“La de Luis Poirot es de las pocas fotos que hay de la artista, ilustradora y autora infantil Marta Carrasco Bertrand (1939-2007). Sin este inusual retrato, tomado en el invierno de 1983 en su casa de calle Guardia Vieja, su presencia hoy día sería aún más borrosa. Al mirarla, no vemos a una artista en el apogeo de su carrera —son los años en que dibuja Papelucho, de Marcela Paz, obtiene varios premios internacionales y es invitada a la prestigiosa Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia—, sino a una criatura oculta, que desaparece en los trazos de sus dibujos”.
por María José Viera-Gallo I 4 Agosto 2022
La foto muestra a una mujer de 43 años, sentada en una banca de madera en medio de un jardín. Lleva el pelo tomado detrás de la nuca, una camisa blanca debajo de un cárdigan gris, una falda de lana y unos zapatos negros de cuero, con cordones. Apoya la mejilla en la palma de su mano derecha, mientras deja caer la otra mano sobre sus rodillas. Su cara es de una belleza transparente, casi élfica. Su sonrisa o cuasi sonrisa termina con una elipsis: esconde en lugar de revelar.
La de Luis Poirot es de las pocas fotos que hay de la artista, ilustradora y autora infantil Marta Carrasco Bertrand (1939-2007). Sin este inusual retrato, tomado en el invierno de 1983 en su casa de calle Guardia Vieja, su presencia hoy día sería aún más borrosa. Al mirarla, no vemos a una artista en el apogeo de su carrera —son los años en que dibuja Papelucho, de Marcela Paz, obtiene varios premios internacionales y es invitada a la prestigiosa Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia—, sino a una criatura oculta, que desaparece en los trazos de sus dibujos.
El ego descansa en sus pies.
Debajo de la banca donde posa se ven dos muletas tendidas sobre la hierba. Esas muletas son lo único que Marta Carrasco no escondió nunca de sí misma. Con ellas, ingresó en 1959 a la Academia de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde se especializó en pintura al óleo y conoció a Adolfo Couve, con quien se casó. A los 19 años iniciaba una vida consumida por y para el arte, hasta morir de cáncer a los 68 años. Durante las tres décadas en que colaboró con editoriales como Zig-Zag, Universitaria o Pehuén, escribió e ilustró al menos tres libros-álbumes pioneros del género en Chile: El club de los diferentes (premio Apeles Mestres en Cataluña), Juan Peña, un hombre original (Premio Barco de Vapor, 2006) y La otra orilla (reeditado póstumamente por Ekaré). En estos cuestiona el lugar de lo diferente, de lo raro, en un mundo rígido y uniformado.
Para hacer una lectura adulta del imaginario infantil de Marta Carrasco hay que remontarse al año 1948. Hija de un matrimonio de clase media ilustrada, la Martita, como siempre le dirán sus cercanos, es la segunda de seis hermanos. A los nueve años viene de contraer el virus de la polio, un bicho infeccioso para el que entonces no había vacuna (esta saldrá recién en 1955). Sus piernas están inmovilizadas. No puede mantenerse en pie si no es a través de unos fierros que la sostienen. Entre un tratamiento y otro, pasa largas temporadas en cama. Por primera vez observa el mundo de la infancia desde el otro lado.
Inquieta, tenaz, aprende a hacer con las manos todo lo que no puede hacer con los pies: dibujar, coser, armar sus muñecos de algodón y lana.
Apenas egresa de la Alianza Francesa, no acepta clases de pintura en la casa e ingresa a la exigente Academia de Bellas Artes de la Universidad de Chile, con sede en el mismo museo del Forestal. En una “lección de pintura” con Pablo Burchard (1875-1964) conoce a Adolfo Couve. Los ojos celestes de ambos se cruzan en medio de la sala que huele a trementina. Hablan. Se dan cuenta de que comparten una misma tradición cultural francesa. Sus trabajos de pintura son de otro siglo, el XIX, y exploran un realismo “cézanneano”. En 1961 se casan. Unos meses después parten a vivir a París, gracias a una beca de Couve para estudiar en la École Nationale de Beaux Arts. Todos los días el joven matrimonio sube siete pisos hasta la buhardilla donde viven, cargados de leña y huevos para el almuerzo. Mientras él recorre obsesivamente la ciudad y se encierra horas enteras a estudiar en el Museo del Louvre, Martita, quien sabe cómo permanecer quieta, escribe y dibuja sus primeros cuadernos sentada en un café. El sueño parisino dura un par de años.
Ya instalados en su casa en Guardia Vieja, en 1963 nace su única hija, Camila.
Couve publica su primer libro, Alamiro (1965), mientras Martita es contactada por Vittorio Di Girolamo, para colaborar con la sección de manualidades para niños de la revista Eva, de Zig-Zag.
“El living se construyó por artistas para artistas”, escribirá décadas más tarde su hija, Camila Couve, testigo privilegiado del matrimonio puertas adentro, en su libro autobiográfico Estampas de niña (Premio Círculo de Críticos de Chile, 2018).
En el jardín de la casa, al igual que en una escena impresionista, Adolfo y Martita se retratan mutuamente. Perfeccionista y autoexigente, él —que sufre de trastornos del ánimo— suele prenderles fuego a las telas que no lo satisfacen. Ella, primera receptora de su obra, lo insta a seguir. Mientras el marido lucha con sus demonios, Marta Carrasco, libre de ambiciones, o al menos de neurosis, y silenciosamente consciente del lugar secundario que ocupa la mujer en una pareja de artistas, pinta escenas cotidianas “banales”, momentos fugaces de una vida doméstica, que parecen salidos del alter ego luminoso y femenino de Adolfo Couve.
Una mañana de 1971 Marta Carrasco deja su jardín y sale al mundo. Su destino es estratégico: las oficinas de Quimantú, en Bellavista. “Quiero dibujar para ustedes”, le dice suave pero segura a Arturo Navarro, quien está a cargo del catálogo de la colección infantil Cuncuna. La colaboración es breve, pero deja una huella en la literatura infantil chilena: la utopía de un catálogo refinado de libros para niños y su posicionamiento en una industria menospreciada. De esa época sobreviven varios cuentos rusos ilustrados por ella, así como el cuento chino El rabanito que volvió y El príncipe feliz, de Oscar Wilde (rescatados hoy por Amanuta).
En 1973 todo parece converger en un mismo réquiem: es el fin de la colección Cuncuna, de Quimantú, de la Unidad Popular, de la democracia y de los 10 años de un matrimonio borrascoso. Adolfo Couve asume su homosexualidad y se desvincula de su mujer. Martita, a pesar de que nunca dejó de quererlo y de admirarlo, se libera del “hombre detrás del artista”, que con los años —ya instalado en Cartagena— será considerado un autor de culto de la Generación del 60 (La lección de pintura, La comedia del arte, Cuarteto de la infancia) y rearma una nueva vida en la casa de sus padres. Son años difíciles económicamente, pero productivos. En 1974 fabrica un muñeco, La Abuela Panchita, para un cuento de Isabel Allende, quien en ese entonces dirige la revista Mampato. Sus muñecos más populares, sin embargo, serán los de la animación Tata colores, de TVN, con los que la televisión celebrará el regreso a la democracia en 1990.
Una tarde de 1976, una de esas tardes en que ningún teléfono parece sonar si no es para dar malas noticias, Martita recibe el llamado de Esther Huneeus (Marcela Paz). Entre marraquetas con mantequilla y cigarros mentolados, se reúnen en la casa de Guardia Vieja para colaborar en los libros El soldadito rojo, Los secretos de Catita y Los pecosos. Una vez que muera Marcela Paz, en 1985, la editorial Universitaria le encargará a Marta Carrasco la nueva reedición de Papelucho, con la misión de modernizar al personaje antes dibujado por Yolanda Huneeus. Pero su ilustración más icónica es la que hace con lápices grafitos para la portada de Perico trepa por Chile (1978), de Marcela Paz y Alicia Morel. En esta vemos a un niño de cara triste, con un gorro de lana chilote y una oveja en brazos.
El reconocimiento internacional llega en 1983, el mismo año del retrato de Luis Poirot, en una carta sellada desde Italia. Martita está tocando el piano en el living de su casa mientras canta una canción francesa. A los 40 años, el arte, la vida, duelen tanto como los dolores musculares que le provoca su discapacidad. Su energía vital parece ahora teñida por la frustración. La amargura desaparece al abrir el sobre: acaba de ser invitada a la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia.
Antes de embarcarse para Europa, en compañía de su excuñada Carmen Couve, Martita se manda a hacer dos pares de zapatos ortopédicos, tipo ballerina: un par rosado y otro gris. La tarde de la inauguración, camina del brazo de su acompañante por la Piazza Maggiore de Bolonia, rumbo a la feria del libro. De pronto se detiene y baja la mirada. Sin darse cuenta, se ha puesto un zapato rosado y otro gris. ¿Qué hacer? Su risa retumba de asombro en medio de la plaza, y como si esta exorcizara algo más profundo que la vergüenza, levanta la vista y sigue caminando, otra vez, sobre sus pies.