En El arte de ser humanos, el pensador neerlandés presenta algunos estudios en que aborda la guerra como experiencia de aprendizaje, los educadores y los formadores, la estupidez y las mentiras, la valentía y la compasión. “La tradición del humanismo europeo, es decir, Thomas Mann, Albert Camus, Bulgákov, Spinoza, George Steiner, y muchos más, rechaza toda forma de fanatismo. Y es necesario un humanismo militante: (…) Debemos salir al ruedo y comenzar la discusión. Mi libro pretende ser una pequeña contribución a eso”, dice en esta entrevista.
por Patricio Tapia I 15 Julio 2024
Grandes palabras y grandes nombres afloran en los labios de Rob Riemen. Entre las primeras, las hay amadas (cultura, arte) y odiadas (fascismo, estupidez); entre los segundos, generalmente alemanes, destacan Thomas Mann y Nietzsche.
Nacido en los Países Bajos, en 1962, Riemen es el presidente del Instituto Nexus (y editor de su revista), instituto que él mismo fundó hace 30 años, conocido por sus prestigiosas conferencias con destacados intelectuales de todo el mundo. En su introducción a la más célebre de ellas, La idea de Europa, de George Steiner, recordaba la autobiografía de Goethe y la mención a un humanista del siglo XVI para quien “la verdadera nobleza es la nobleza del espíritu”.
Esa idea recorre los escritos de Riemen, quien incluso tiene un libro de ensayos titulado Nobleza de espíritu (2008), pero también está presente en El arte de ser humanos. Aquí presenta algunos estudios —él los llama études, como piezas musicales, precedidas de un “preludio”— en que aborda la guerra como experiencia de aprendizaje, los educadores y los formadores, la estupidez y las mentiras, la valentía y la compasión.
En el “preludio” del libro dice que ser humano es un “arte”, no una “ciencia”. ¿Qué consecuencias se derivan de esto?
Si fuera una ciencia, podríamos fijar definiciones, determinar ciertas técnicas del arte de ser humanos. Cicerón, en Roma, decía que “cultura animi philosophia est”: el cultivo del alma es la búsqueda de la sabiduría. La cuestión de llegar a ser humano es una de las más profundas que cualquiera pueda plantearse, y no se necesita ser filósofo para hacerlo, basta preguntarse: ¿qué debo hacer con mi vida? Cuando esto se confronta con Unamuno y su sentido trágico de la vida, pueden surgir otras preguntas: ¿por qué?, ¿por qué a mí?, ¿por qué pierdo a alguien que amo? La vida en ciertos momentos pone pruebas y hay que estar preparado para ellas. El mundo de las artes, de la cultura, es el único espacio que tenemos para encontrar nuestra propia respuesta. Ni los científicos ni los economistas tienen una respuesta.
¿No tienen nada qué aportar?
El valor de las universidades en la lista de Shanghái está centrado en la ciencia, la economía, la tecnología y la matemática (que se conocen como STEM, por sus siglas en inglés). Pero ninguna ciencia, ninguna economía, tecnología o matemática puede ayudar en el arte de ser humanos. Lo que sí podría ayudar sería0 que las universidades hagan lo que se supone que hacen, pero no hacen: entregar universitas, esta especie de conocimiento general, que está en el corazón de la educación liberal, que antes se llamó Bildung y antes Paideia, y que, como la filosofía, es la búsqueda de la sabiduría. Pero esa educación tampoco es una garantía, y hay muchos ejemplos de la gente más cultivada en el mundo que no busca esa sabiduría: es la traición de los intelectuales, la trahison des clercs. Una de las razones por las que escribí este libro fue para dar una especie de alarma de que, si continuamos enfocando todos los aspectos de nuestra sociedad en lo útil, lo utilitario, si continuamos en lo que Nietzsche predijo como la trasmutación de los valores, los principales de ellos ya no serán los espirituales y la calidad que ellos dan a la vida, sino que serán reemplazados definitivamente, como estamos viendo, por la obsesión por la cantidad.
Al criticar el mundo académico recuerda la noción de Musil de “alta estupidez”…
Lo único que identifica a las universidades, decía, es proporcionar universitas. Es lo que deberían ofrecer a las generaciones más jóvenes, antes que la especialización en cualquier campo. Eso no está sucediendo. Algunas universidades son epicentros del fanatismo y del paradigma cientificista vacío. No hay que ser un genio para percibir que hay una crisis en nuestra civilización, que se combina con otras crisis: la política, la económica y social, la climática, la geopolítica. Todas ellas se juntan y hay que admitir que vivimos una crisis de la civilización que se relaciona fundamentalmente con una crisis en nuestros valores, que son reemplazados con sucedáneos espirituales. Por otra parte, la única salida es a través de la educación, no hay otra manera. Hay una responsabilidad especial de los intelectuales, que muchas veces forman parte de las universidades: la élite intelectual no está en crisis, porque es la crisis, y no le interesa salir de ella. Si la gente fuera menos estúpida, ¿se elegirían las mismas personas que están en el poder?, ¿se publicarían los mismos artículos sin sentido?,¿se transmitirían los mismos programas de televisión necios? Probablemente, no. Hay un interés en mantener a la gente en la estupidez. Es por eso que, por definición, cuando se establece un poder demagógico los primeros en ser callados o fusilados, son los poetas, los pensadores, los artistas. Es lo que pasa en las dictaduras. Y es lo que pasa, de una manera más sofisticada, con el triunfo del mercado y los valores de mercado, con la preferencia por la cantidad antes que la calidad: si algo no puede probar su utilidad económica es desechado. Todo es reducido a números y el mejor número es el más alto, como hacen los influencers con sus seguidores. Me gustaría que nuestras influencias estuvieran determinadas no por los influencers, sino por grandes autores: Kafka o García Márquez.
Hablando de autores tutelares, en sus libros hay un diálogo constante con Thomas Mann ¿Qué ha significado para usted?
Hay una hermosa palabra alemana: Bildungsergebnisse, que podría traducirse como una “experiencia transformadora”, que es lo que el arte puede hacer. Para mí, cuando era un adolescente, al leer La montaña mágica, de Thomas Mann, pensé: ese soy yo, el joven Hans Castorp, quien pasa siete años de su vida en ese sanatorio, donde conoce a personas muy distintas, algunas completamente en desacuerdo con él, procedentes de diversas partes del mundo, que discuten sus puntos de vista y sus lecturas. El libro es el proceso de su propio arte de ser humano, y también del mío. Hacia el final de la novela, estalla la Primera Guerra Mundial y el personaje abandona el sanatorio. La novela se publicó en 1924, hace 100 años, pero sigue estando viva y presente. De hecho, el instituto que fundé hace 30 años, en 1994 no es más que la repetición de La montaña mágica. Reunir a gente de todo el mundo, discutir sus distintos argumentos, responde a una idea de libertad y de liberalismo como lo opuesto a toda forma de fundamentalismo. Uno de los grandes errores en el mundo intelectual de hoy es que la gente cree conocer la verdad absoluta.
¿Es Mann un modelo?
En las novelas sobre José y sus hermanos, Thomas Mann básicamente vuelve a contar la historia de José en el libro del Génesis. Este José bíblico está siguiendo los pasos de personas anteriores a él, desde Abraham. Mann hizo algo parecido consigo mismo, especialmente en relación a Goethe, como el punto de prueba de todo su pensamiento, sobre las obligaciones del artista, sobre las relaciones entre ética y estética. Esto es usual, no solamente entre los niños respecto de sus padres. Ya lo decía Aristóteles: uno aprende la mayor parte de las cosas por el ejemplo. La lección es: buscar cuál es tu pasión y cuando la encuentres, sea lo que sea, sigue esa pasión. Esa es la manera en que mi amigo George Steiner decía que podía vivirse una vida feliz, porque era una vida significativa.
Al iniciar la revista Nexus, señalaba que pretendía “combatir la desolación de no saber nada y el fanatismo del conocimiento único”. ¿Cree que ambos peligros persisten?
Sin duda. El fanatismo del conocimiento único se muestra en la cultura de la cancelación, desde ambos lados del espectro político. Es el fanatismo de un único paradigma que pretende cubrir todo lo que se puede saber. Para mencionar de nuevo a mi héroe, Thomas Mann, hay una hermosa fotografía de él, Toscanini y Einstein hacia 1945. Mann tocaba algo de violin. Einstein adoraba la obra de Mann. Toscanini pensaba que la sobreespecialización no debería existir. Hubo grandes científicos como, por ejemplo, Isaac Newton, que aspiraban al ideal del homo universalis. Una de la razones por las que las humanidades están en declive es porque se les compara siempre con las ciencias exactas, con el mismo paradigma (las teorías, las definiciones, etc.). Pero en las humanidades es fundamental el arte de leer y de hacer conexiones.
¿Y en cuanto al no saber nada?
La desolación de no saber nada, por otra parte, es patente. Esta es la época de la estupidez organizada. Basta ver lo que pasa con los medios de comunicación en general: cómo muy pocos diarios mantienen secciones de reseñas de libros, pues se considera algo inútil; cuántos programas sobre libros hay en la televisión; o las mentiras en las redes sociales, que no se pueden combatir mediante la lectura de un libro. En mi país, que es una sociedad muy próspera, la cifra oficial es que un 25% de los jóvenes mayores de 15 años no puede leer un libro. Son analfabetos funcionales. Pueden leer en Facebook, pero no un libro. En Estados Unidos, el 47% de la población no ha tocado un libro. Cuando empecé a trabajar en un estudio sobre estupidez y mentiras, quedé impresionado de que esto era algo que ya había predicho Max Weber en 1927. En la academia hacer carrera significa números y números. La ciencia, por su parte, se supone que tiene que ver con hechos y no con valores, abriendo las puertas a un vacío espiritual.
La noción de “nobleza de espíritu” ha recorrido su obra. ¿Qué significa?
La expresión no es mía, sino que viene de un libro de ensayos de Mann, Adel des Geistes. Creo que la respuesta breve para presentar la nobleza de espíritu es: el arte de ser humanos es la capacidad de vivir en la verdad, cualesquiera sean las consecuencias; la capacidad de hacer justicia; la de tener compasión con otros seres humanos; y la del sentido del perdón. Básicamente, los seres humanos tenemos una doble naturaleza. Por una parte, somos como animales: necesitamos el agua, los alimentos, tenemos instintos que a veces se manifiestan en violencia o guerras; es parte de nuestra naturaleza. Pero tenemos otras capacidades que nos permiten ser nuestros “mejores ángeles” y crear una forma de sociedad y de vida que nos lleve a un punto más alto. La nobleza de espíritu nos lleva a nuestros objetivos, pero, de nuevo, tienes que encontrar los tuyos propios. Hay que desconfiar, creo, de cualquiera que diga: esto es lo que tienes que hacer, porque debes descubrirlo por ti mismo, con tus propias experiencias, tu propio carácter, tus propios sufrimientos y valores.
¿Y cómo se relaciona eso con el “arte de ser humano”? En el libro recuerda la historia de su madre, cautiva en un campo de detención japonés, y concluye que ese “arte” comienza con la bendición del amor recibido…
Creo que hay que tomar en cuenta a Nietzsche, respecto al camino a seguir: “¿Dónde conduce? No preguntes, solamente síguelo”. Esa es la clave de El arte de ser humanos, pero también pensar en las personas que han influido en tu vida. Por eso habría sido muy injusto no contar una historia tan personal. Me hizo ver lo afortunado que fui al tener esos padres. Mi padre era un dirigente sindical, que se casó con mi madre cuando ella volvió a los Países Bajos, ambos de clase baja, ambos con un fuerte sentido de la justicia social. Las personas que tienen padres amorosos que cuidan de ellas, están bendecidas. Hay millones que no son tan afortunados. Las emociones más profundas son las más difíciles de expresar. Una forma de comunicación de un alma a otra está en la música, en la poesía, en reconocerse en un personaje de novela.
¿Eso puede perderse?
Joseph Brodsky, el poeta ruso que ganó el Premio Nobel y que se trasladó a Estados Unidos, decía: yo conozco lo que es la censura, incluso estuve en prisión por ella, pero viviendo en el mundo libre he visto algo peor que lo que ocurría en la Unión Soviética, porque estamos ahora en un mundo donde la gente ha dejado de leer libros. Y una sociedad que deja de leer libros lamentablemente repite la historia, y las personas que dejan de leer libros lamentablemente desperdician sus vidas. Esos individuos constituirán el prototipo de la juventud frustrada, que no puede expresarse por sí misma, y que está en la raíz de una nueva generación de ansiedades, depresión, suicidios, porque no pueden comunicar ni comunicarse. Hace 20 años conocí a un tipo joven de una familia judía extremadamente rica en Londres y me contó la historia de un amigo suyo que perdió a sus padres en un accidente, por lo que todas sus amistades fueron a verlo, pero nadie le dijo mucho porque nadie sabia qué decirle; él, tampoco y fue una de sus experiencias más tristes. Yo me temo que el mismo fenómeno se da ahora a un nivel más amplio. Si se quitan las artes, si se quita el lenguaje de la música y otras formas expresivas, se vuelve muda a la gente.
En el libro utiliza recursos como imaginar lo que están pensando Husserl o la esposa de Bulgákov. ¿Cree que los procedimientos narrativos ayudan al ensayo como forma?
Así lo espero. Hay quienes sostienen que las cuestiones religiosas y teológicas difícilmente encontrarán respuesta en la dogmática, y que ellas nos llevan al mundo de Dostoievski, Tolstói, Kafka o Bulgákov. Albert Camus pensaba que esos problemas debían presentarse en la forma de una novela, como lo hizo él mismo en La peste. Probablemente la mejor manera de escribir sobre esos temas, que le importan a todo ser humano, es tratar de lograr un lenguaje que resuene en las personas. Todo lo que escribí sobre Husserl son hechos (bueno, tal vez no la confesión a la enfermera), aunque contados como un relato. Y en el estudio final sobre Mijaíl y Elena Bulgákov —yo creo que El maestro y Margarita es una de las grandes novelas jamás escritas— lo que intento es escribir de una manera que no sea académica ni repetitiva, usando mi imaginación.
Se muestra renuente ante lo que llama “cultura woke” y su obsesión con cuestiones de identidad, que toma por formas de colectivismo.
Es que lo son. La cultura woke considera las personalidades de los individuos como una manifestación de sus identidades colectivas: ellos declaran lo mismo, piensan lo mismo. Es una identidad colectiva de una política fundamentalista. Ellos afirman saber la verdad, afirman saber lo que es la justicia, afirman saber lo que está mal. Y cualquiera que sea diferente o no sea obediente a su evangelio, inmediatamente debe ser fusilado. Esto es lo que sucedía en la Unión Soviética. Es como un nuevo estalinismo. Es agotador, es peligroso. Es lo opuesto a lo que las capacidades intelectuales deberían hacer. Sócrates decía en esencia de la educación es una forma de examen de sí mismo; no se puede tener una vida plena sin autoexaminarse, lo que significa: mírate al espejo y sométete a crítica: quién soy, qué estoy haciendo, cómo estoy pensando. Es lo que debemos hacer si queremos tener una vida, una sociedad, que no esté regida por la ley de jungla, la supervivencia del más fuerte, o del que grita más alto. La tradición del humanismo europeo, es decir, Thomas Mann, Albert Camus, Bulgákov, Spinoza, George Steiner, y muchos más, rechaza toda forma de fanatismo. Y es necesario un humanismo militante: no debemos estar en el lado suave, o viendo lo que ocurre desde una torre de marfil y decir “qué terrible lo que sucede”. Debemos salir al ruedo y comenzar la discusión. Mi libro pretende ser una pequeña contribución a eso.
¿No es el elitismo también un peligro: considerase superior en otro sentido?
En su origen el significado de la palabra elitismo es buscar lo mejor o a los mejores. De esa manera, Lionel Messi es parte de la élite dentro de los mejores equipos de fútbol. En un ejército se pone la confianza en el comandante porque es el mejor. Quienes participan en unos Juegos Olímpicos lo hacen porque son los mejores. Todos ellos son las élites. La cultura —no como un concepto antropológico, sino como un concepto moral— quiere presentar lo mejor del ser humano, quiere dar expresión a la “nobleza de espíritu”, incluyendo aspectos no siempre hermosos. Un cuadro de Goya podría decirse que no es “bonito”, pero es “verdad”. En ese sentido es también lo mejor. Por eso continuamos viendo esas pinturas, o leyendo la poesía de Shakespeare o la de Pablo Neruda. Es porque es lo mejor. Hay algo de un valor eterno en esas obras. Mi elitismo no es algo que se base en algo así como la elegancia o la exclusión, sino que creo que debe ser tan inclusivo como sea posible. Así también en el Instituto que dirijo: tengo la obligación de presentarle a la gente lo mejor, simplemente lo mejor, para todas las personas. Por eso, en los eventos que realizamos no se cobra o es algo ridículamente barato.
Denunciar promesas engañosas de determinadas culturas, la economización y tecnificación de la vida, la presencia de redes sociales colonizando nuestra mente, ¿no suena un poco a pesimismo cultural, a la manera de Spengler?
Creo que en esa caracterización de la cultura actual hay algunos hechos. Como Steiner, creo que vivimos en el mundo de la “poscultura” desde hace cuando menos medio siglo. En cuanto a Spengler y su pesimismo cultural, en realidad yo no soy muy admirador suyo, quizá porque lo que Spengler piensa es que no se puede escapar de eso. Mi idea no es pesimista: si creyera que todo se va al diablo, bueno, me haría banquero o trataría de hacerme rico. No me parece que sea tan difícil. Para mí el imperativo es no darse por vencido. Es cierto, no soy de los optimistas que dirían que todo está bien. Estamos en medio de una profunda, muy profunda, crisis de la civilización, pero creo que hay una manera de salir, es mi principal diferencia con Spengler y otros.
Me refiero, más bien, a una visión conservadora.
Spengler fue parte de lo que se llamó “revolución conservadora”. En Alemania esa “revolución” abrazó a la figura de Hitler, con figuras de la cultura, como poetas, escritores y músicos, a comienzos de los años 20 del siglo XX. Para mí, la revolución conservadora es la quintaesencia intelectual de todos los movimientos fascistas. Chamberlain, por ejemplo, qué increíble porquería intelectual era ese hombre y, sin embargo, su impacto fue enorme en el mundo letrado alemán: gente que había leído todos los libros y que amaba la alta cultura. Es algo realmente incomprensible. Ciertamente no comparto esa idea de la revolución conservadora. Pero no podemos negar los hechos: si se ve cómo está el mundo ahora y qué elecciones políticas se han hecho, la persona que quiera convencerme de que este es el mejor de los mundo posibles, es muy bienvenida.
En el libro hay varios ejemplos de aquello que señalaba Steiner, que la educación o incluso la alta cultura no son antídotos contra la barbarie.
Con George Steiner tuvimos esta discusión infinitas veces, en conversaciones en foros o en la mesa de su cocina en Cambridge. Lo que él decía es verdad, sin duda. Pero mi contrargumento era: “Tienes toda la razón; pero, además de la larga lista de artistas o intelectuales que fueron cómplices en los grandes horrores, hay una igualmente larga lista de artistas o intelectuales que no lo fueron”. Para mí, la cultura es como el amor: uno no puede imponer a otra persona que te ame; lo único que uno puede hacer es decir: “Te amo”. Es una invitación y, con suerte, esa invitación será aceptada. El mundo de la cultura es una invitación: debes cambiar tu vida. Si se quita la invitación al amor, resulta un mundo terrible. Si se quita la invitación a la cultura, es algo igualmente terrible. En algunos casos, como el de Primo Levi o el de Ósip Mandelstam, el arte o la poesía es lo que les permitió sobrellevar todos los horrores.
Fografía de portada: Eveline van der Ham.
El arte de ser humanos, Rob Riemen, traducción de J. Schuurman, Taurus, 2023, 248 páginas, $18.000.