Unas palabras sobre Beatriz Sarlo (1942-2024)

por Federico Galende I 21 Diciembre 2024

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Una vez, cuando era joven, vi una cosa increíble: Beatriz Sarlo enrolaba con la mano izquierda un tabaco mientras empuñaba, con la derecha, un trozo de tiza con el que escribía algo en el pizarrón. El cigarro le quedaba detrás, y al momento de encenderlo lo tenía ya calzado dentro de la boquilla. Entonces fumaba y lo hacía un poco como las hermanas Ocampo, con ese aire de distinción minimalista que la volvía y que era reconocible incluso proyectada como una sombra chinesca. Era una figura, en el sentido de que era un conjunto de líneas precisas y rasgos, y como en toda figura había un manejo hábil de las distancias.

Pero esto era cuando fumaba, no cuando enrolaba el cigarro, un gesto que provenía de las rebeliones antivictorianas del obrerismo inglés. Y este obrerismo de Birmingham (de las universidades pobres que exhibían ladrillos rojos sin estucar) y de la mejor tradición culturalista, también en ella estaba asumido, también era una referencia. Lo citaba con su manera espontánea de armarse el cigarro, que hacía su maridaje con el tema que estaba tratando en ese mismo momento, La gran matanza de gatos, un libro imprescindible de Robert Darnton que nadie conocía y en el que se narra la historia de dos artesanos humildes de París que, años antes de que se desencadenara la Revolución, ajusticiaban en el techo de la imprenta en la que trabajaban a los gatos de los amos, a los que pasaban indiscriminadamente por la guillotina.

Comprender estos procesos era para Sarlo tocar la carne social de la literatura, las admoniciones populares de la historia y el espíritu político de los hechos actuales de la cultura. Los leía bajo la lente de las grandes tradiciones del pensamiento nacional y popular, que conocía a la perfección y que de alguna manera la hacían tener su lado peronista. Pero a la vez esos hechos y esas tradiciones no las leía como David Viñas, como Horacio González o como Ricardo Piglia. Las leía como advertencias dramáticas que ovulaban en la actualidad de todo presente. Era lo que para ella venía traspapelado en la contemporaneidad, una milenaria rememoración a la que no se la podía abordar ya con la paciencia de los intelectuales ingleses; había que abordarla con los vestigios aristocráticos que habían prevalecido en la escuela de Frankfurt.

Este recurso Sarlo lo empleaba también a la perfección, estaba pasado por el errar del intelectual judío de la Europa de principios del siglo XX y tenía su fuente en una distancia implacable con el pensar de las multitudes. El resultado era una especie de weberianismo de izquierda, con el que, si bien por un lado Beatriz ejercía de un modo intachable la parresia, por el otro exhibía un toque de auténtica provocación. Por ejemplo, podía decir que Silvina Ocampo era mejor escritora que tal o cual otra escritora simplemente porque era mejor escritora y ella así lo había zanjado. No importaba lo que le gustaba a la gente, lo que importaba era un modernismo poblado de detalles que había que interpretar como grandes panoramas del pensamiento. La actualidad la leía desde los sedimentos de una actualidad inmediatamente anterior, y esta siempre tenía algo de alarmante, era la advertencia dramática que en toda contemporaneidad habitaba.

Con un sentimiento de esta naturaleza escribió a principios de los 80, en el regreso del infierno que habían sido la dictadura, la represión, los aterradores brujos de la época de Isabelita y la lucha armada, “Intelectuales: ¿escisión o mimesis?”, un texto que de alguna manera llamaba a tomar partido por un gramscismo muy moderado si no se quería perseverar en la tenacidad de una resistencia que había tapizado el país de muertos. En ese tiempo los artículos de revistas se leían más que los libros, y la mayoría de los que eran ineludibles se publicaban en Punto de Vista, la revista que ella dirigía. Por ejemplo “Gramsci y el sentido común”, de Pepe Nun, o “Borges y el enigma del cuarto”, de Emilio de Ipola, o el propio “¿Escisión o Mimesis?”, con el que ella había habilitado un debate abierto, y también tajante.

Ese debate tenía su contraparte en la revista Unidos, formada por un grupo de peronistas inteligentes que se juntaban en el Varela Varelita y habían tenido, como ella, su pasadita por los incordios de la lucha armada. Nosotros podíamos espiar una clase de Sarlo (siempre era una experiencia saludable), pero éramos estudiantes de Horacio González, militábamos en un frente hecho con rejuntes de izquierdas y sectores de la juventud peronista. Sinceramente, éramos de la idea de que se podía ir más allá, que no había por qué cuadrarse tanto con este asunto de “lo posible” cuando lo posible era también una creación performática del poder. O sea, seguíamos leyendo a Gramsci desde Maquiavelo, y por lo tanto nos oponíamos a Punto de Vista, por más que la leyéramos todos los meses en calidad de Biblia y coqueteáramos con todo lo que allí se escribía. Bueno, escribían, además de Sarlo, Pancho Aricó, Portantiero, de Ipola, María Teresa Gramuglio, Pepe Nun, en fin, gente a la que no se tenía derecho a pasar tan sencillamente por alto. Eran los grandes intelectuales del país.

Había que leerlos, y nosotros lo hacíamos con compromiso, con disconformidad, con respeto, incluso con disimulado encanto y pasión. Lo asombroso era que ellos, siendo quienes eran, se tomaban el trabajo de leer lo que nosotros escribíamos en revistas estudiantiles un poco infantiles, precarias, aunque también avezadas, incluso invitándonos a compartir un café en la Gandhi para aclarar las polémicas.

La vi por última vez hace un par de años en una cena en el Liguria a la que me invitaron Pablo Oyarzun y Andrés Claro, y en un momento salimos los dos a fumar a una terracita y, mientas fumábamos, me contó que seguía jugando al tenis, que las películas las seguía viendo en el cine y que en el país no había prácticamente ninguna escritora ni ningún escritor cuyo primer manuscrito no pasara primero por su voluntariosa lectura.

De hecho, el primer texto que publiqué en mi vida, cuando todavía no cumplía los 20 años y mi corazón palpitaba por verlo de una vez por todas impreso en una revista que hacíamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario, fue una reseña sobre Punto de Vista que me encargó Eduardo Rinesi y que yo escribí como pude, aunque sin desconocer el objetivo de fondo: había que disparar. Días más tarde conocí a Beatriz, que ¡se había leído esa reseña ridícula que yo había publicado en aquella revista marginal de los estudiantes! Así leía, con este grado de voracidad y de igualitarismo, con esta interminable curiosidad misteriosa. Y por supuesto que se valió de eso para increparme: que qué carajo había querido decir yo con una palabra que no recuerdo cuál era y que a ella le parecía totalmente descabellada, totalmente fuera de tono.

De aquel encuentro no nació ninguna amistad ni volvimos después a vernos salvo de manera esporádica (una visita de ella a Chile, una tertulia en algún seminario norteamericano, un texto suyo sobre Borges que me pasó para unos cuadernos que yo editaba en el ARCIS), y una noche uno de mis hermanos, Luciano Galende, me llamó preocupado porque Beatriz iba a estar al día siguiente en un programa que él conducía en la televisión argentina. El programa se llamaba 678, porque salía al aire a las seis de la tarde, contaba con siete panelistas y terminaba a las ocho. Era un programa alevosamente kirchnerista, y nadie que no estuviera con Cristina se mostraba dispuesto a la encerrona.

A excepción, por supuesto, de Beatriz Sarlo, quien no solo se presentó, sino que además barrió de un plumazo con las preguntitas previsibles y suspicaces que le lanzaban a quemarropa los periodistas. El broche de oro se lo permitió con Barone, un periodista particularmente fatal de las filas del peronismo al que le tenía sacado el prontuario y al que le lanzó en la cara el recordado “¡conmigo no, Barone!”. Fue una frase que la volvió más famosa de lo que ya era, y que le fue útil a la oposición para estampar camisetas que se vendían como las de Messi.

La vi por última vez hace un par de años en una cena en el Liguria a la que me invitaron Pablo Oyarzun y Andrés Claro, y en un momento salimos los dos a fumar a una terracita y, mientas fumábamos, me contó que seguía jugando al tenis, que las películas las seguía viendo en el cine y que en el país no había prácticamente ninguna escritora ni ningún escritor cuyo primer manuscrito no pasara primero por su voluntariosa lectura. Después arriesgó una pequeña teoría: dijo que todo el mundo publicaba primero su segundo libro y que, si le iba bien, publicaba en segundo lugar el primero. En fin, era una teoría bastante buena.

Después, mientras nos fumábamos un segundo cigarro, le conté el recuerdo que conservaba de aquella clase suya de hacía 40 años atrás en la que liaba el tabaco con una mano, ese ademán que me parecía tan propio del obrerismo culturalista inglés. Me imaginaba a Raymond Williams o Hall fumando de esa manera. Entonces ella me explicó que eso no era lo inglés, que lo inglés era el tabaco virginia que toda la vida se había hecho traer desde Londres porque estaba convencida de que ese tabaco (y a los 80 era ella de eso toda una prueba) no mataba a nadie. Mientras que el que estaba fumando yo era muy fuerte y un día ya no lo iba a soportar.

Lo percibía como un tabaco peligroso, y me aconsejaba que lo cambiara por uno más suave porque el goce ciego del presente suele ser tonto si no está dosificado. Había que escuchar esas advertencias, había que tratar de ser un pensador de verdad si lo que se quería, como lo quería ella, era aprender a morir aprendiendo. Y así lo hizo y así se marchó, el martes pasado, la que debe haber sido, sin duda alguna, una de las intelectuales más honestas y consecuentes de la vida pública de la Argentina.

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