oscuros asociados a clase alta en decadencia. Como la familia Ábalos de su primera novela, Coronación (1957), los Azcoitía y el pesadillesco mundo que los rodea remite a una bien definida élite —“rica o no rica”, escribe— que regía autoritariamente los destinos del país. Reconoce el autor que la leyenda familiar —pues él mismo está emparentado, “sin pertenecer cabalmente”, a ese linaje— es el tercer núcleo originario del argumento, junto a los de La Casa y La Rinconada. La escritura de El obsceno pájaro de la noche supuso la “monstrificación” de las cosas que había vivido de niño, según sus propias declaraciones a periodistas. Los mitos familiares y sus personajes, mezclados con la historia y el folclore nacional, pasaron por el espejo deformante de su imaginación para configurar cuidadosamente los habitantes de esta ficción desmesurada.
La idea de la clase alta como dictadora encuentra hoy un eco interesante en Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enriquez, donde miembros de las familias más ricas de Argentina forman la Orden, una sociedad secreta cuyo objetivo es encontrar la vida eterna y consolidar su hegemonía para siempre. “La Oscuridad había dictado cómo perpetuar la conciencia: debíamos trasladarla de un cuerpo a otro. Transmigrar, dirían en otras tradiciones. Yo lo llamaba ocupar porque de eso se trataba: de robar un cuerpo”, escribe Enriquez refiriéndose a los espantosos rituales de la Orden.
El proceso de monstrificación practicado por Donoso —que hoy se asocia a la autora bonaerense— separa su novela del realismo mágico al estilo de Cien años de soledad (1967). Si la poética de Gabriel García Márquez va de lo íntimo a lo general, para señalar los desafíos de pueblos hasta ayer atados a la tierra y rápidamente convertidos en sociedades urbanas, el autor chileno hace el viaje inverso: de lo plural a lo singular. Lo psíquico se impone al ambiente transmutando las fantasías en imágenes pavorosas. Esto convierte a La Casa y La Rinconada en filtros sórdidos de los estímulos externos. Vistas desde adentro de esos hogares donde se enquistan obsesiones y taras, aquellas clases hegemónicas se perciben como esperpénticas almas en pena. Faltos de densidad, esos fantasmas entran cómodamente en el espacio que separa a Donoso del fabulador de Macondo.
La palabra “sórdido” se vincula a sugerentes adjetivos, como impuro, indecente o mísero. Todos esos términos afines se aplican a los personajes en El obsceno pájaro de la noche, incluso la misma noción de seres que mutan los hace sórdidos. Rémoras humanas con derecho propio, ricos o no ricos, los fenómenos mutantes de Donoso volaron hasta novelas como El huésped (2006) y La hija única (2020), de Guadalupe Nettel, y los cuentos de Pelea de gallos y Sacrificios humanos (2021), de María Fernanda Ampuero. También es una freak donosiana la protagonista de mi Malasangre (2020), pero antes me gustaría reconocer que la razón por la cual hablo solo de obras escritas por mujeres es personal y, por ende, arbitraria.
Estudio las ficciones de mis contemporáneas porque su indagación en lo impuro, mutante e indecente de la condición femenina me ayuda a establecer un diálogo con mis obras. La protagonista de mi novela es un resultado de ese interés. Diana es una adolescente que al buscar la libertad en la conservadora sociedad venezolana de hace un siglo, se ve obligada a sacar provecho de una enfermedad: la hematofagia, una variante del vampirismo que sirve de metáfora a la decadente sociedad venezolana atada al extractivismo petrolero. “Sin marido, familia ni religión, no existía como mujer; renacía en ese momento como monstruo”, piensa Diana, cuando lo ha perdido todo, después de plantearse que quizá esté muerta: “Era una vampira de hecho y derecho: disfrutaba de la sangre con toda la lujuria del sexo. La perversidad fue la simple anulación de la vergüenza”.
El huésped, de Nettel, es la inquietante narración de una conquista. Desde niña, la protagonista se siente habitada por La Cosa, que va haciéndose con su cuerpo desde adentro a medida que va creciendo: “Sabía que nada le resultaba tan hiriente como la luz y que, si alguna vez llegaba a dominarme, me condenaría a la oscuridad más absoluta”. Ella es y no es aquello que la habita. La situación hace pensar en el desdoblamiento de Peñaloza cuando tiene relaciones sexuales con Inés de Azcoitía. “Intenté besarla pero ella me hurtó su boca (…) mantuvo mis labios lejos de su cara como si fueran labios inmundos. A pesar de todo yo no era Jerónimo. Solo mi sexo enorme era Jerónimo”, escribe acerca del momento en que engendraron a Boy. Que el resultado de este accidentado encuentro sea un hijo freak remite a otra novela de Nettel, en donde una niña que estaba destinada a morir a los pocos días de nacer por una malformación congénita sobrevive, convirtiéndose en un problema aún mayor para su madre. “Tenía que enfrentar otra gran amenaza: la de que viviera muchos años y se viera obligada a ocuparse de ella, no como quien se ocupa de un niño sino como quien se ocupa de un enfermo terminal al que hay que alimentar, cambiarle los pañales, administrar medicamentos”, se lee en La hija única.
Los relatos de María Fernanda Ampuero atraviesan la doble condición de la monstruosidad: la física y la espiritual. Al veterano de Vietnam, el teniente Mitchell Ward (padre de un personaje en el cuento “Nam”, de Pelea de gallos), lo describe como “una cosa informe, aterradora” que ataca a la protagonista: “Su rostro, dientes amarillos y rabiosos, está pegado al mío”. .Cómo no pensar en Boy? Donoso lo describe como un “repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba”, un “rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos”.
Un monstruo de otro tipo es el esposo maltratador en Sacrificios humanos. “Su cara de gringo hermoso se ha convertido en una cara trastornada de ojos verdes, una cara que si se te apareciera en un callejón te paralizaría de terror —piensa Lorena en el cuento que lleva su nombre—. El callejón es mi cocina y el atacante lleva un anillo con mi nombre grabado en él”.
Las ficciones citadas aquí son solo algunos de los caminos pavimentados por los freaks de El obsceno pájaro de la noche. Pero no son los únicos, por supuesto. Tampoco creo que Enriquez, Nettel o Ampuero deban explicitar la influencia de Donoso. Yo misma volví a su novela después de terminada Malasangre y la releí interesada en comprender el brote psicótico de Peñaloza desde la experiencia del lenguaje en el contexto de la novela que escribo ahora. Creo que solo las autoras chilenas contemporáneas podrían vincularse con propiedad a Donoso porque, consciente o inconscientemente, han bebido de su literatura, como seguro hizo Nettel de Carlos Fuentes o yo de Arturo Uslar Pietri. Los cuentos en Avidez (2023), de Lina Meruane, presentan un universo digno de “La Encantada”, donde las obsesiones de la autora con los cuerpos enfermos y las sórdidas dinámicas familiares encuentran personajes como gemelas y trillizas que bailan o unas niñas unidas por “un pie plano, el hueso de una cadera, un antiguo accidente”.
Existe, sin embargo, una diferencia crucial que nos separa a todas de El obsceno pájaro de la noche: el sentido moral de esa novela. Porque Don Jerónimo no encierra a Boy entre freaks como castigo, sino para evitarle el sufrimiento de comparar su monstruosidad con los demás. La medida de su amor paterno es la inversión del mundo que nos recuerda que la estética es una convención humana como cualquier otra y, por ende, se puede cambiar para evitar dolor. “Una cosa es la fealdad —escribe Donoso—. Pero otra cosa muy distinta, como un alcance semejante pero invertido al alcance de la belleza, es la monstruosidad, por lo tanto, merecía prerrogativas también semejantes”.
Cuando nosotras soltamos a médiums, vampiras, contrahechos y hombres abusivos, entre otros monstruos, lo hacemos con la convicción de que el mal es algo más que una parte del engranaje de nuestras sociedades: es un mecanismo de sujeción más o menos sutil que perpetúa la hegemonía. Los freaks de Donoso se reconocen a simple vista, los nuestros llevarán para siempre máscaras.