Un hombre amarrado al cuerpo flotante de su mujer

“Son pocos los hombres notables que desaparecen detrás del nombre aún más notable de una mujer. Y pocos quienes lo hacen sin complejos, con sabia resignación, conscientes —como lo estuvo Leonard Woolf tras casarse con una de las escritoras más trascendentales del siglo XX— de que, en el tupido paseo de la fama, él sería la roca y ella el faro”.

por María José Viera-Gallo I 17 Enero 2023

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La puerta de entrada que Wikipedia le abre a Leonard Woolf es un paradójico ejemplo de cómo la obra de un hombre puede eclipsarse en la última línea: “Leonard Sidney Woolf (Londres, 1880-1969) fue un teórico político, escritor, editor y antiguo funcionario público británico, más conocido por ser el marido de la escritora Virginia Woolf”.

Son pocos los hombres notables que desaparecen detrás del nombre aún más notable de una mujer. Y pocos quienes lo hacen sin complejos, con sabia resignación, conscientes —como lo estuvo Leonard Woolf tras casarse con una de las escritoras más trascendentales del siglo XX— de que, en el tupido paseo de la fama, él sería la roca y ella el faro.

Decir que Leonard Woolf fue el marido de la autora de La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) o Las olas (1931) es tan exacto como decir que Virginia Woolf fue la esposa del editor de La tierra baldía de T. S. Eliot.

Woolf o los Woolf (él siempre hablaba en plural) no solo publicó al padre de la poesía moderna de lengua inglesa, sino también al del psicoanálisis, traduciendo las obras completas de Freud al inglés cuando todo eso sonaba a depravación o a ciencias ocultas. El catálogo de la editorial Hogarth Press, que fundó en 1917 en su casa, junto a Virginia Woolf, y que mantuvo activa hasta su muerte a los 88 años, perseguía la modernidad de su tiempo como liebres en la oscuridad. Leonard Woolf era un intuitivo cazador oculto que detectaba a simple vista el valor de los cuentos de una desconocida Katherine Mansfield (Preludio) o los poemas de un joven Rilke (Poemas, Requiem, Sonetos a Orfeo). Su mayor alianza literaria fue con su mujer, Virginia, a quien definía como un “genio”. Cuando ya cerca de su muerte, en 1969, un periodista de la radio BBC 4 le preguntó a qué se refería con “genio”, dijo: “Alguien dotado de una rara combinación de imaginación e inteligencia”.

Emblema del feminismo clásico, es probable que Virginia Woolf no hubiera podido desplegar su genialidad si no hubiera tenido un marido como Leonard a su lado. Sufría de severos trastornos mentales (“escuchaba a los pajaritos hablar en griego”, decía él con elegancia), en un mundo sin terapias psiquiátricas. En el ensayo “La señora Woolf: una loca y su enfermero”, Cynthia Ozick especula que solo el paciente cuidado de Leonard impidió que la derivaran a un manicomio.

Leonard Woolf podía permitirse muchas cosas, incluso ser llamado irónicamente “El enfermero”, con tal de salvaguardar el patrimonio cultural que representaba Virginia. A diferencia de ella, él no pertenecía a una familia británica de linaje intelectual, como la de los Stephen (apellido de soltera de Virginia) o los Foster. Era judío, criado en una familia de clase media de profesionales y antiguos comerciantes, y su educación en un exclusivo colegio privado de Londres había sido posible gracias a sus méritos intelectuales y no clase. Si bien no pertenecía a la élite, conocía sus virtudes, códigos y manías de cerca. Delgado, de cara afilada y dientes chuecos, siempre fue the smartest boy in the room (el chico más listo de la habitación). El ingreso al selecto grupo de Bloomsbury, que pululaba en torno a la casa del barrio del mismo nombre, de las hermanas Virginia y Vanessa Stephen, antes de la Primera Guerra Mundial, fue el siguiente peldaño de una vida selfmade, construida con esfuerzo y ambición.

Según cuenta Quentin Bell en la crónica El grupo Bloomsbury, que su mismo tío Leonard le sugirió escribir en 1964, antes de las tertulias de Bloomsbury, ya era parte de la sociedad secreta de “Los Apóstoles” de Trinity College de Cambridge, donde se tejía algo así como la previa de la fiesta que vendría después en Gordon Square. A las reuniones de los Apóstoles se accedía con un código de acceso. Leonard Woolf llegaba con su mejor amigo, Lytton Strachey. Los otros integrantes eran Thoby Stephan (hermano de Virginia), John Maynard Keynes, Ludwig Wittgenstein, Bertrand Russell (de quien Woolf editó sus diarios y cartas “Amberley Papers”), E. M. Foster (de quien publicó Pasaje a la India) y Clive Bell. Los temas de conversación fluctuaban libremente de Platón a Henry James, pasando por asuntos éticos y políticos. Woolf era el menos aristocrático del círculo y el más trabajólico, y al egresar de sus estudios clásicos, se alistó en el servicio colonial británico. Mientras sus amigos seguían conversando tendidos en los jardines ingleses, él se hizo cargo de la administración de la antigua colonia de Sri Lanka, antes conocida como Ceylán. De esos siete años en el sudeste asiático, publicó una novela, Una villa en la jungla (1913) —hoy reeditada—, considerada la primera novela inglesa narrada desde el punto de vista del indígena y no del colonizador. Un año más tarde apareció Las vírgenes sabias, una sátira de la sociedad puritana inglesa.

Leonard Woolf era un intuitivo cazador oculto que detectaba a simple vista el valor de los cuentos de una desconocida Katherine Mansfield (Preludio) o los poemas de un joven Rilke (Poemas, Requiem, Sonetos a Orfeo). Su mayor alianza literaria fue con su mujer, Virginia, a quien definía como un ‘genio’. Cuando ya cerca de su muerte, en 1969, un periodista de la radio BBC 4 le preguntó a qué se refería con ‘genio’, dijo: ‘Alguien dotado de una rara combinación de imaginación e inteligencia’.

A su regreso a Inglaterra se volvió antiimperialista y socialista. Ingresó a la Sociedad Fabiana, para promover un socialismo a la inglesa, alejado de la revolución bolchevique.

Una ley injusta o un error judicial me hieren y afectan como una cantidad equivocada o una discordancia, un mal poema, un mal cuadro, una mala sonata, la estupidez de los que se pasan de listos o la tergiversación de la verdad”, escribió en sus memorias.

Su trabajo como editor se extendió a la política; dirigió hasta 1945 la prestigiosa publicación Political Quarterly, fue editor literario del The Nation, y colaborador estable de la revista semanal de política y de literatura New Statesman, con un staff compuesto por la misma Virginia Woolf, Bertrand Russell, George Orwell y Thomas Hardy. Quizás porque siempre estuvo rodeado de gente notable, no pretendió ser famoso sino influyente. Pocos lo recuerdan, pero su tratado International Goverment influyó en la creación de la Sociedad de Naciones que luego derivó en la ONU.

Nunca paró de trabajar. Ya fuera en Monk’s House, su casa en las afueras de Sussex, o en un subterráneo antiaéreo del Parlamento inglés, donde era asesor del Partido Laborista. Un año antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, escribió su ensayo Barbarians at the Gate. “Es casi seguro que la economía, una guerra o ambas cosas acabarán destruyendo a los dictadores fascistas y sus regímenes. Pero eso no significa que la civilización vaya a triunfar automáticamente sobre la barbarie”, se lee. Para calmar sus ansias durante los primeros bombardeos nazis, se dedicó a jardinear profesionalmente y a observar a los animales (escribió varios ensayos que hoy serían considerados animalistas). Al igual que Walter Benjamin, planeó su suicidio junto a Virginia si algún día los nazis desembarcaban en la isla y tocaban a su puerta para llevárselo. Cansado de escribir, de pensar, de afligirse por el devenir de la historia, se alistó en el servicio voluntario de bomberos para apagar los incendios de las explosiones cerca del río Ouse.

El 28 de marzo de 1941 se sorprendió corriendo hacia el río preso de una premonición. Según relata en sus bellas memorias La muerte de Virginia (Lumen), ese día había terminado de jardinear para almorzar como siempre lo hacía, a las 13 horas, con su mujer. Luego de buscarla en vano por la casa, encontró una carta arriba de la chimenea. “Querido: estoy convencida de estar enloqueciendo de nuevo. Creo que no resistiré otra de esas épocas terribles. Y que esta vez no me recuperaré. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece mejor”, leyó. “No logro imaginar a nadie que hubiese sido capaz de hacer por mí más de lo que hizo él… Siento que tiene tanto que hacer que seguirá adelante, y lo hará mejor sin mí”.

Con esa famosa y última carta de Virginia Woolf, el nombre de Leonard quedó amarrado del pie del cuerpo flotante de su mujer.

La guerra terminó. Los horrores que previó Leonard Woolf se hicieron públicos. Los años del grupo de Bloomsbury se evaporaron en la leyenda. Leonard sobrevivió a la muerte de Virginia y siguió trabajando y también amando hasta su muerte. Tuvo una relación de más de 20 años con Trecckie Parsons, ilustradora de Hogarth Press, que al parecer lo hizo feliz.

En 1963 —cuando la fama de Virginia Woolf ascendía—, se esmeró en aparecer un poco más y contar su historia, en cinco volúmenes de memorias. “A la edad de 88 años, mirando hacia atrás mis 57 años de trabajo político en Inglaterra, veo con claridad que no he obtenido prácticamente nada”, escribió con humor negro. “El mundo presente y la historia del hormiguero humano de los últimos 576 años serían exactamente idénticos si hubiera jugado al ping pong en vez de presidir comités y escribir libros y memorandos”.

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