Una de las consecuencias del encierro de la cuarentena fue el aplanamiento de la experiencia: trabajo, amistad, comercio, aprendizaje y ocio se desarrollaban sin mucha diferencia a través de la web, en forma virtual. ¿Qué ocurre en este escenario con el amor, una forma de relación que, al ver restringido el contacto con los otros, al perder el vínculo con lo inesperado, reduce de manera radical la noción de porvenir? Tal vez el aburrimiento se produce justamente cuando no se le abre la puerta a lo desconocido, es decir, cuando el presente se vuelve un continuo en el que estamos encerrados en nosotros mismos. Solo con otras y con otros —escribe el autor de este ensayo— se abre la posibilidad de imaginar un futuro juntos.
por Luis Felipe Alarcón I 25 Noviembre 2021
En la filosofía se produce a veces un fenómeno extraño: hay argumentos difíciles de explicar, pero fáciles de entender. El de Emmanuel Levinas sobre el tiempo es uno de ellos. Apenas había terminado la Segunda Guerra Mundial cuando lo expuso, primero frente a un público reducido, luego en un libro que ha alcanzado cierta fama entre especialistas: El tiempo y el otro. El título mismo podría ya interpelarnos, pues son dos cosas que últimamente se han trastocado: la experiencia del tiempo y la experiencia de los otros. De manera resumida puede enunciarse así: el tiempo no es cosa que pueda experimentar un sujeto aislado, sino la relación misma que entablamos con otros. Dicho de otra forma, no hay tiempo sin los otros. Correlativamente, si nos aislamos lo perdemos. Levinas se esfuerza en aclarar que no se trata de que nuestra idea del tiempo sea, como se dice tan seguido y de tantas cosas, un hecho social. Es el tiempo mismo, no su idea, la que depende de los otros.
Lo que se relata es un hecho simple: yo nunca soy el otro, todo se puede intercambiar (las cosas, las ideas, incluso las situaciones), salvo el hecho de que yo soy yo. Esta repetición es la base de nuestra identidad. El caso radical es la muerte, pues por mucho que ame a alguien, que esté dispuesto a sacrificarme por esa persona, no puedo morir en su lugar. Es la violencia que hemos vivido estos meses: son otros, no yo, los que mueren. Nadie puede decir “estoy muerto”.
Hay muchas cosas, cada vez más, que hoy podemos intercambiar, pero la muerte es un punto al que todavía no llegamos y al que es preferible no llegar. Algo parecido sucede con el dolor. Podemos acompañarlo, sufrir nosotros mismos ante el sufrimiento de otros, pero no podemos sentir su dolor. Eso es lo que Levinas llama “soledad radical”.
¿Cómo se rompe, cómo se sale de esa situación? Para el filósofo, que venía recién saliendo de una guerra en la que fue prisionero de los alemanes, esto solo es posible abriéndose a eso que no soy yo, es decir, a los otros. Sin ellos, vivo encerrado en mí, vivo un presente continuo que no hace más que repetirse. Tal vez eso sea el aburrimiento. Hay que dejar venir lo inesperado, lo desconocido, para que se abra para mí un porvenir.
Esto puede decirse en términos todavía más simples: si todo lo que me pasa lo puedo absorber, si soy yo el centro de todo lo que pasa, entonces no salgo nunca de mí, de un presente en el que nada externo viene a perturbar mis planes, mi perfecta armonía. Ciertamente, la enfermedad y la muerte vienen a perturbar esa armonía, son una manera de enfrentarse a lo desconocido, lo incalculable. De ahí el miedo que provocan. Pero siguen siendo experiencias solitarias, lo hemos dicho. Si hay quienes pueden llorar mi muerte, morir un poco conmigo o empatizar con mi dolor, sufrir por mí incluso, sigo siendo yo el que muere, sigo siendo yo el que sufre.
Las posibilidades que abre el contacto con los otros, en cambio, me hacen salir de mí, pues ya no es algo que viva aisladamente. Hay ejemplos: el amor, la política, la amistad son cosas que nunca se viven solos. Dependen de otros cuerpos, otras voces, otros tonos, de lo inesperado que allí encontramos. Ahí, no antes, empezaría realmente el tiempo, esa posibilidad de que algo nuevo suceda y no la simple repetición de lo ya vivido.
Lo habíamos anunciado: son cosas difíciles de explicar, pero simples de entender.
Podemos decirlo todavía de otra forma: el tiempo no es una sucesión de momentos más o menos iguales, es lo que separa y permite distinguir un momento del otro. Es por eso que, para que se produzca, se necesita que irrumpa lo inesperado, lo incalculable, lo que no podemos predecir. Y eso son, en principio, los otros.
Muertes, enfermedades, dolor: algo que no nos ha faltado este último tiempo. ¿Pero el tiempo, la relación con los otros, qué hay de eso?
A veces tenemos la sensación de que el tiempo pasa demasiado rápido y, a su vez, demasiado lento. Despierto, hago dos o tres cosas y ya es de noche. Pasan rápido los días en cuarentena. Las semanas, sin embargo, pasan lento. Pienso que es jueves cuando en realidad es martes. Los meses, por su lado, nos sorprenden: en un abrir y cerrar de ojos ya es mayo… agosto.
¿Y si Levinas tiene razón y es el contacto con otros, con lo imprevisible que hay en ellos, lo que conforma el tiempo?
Es cierto, aun en cuarentena podemos ver a familiares, amigas, amigos, parejas e incluso a desconocidos. Pero hay que calcularlo, hay que tener un permiso, saber qué calles frecuentar y cuáles evitar ante la posibilidad de un control policial. Hay que calcular también las posibilidades de contagio. Es lo correcto, pero eso no quiere decir que haciéndolo no se pierda algo. Para ser precisos: lo que se pierde es el tiempo. Nuestra desorientación actual puede deberse a eso. Sin otros, sin contacto con lo inesperado, no hay tiempo, o al menos no porvenir.
Hay un tipo de relación en que esto se vuelve todavía más evidente: el amor. No por nada ha sido para toda la historia del pensamiento una de las grandes figuras de la relación. Es solo con otras y con otros que esa posibilidad se abre, que podemos imaginar un porvenir que tal vez nunca llegue a concretarse, pero no por ello deja de estar allí. Esa necesidad de dejar venir la sorpresa, lo desconocido, lo que nos saca de nosotros mismos existe también en la pareja, por estable que sea. Podemos pensar, por ejemplo, que el desamor no está ligado a la incomprensión sino al aburrimiento, a la repetición eterna de un presente. “Hacemos siempre lo mismo”, es lo que piensa, pero no siempre dice, el desenamorado. “Ya no siento nada por ti”, puede querer decir “ya no siento nada nuevo contigo”. Lo que sucede en esos casos, en realidad, es que no se ve un porvenir. Se pueden hacer planes, puede proyectarse un futuro, pero si todo está cerrado, si todo es calculable, entonces en realidad solo hay un presente repetido, perfecta continuidad entre los instantes. Puede existir el sentimiento, algo que en cierto sentido me pertenece, pero no relación, eso que siempre escapa al control. Si el tiempo entonces depende de los otros, si en el amor esto se vuelve más claro, debemos preguntar qué pasa cuando el contacto con lo inesperado ha desaparecido. Y eso incluso, insistimos, en la más estable de las parejas.
La filosofía, de todos modos, nunca tiene la última palabra. Hay en un libro reciente algo que tal vez lleve a entender mejor lo que Emmanuel Levinas pareció intuir en los años 40 sobre las relaciones en general, pero que nosotros aplicamos al amor. En Días festivos, novela de Carolina Soto Riveros, hay una discusión de pareja. Marcelo dice “Sí, no te puedo mentir, ya no siento lo mismo. No sé qué me pasa, creo que soy así, necesito mi libertad, el vértigo de la incertidumbre, poder persistir en cualquier idea que se me ocurra”. Una página más tarde, ya no al calor de la discusión, la protagonista se pregunta “¿Qué es ‘ya no sentir lo mismo’? ¿Quién siente lo mismo siempre?”. Puede que se confronten aquí dos ideas. Querer separarse para volver a sentir el vértigo de la incertidumbre es una etapa por la que mucha gente pasa. Es normal, se dice. Estar en pareja implica una cierta ritualización o al menos una repetición, lo que querría decir una pérdida de libertad. O bien, un aburrimiento. Ahora bien, esa posición que parece afirmar la soledad, todos lo entendemos cuando nos lo dicen, quiere decir “quiero experimentar, quiero poder estar con otras personas”. Lo inesperado, la incertidumbre no es algo que se viva aisladamente, no es algo que yo pueda producir. La voz de la protagonista, en su soliloquio, lo refuerza: no se puede sentir lo mismo si se está en relación, hay otra cosa pasando.
Una escena importante reafirma el punto: la de la cuchara. Es una banalidad que en parte funciona como el centro del relato. Marcelo saca siempre una cuchara para llevarla al trabajo. La protagonista, Carolina, se lo reprocha: no le gusta que haya piezas faltantes en el cubierto. Tiene incluso una explicación que pasa por su biografía, pues su madre revisaba todas las tardes su estuche para asegurarse de que lápices, goma y sacapuntas estuvieran en orden, es decir, igual. El asunto es que la cuchara, por supuesto, termina por perderse. Carolina lo culpa, sabe que sacar la cuchara de la casa es algo que hace siempre. Pero ahí viene lo inesperado: la cuchara un día aparece y él confiesa que desde que ella se lo dijo no la saca. “Quise agradecerle por darme la oportunidad de sentir esperanza”, dice la protagonista.
¿Qué quiere decir eso?
Tal vez que solo puede haber esperanza, es decir porvenir, allí donde se interrumpe la secuencia, donde algo se modifica. No solo en su relación con Marcelo, sino también en su biografía. Esa escena funciona como pivote. La cuchara aparece cuando están empacando para cambiarse de casa. Pueden vivir juntos, pueden superar el aburrimiento. Lo que se abre, en el fondo, es el tiempo. No hay amor en esa escena, no al menos en su representación tradicional. Pero hay amor, existe la posibilidad de construir algo juntos, de pensar un porvenir que no sea pura repetición, de sorprenderse siempre con el otro.