El escritor inglés radicado en Los Angeles, autor de Zona (2013) y Pero hermoso (2014), se lanza en una de sus famosas digresiones a hablar, con ironía y humor, sobre la hipocondría del contagio, el negocio de la salud y otras lecciones que entrega la pandemia. “El COVID-19 ha dejado una cosa muy clara —dice Dyer—: como especie, nos lo merecemos”.
por Geoff Dyer I 28 Julio 2020
Cuando el coronavirus empezó a entrar en nuestras vidas, pero antes de que las definiera por completo, los correos electrónicos de todo el mundo incluían la alegre frase “¡Tiempos locos!”. Los mensajes de amigos aquí en Los Angeles solían favorecer algo de origen local, cortesía de Jim Morrison y The Doors: “Strange Days”.
Días extraños, en efecto, mientras esperábamos el resultado del test de mi esposa, con la esperanza de que fuera positivo. ¿Hay acaso otra enfermedad para la que se espere tanto un resultado positivo? Incapaz de hacer otra cosa que no fuera estar en la cama, mi mujer experimentó síntomas severos según cualquier estándar habitual, aunque amparados por la nueva y mejorada métrica de enfermedad introducida por el virus. Nos hicimos el test una semana después de que se enfermara. Parte de esa semana la habíamos pasado armando nuestra propia forma especulativa y altamente ineficaz de rastreo de contactos, tratando de averiguar cómo y de quién podría haber contraído el virus. A medida que el tiempo pasaba y su estado no empeoraba de manera significativa, nos volvimos más y más optimistas acerca de un resultado positivo. Hasta que cayó enferma de repente, tarde un viernes por la noche, habíamos dormido acurrucados como de costumbre, así que era de suponer que yo había estado expuesto. En un giro clásico de la trama, también existía la posibilidad de un crimen interno. ¿Se había contagiado el virus de la misma persona que la estaba ayudando en la investigación, es decir, yo? El lunes antes de que se enfermara, habíamos cancelado una comida con los vecinos porque yo tenía un dolor de cabeza raro y estaba seguro de que me iba a despertar por la mañana con una coronitis total. Al día siguiente me sentí bien, pero ahora nos preguntábamos si ese leve latido, que probablemente no era nada, podría haber sido el virus colándose en nuestra puerta.
Todo esto, por supuesto, es la suerte con la que todos sueñan: un caso asintomático (el de él) o uno “leve” (el de ella). Véamoslo al revés. Hazte la prueba de anticuerpos y vuelve con un certificado de buena salud a lo que queda de este mundo. Por eso fue una mierda cuando el resultado dio negativo. Volvimos al punto de partida (o, si tal cosa fuera posible, al pre-punto de partida). Mi esposa seguía enferma, así que mantuvimos una política de cuarentena mutua en un departamento donde es casi imposible cualquier tipo de separación. Y mientras creía que estaba más allá del punto en el que me podía enfermar, ahora estaba de vuelta, a tiempo completo, en el reino del terror diario. No por primera vez durante el brote, y casi seguro que no por última, parecía que estábamos viviendo esos versos de John Ashbery: “La crisis acaba de pasar. / Uh oh, aquí viene de nuevo, / buscando a alguien a quien culpar, tú, yo… ”.
No es de extrañar que no hayamos creído en el resultado. Habíamos oído hablar de los falsos negativos, habíamos leído que las pruebas orales del tipo que ella se había auto-administrado eran menos fiables que aquellas en las que alguien más te mete un hisopo por la nariz, a medio camino del cerebro. Así que nos convencimos de que sí tenía el bicho. Parte de la explicación de esto, después de unos 19 días, era que esa posibilidad era preferible a que estuviera enferma de otra cosa. Nos habíamos reído a costa de un amigo que había sido tan estúpido como para cortarse el dedo mientras podaba los arbustos en su jardín en Oakland y tuvo que hacerse coser la herida. ¡Terminar en urgencias justo en estos momentos! Mi esposa habló con un médico que confirmó la posibilidad de que la prueba no fuera concluyente. Luego hablé con un amigo cuyos síntomas coincidían exactamente con los de ella (en un sentido aproximado), pero que había dado positivo. Eso lo confirmó. Ahora teníamos pruebas que corroboraban que el resultado era erróneo. Y luego, muy lentamente, empezó a mejorar. Mientras tanto, los falsos negativos estaban en proceso de ser reemplazados por los falsos positivos. El encierro, por ejemplo, significaba que había más tiempo para leer. Excepto que en realidad hay menos tiempo para leer que nunca, en parte porque uno pasa gran parte del día monitoreando las noticias (a pesar de los continuos intentos por reducir el hábito) y lidiando con el cada vez más cansador flujo de videos divertidos de YouTube, muchos protagonizados por perros, la mayoría de los que ahora borro sin ver. Sin embargo, al menos estoy en una edad en la que mi deseo más profundo es no salir todas las noches a socializar, a festejar, a dar vueltas, a tomar alcohol. No he tomado desde el 18 de marzo, el período más largo en el que no he bebido desde que cumplí 17, hace 45 años atrás, cuando decidí dedicar el resto de mi vida a tomar cerveza. Quedarme en la casa, en ese entonces, al final de mi adolescencia y en mis 20 y 30 años, y si somos honestos, en mis 40 y gran parte de mis 50, era nada menos que una tortura, en parte por lo que me podía haber estado perdiendo. La gente joven puede al menos encontrar consuelo en el hecho de que no se están perdiendo de nada. Considerado en su conjunto, este montón de datos contradictorios se suma a lo que podría llamarse un negativo positivo.
Ahora mismo, me contento con aventurarme en mi bicicleta durante una tarde: echar un vistazo, como cantaba El Rey Lagarto (el apodo de Jim Morrison, N. de la T.), ver en qué dirección sopla el viento. En cuanto al comercio, el viento no está soplando en absoluto. “Un viento suave sopla en la nueva dirección del Tiempo”, escribió D. H. Lawrence en “Canción de un hombre que ha sobrevivido”. Es hora de cerrar, como se dice en los pubs ingleses, el tiempo se acabó para las sobrevaloradas tiendas de ropa y lentes de sol del boulevard Abbot Kinney. Incluso MedMen (una empresa dedicada a la venta de marihuana, N. de la T.) no tiene su fila habitual de clientes haciendo cola como si fuera un club nocturno diurno. ¡Pero está abierto! Qué californiano: una tienda que vende marihuana es considerada un servicio esencial, aunque no me sorprende que el negocio vaya lento. Dada la bien documentada tendencia de la droga a inducir paranoia, se necesitarían nervios de acero para drogarse ahora.
Vaya, pero se siente tan bien estar afuera y aunque sea un poco, que estoy convencido de que si logramos, como Lawrence, sobrevivir a esto sin una enfermedad grave, sin la pérdida de seres queridos o sin una deuda desastrosa, recordaremos estos “tiempos oscuros” (que es en lo que inevitablemente se convirtieron esos “tiempos locos”) como el período más extraordinario para estar vivos. Esto es particularmente cierto para los trabajadores de la salud, que lo recordarán como su mejor momento, cuando su trabajo fue más profundamente apreciado. Esa frase de “el mejor momento” fue un accidente no accidental, ya que a menudo me encuentro pensando, cariñosamente, en Inglaterra y su Servicio Nacional de Salud. Ahora, por supuesto, siento mucha admiración por los trabajadores de la salud que aquí en Estados Unidos se dedican a salvar vidas y a cuidar a los enfermos, pero soy consciente de que están operando dentro de un sistema en el que el paciente, como Martin Amis lo expresó de manera sucinta, le “están cobrando por cada Kleenex”.
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, tenía razón al denunciar las guerras de ofertas que han tenido lugar entre los estados por los ventiladores y los equipos de protección personal, pero dentro de los límites morales de un sistema de atención de salud con fines de lucro, no es de extrañar que las partes relacionadas de la economía sigan funcionando según los principios sagrados del mercado. Por eso los británicos invertimos tanto orgullo y emoción en nuestro deteriorado sistema de salud (más emoción que dinero, podría agregarse). Nuestro agradecimiento es la otra cara de la aceptación tácita de que el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido está en condiciones críticas, con el tiempo contado y con soporte vital. Esperamos que sus pacientes se recuperen y esperamos que él también lo haga. La cuestión es si nuestra actual gratitud puede convertirse en una voluntad de asegurar su recuperación y una futura salud robusta a través de una mayor inversión, incluso cuando el empobrecido depósito fiscal del Reino Unido se reduzca al tamaño de un pozo de agua del Serengueti en medio de una sequía sin precedentes. Este fue el mensaje de esperanza de la Pascua británica: que el primer ministro tory educado en Eton, Boris Johnson, saldría de su tumba en Cuidados Intensivos reencarnado en un converso al corbynismo. Es poco probable que eso ocurra, pero el COVID-19 ha dejado una cosa muy clara: como especie, nos lo merecemos. En la era del Antropoceno, cuando a través de una combinación de cambio climático, consumo imprudente y reproducción masiva hemos estado ocupados eliminando a otras especies a un ritmo sin precedentes, no es de extrañar que tengamos un vistazo de cómo sería que nuestros hábitats se redujeran a las cuatro paredes de nuestros nidos amenazados; una premonición de lo que podría ser eliminarnos a nosotros mismos.
Este artículo fue publicado originalmente en The New Yorker, el 30 de abril de 2020. Se reproduce con autorización de su autor. Traducción de Virginia Moreno.
por Constanza Michelson