En 1975, con 17 años, el autor de El asco y toda una obra que gira en torno a la guerra civil de El Salvador, fue testigo de una brutal masacre, en la que cayeron acribillados 50 universitarios a manos de un contingente militar. Aquel episodio le hizo percibir por primera vez que “algo muy feo estaba sucediendo fuera de la pecera cotidiana”. Desde entonces comenzaría a interesarse por las ideas de izquierda, las que fortaleció más tarde durante sus años universitarios. Antes de todo eso, sin embargo, estuvo su abuelo, un importante político conservador y nacionalista hondureño, quien lo envolvió desde niño en un ambiente donde la política atravesaba cada aspecto de la vida.
por Horacio Castellanos Moya I 14 Noviembre 2019
Mi relación con la política ha sido dual, contradictoria, marcada por el interés obsesivo y también por la repugnancia. Jamás me propuse ni pasó por mi mente dedicarme a la política, pero esta se ha filtrado en mis ficciones con completa naturalidad. Cuando he reflexionado sobre ello, he confirmado que el hombre es hijo de sus circunstancias; no hay escapatoria.
Fue en la mesa de la cocina, en casa de mis abuelos maternos, en Tegucigalpa, Honduras, donde contraje por ósmosis la curiosidad, la infección. Yo viví con ellos los primeros cuatro años de mi vida y luego, hasta entrada mi pubertad, pasaba en su casa las vacaciones de verano. Mi abuelo –de quien llevo el nombre– era un político profesional del conservador Partido Nacional, y como tal ocupó diferentes cargos (subió casi toda la escalera: juez, gobernador, fiscal general de la república, magistrado, presidente del Partido y designado a la Presidencia –equivalente a vicepresidente– durante uno de los gobiernos de un coronel López Arellano). Mi abuela fue periodista y poeta (frustrada, diría, porque nunca publicó un libro sino poemas sueltos, y al final de sus días lo lamentaba), pero antes que nada una nacionalista furibunda: no veía ninguna diferencia entre liberales y comunistas, a quienes detestaba por sobre todos los seres, y en su lista de aversiones seguían, un poco más abajo, los salvadoreños. Publicó un libro cuyo título lo dice todo: La jornada épica de Castillo Armas vista desde Honduras (Imprenta La República, Tegucigalpa, 1955). Aún conservo, en el desorden de cajas que podrían denominarse mi archivo, un paquete de las cartas que ella intercambió con el sátrapa guatemalteco impuesto por la CIA. Su ídolo, sin embargo, no podía ser un guatemalteco, sino el dictador por antonomasia del siglo XX en Honduras: el general Tiburcio Carías Andino, de quien mi abuelo fue fiscal general durante ocho años.
No es difícil imaginar lo que eran cada tiempo de comida y las sobremesas en casa de mis abuelos, con el permanente noticiero radial de HRN de fondo. Un tema era el que se imponía: las intrigas del día a día de la política. Mi abuela solía decir que cualquier persona en su sano juicio lo primero que debía hacer al despertar era encender el noticiero para saber si no se había producido un golpe de Estado –y ella actuaba en consonancia. A finales de los años 80, en una conferencia de periodistas en México, conocí al hondureño Manuel Gamero, entonces director del liberal Diario Tiempo de San Pedro Sula. Me presenté. Sonrió. Me dijo que él había conocido a mi abuelo y que durante muchos años en Honduras si uno quería saber si los rumores de golpe de Estado eran ciertos, debía hablar con Moya Posas. Así era como se le conocía a mi abuelo, como “el abogado”, o a secas “Moya Posas”, y así también lo llamaba mi abuela. Era un hombre de baja estatura, rechoncho, barrigón, de tez blanca, pero en la nariz y en el cabello se le notaba cierta sangre negra. Cuando nací, él tenía 60 años. Yo lo llamaba “Pipo”. Nunca en la vida lo vi salir a la calle sin su revólver 38 corto, en la sobaquera bajo el saco de lunes a sábado, y en la cartuchera ensartada en la cintura los días domingo, cuando vestía guayabera. Tampoco lo vi jamás salir sin sombrero.
Ya he escrito, tanto en ficción como en ensayo, sobre el bombazo que destruyó el frontispicio de la casa de mis abuelos cuando yo era un niño de brazos. Mi abuelo conspiraba como presidente del Partido Nacional para derrocar al gobierno liberal democráticamente electo de Ramón Villeda Morales, quien fue depuesto el 3 de octubre de 1963. Mi abuela me llevó, a lo que hoy sería el balcón VIP, para presenciar el desfile de los nacionalistas victoriosos. En otra ocasión, no tengo la fecha presente, un correligionario entró a la oficina de mi abuelo en la presidencia del Partido, donde yo había estado un rato antes, con la orden de asesinarlo. Mi abuelo quizá se lo esperaba y reaccionó con presteza: una bala lo hirió levemente, pero el atacante recibió una cucharada de su misma sopa y fue sometido. Desde esa tierna edad entendí que si uno tiene pistola es para usarla.
De cuando en vez me llevaban a sus campañas proselitistas al interior del país. Solo ha quedado una imagen en mi memoria, de un pueblo llamado Ojojona, donde entre los desfiles y vítores de las masas casi terminé extraviado. Con más claridad recuerdo cuando, ya entrado en mi pubertad, desde el final de la tarde hasta a veces entrada la noche, me la pasaba en el palco del Congreso esperando, junto al chofer, a que terminaran esas sesiones, en las que mi abuelo participaba, y que me parecían aburridas e interminables, para regresar a casa. Mis abuelos vivían entonces en la cumbre de una montaña adyacente a Tegucigalpa, una zona llamada El Hatillo, cuyo título le di a mi primer poemario ahora perdido, y hacia la cual, después de las cinco de la tarde, no había transporte público.
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El hecho de que mis padres me recuperaran y me trasladaran a vivir a San Salvador, cuando yo tenía cuatro años de edad, fue un golpe para mis abuelos, en especial para mi abuela, quien había asumido el papel de mi madre y consideraba a esta completamente incapaz de educar a un hijo. Algo de esta situación se refleja en mi novela Desmoronamiento. A mi abuelo, más sagaz, le preocupaba que yo me formara en una realidad política muy diferente a la hondureña, tal como en verdad sucedió.
No se trataba de que mis padres tuvieran una participación política directa en San Salvador, que no la tenían, y sus ideas eran tan conservadoras como las de mis abuelos. Pero yo pertenecía a un sector social distinto que en Honduras, y mi principal escuela de vida comenzó a ser la calle, como la de cualquier chico de clase media de aquella época. Y la calle en San Salvador era un espacio público radicalizado.
Por si eso fuera poco, una rama de mi familia paterna, la del hermano mayor de mi padre, era comunista, de manera pública, con cárceles y exilios incluidos. Mi tío Jacinto había sido el representante del Partido Comunista Salvadoreño (PCS) en La Habana a principios de los años 60, luego del triunfo de la revolución de Fidel Castro, y en su casa se hospedó el poeta Roque Dalton la primera vez que se fue a vivir a Cuba, en 1962. Y mi primo hermano Raúl Castellanos Figueroa fue el fugaz secretario general del PCS desde finales de 1969 hasta el 29 de octubre de 1970, cuando murió de una amibiasis mientras estaba de visita en Moscú.
Mis abuelos maternos tenían razón, pues, en temer que mi vida en El Salvador torcería la visión política conservadora que deseaban inculcarme. Aunque yo no alcancé a conocer a mi primo Raúl, y a mi tío Jacinto lo vi en muy pocas ocasiones (se suicidó en 1973) en algunas visitas sabatinas a la casa de mi abuela paterna. Ambos pasaban la mayor parte del tiempo en el exilio o escondiéndose de la policía del régimen. Y en casa de mis padres no recuerdo que se les mencionara por su participación política. De sus vidas militantes supe mucho después, en los libros de historia.
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Si intento ubicar el primer momento en que percibí que algo muy feo estaba sucediendo fuera de la pecera cotidiana que yo habitaba en San Salvador, me remito a los meses de julio y agosto de 1975. En esa época yo tenía 17 años de edad, estudiaba último año de bachillerato en el Liceo Salvadoreño, uno de los dos más exclusivos colegios privados católicos del país, regido por los conservadores hermanos maristas. Asistía a clases de una a seis de la tarde, uniformado de punta en blanco. La tarde del miércoles 30 de julio, una manifestación de estudiantes universitarios partió del campus hacia el centro de la ciudad, en protesta por los atropellos del gobierno militar. A la altura del paso a desnivel, en la 25 Avenida Norte, frente al edificio del Seguro Social, los esperaba un contingente militar con tanquetas y las armas en ristre. La ventana sobre mi pupitre en el aula del Liceo estaba ubicada a unos 500 metros del paso a desnivel. A eso de las 4:30 de la tarde, cuando los militares comenzaron la masacre, estábamos a media clase, y todos nos abalanzamos a las ventanas. Escuchábamos las detonaciones, y luego las sirenas, pero no comprendimos en el acto lo que sucedía, pues estábamos completamente desentendidos del movimiento universitario y de la política en general. A la salida de clase, los profesores nos advirtieron que evitáramos la zona del Seguro Social, en especial la 25 Avenida Norte, que era por donde yo caminaba hacia casa. Me dirigí a la parada de autobuses frente al Hospital Rosales, donde tomaría la ruta 3 como hacía en los días de lluvia cuando prefería no caminar. Era la hora pico, pero el ambiente en las calles estaba enrarecido, olía a miedo. Cuando el autobús tomó la 25 Avenida Norte y fuimos a vuelta de rueda por el paso a desnivel, pude mirar claramente a los bomberos con grandes mangueras limpiando la sangre del pavimento. Era todo lo que quedaba. Unos 50 estudiantes fueron asesinados, muchos más resultaron heridos y 10 dirigentes universitarios desaparecieron para siempre, según supe después. Pero en ese momento, con la mirada fija en las correntadas de agua mezclada con sangre que corría por las cunetas, algo se conmocionó dentro de mí. No es que no hubiera experimentado de cerca la violencia: la colonia en la que vivíamos estaba ubicada en la parte trasera del Cuartel San Carlos, la principal base militar en la ciudad, y fui testigo de los bombardeos durante la guerra con Honduras en 1969 y el golpe militar de 1972. Pero esto era otra cosa.
El segundo hecho que resquebrajó la pecera sucedió dos semanas después de la masacre. Una noche mi madre recibió una llamada telefónica que le causó gran agitación: exclamó que al parecer habían matado al hijo de Belisario y Angelita. Y enseguida se dedicó a hacer llamadas telefónicas para confirmar y difundir el hecho. Yo siempre traté de mantenerme alejado de las amistades de mi madre, un grupo (una red, diríamos ahora) de señoras chismosas y reaccionarias. Pero Angelita no formaba parte de ese grupo, sino que tenía lazos familiares con mi padre (quien había fallecido en 1971 a causa de una peritonitis). Tiempo atrás mi madre me había obligado a ir al casamiento religioso de una de las hijas de Angelita. Fui de mala gana a la iglesia de la Colonia Centroamérica –el hecho de estudiar con los maristas me hacía detestar todo lo que oliera a religión–, pero me llamó la atención que la música que tocaron durante la misa era de protesta, revolucionaria. A la mañana siguiente de que mi madre recibiera la llamada, los diarios traían en portada la información de que una célula guerrillera había sido descubierta en la colonia Santa Cristina, y que dos de sus integrantes, Felipe Peña Mendoza y su mujer, habían muerto en combate con las fuerzas policíacas; informaban, además, que Felipe Peña era integrante de la dirigencia del grupo subversivo Fuerzas Populares de Liberación (FPL). Ese era el hijo de Belisario y Angelita al que yo había visto en la iglesia unas bancas adelante. Tenía 27 años de edad, y yo 17, ya lo dije, pero nos separaba un abismo. Algo intenso y secreto transcurría en el mundo que me rodeaba sin que yo me percatara.
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A finales de 1975 cumplí 18 años y me gradué de Bachiller. Mi abuela estaba empecinada en que me fuera a estudiar Derecho a Salamanca, que me convirtiera en abogado para heredar el bufete de mi abuelo –yo era el nieto mayor y mi madre, hija única. Esta, por su parte, pretendía que yo me matriculara en la Universidad Católica de San Salvador para estudiar ingeniería o alguna profesión lucrativa. Nada de eso sucedería.
Comencé a viajar con mayor frecuencia a Honduras, en ruta hacia Costa Rica, donde pretendía estudiar música o antropología. En Tegucigalpa, claro está, me quedaba en mi habitación en la casa de mis abuelos; bajaba cada mañana con mi abuelo y su chofer a la ciudad, y a mediodía comíamos en restaurantes, a veces en compañía de alguno de sus correligionarios. Y los domingos, todos y cada uno, salía a dar una caminata con mi abuelo: a eso de las nueve de la mañana bajábamos por el bosque de pinos, nos deteníamos en la granja, donde el mayordomo vivía con su familia y tenía la huerta y los animales (gallinas, cerdos y una vaca lechera), luego enfilábamos hacia la finca de café que estaba en una especie de bajío, y subíamos la pendiente hacia la lotificación que mi abuela comenzaba a vender en parcelas. Nos tomaba un par de horas recorrer la propiedad, entre los pinos y el aire puro, acompañados por los tres perros. Mi abuelo sabía, sin embargo, que yo ya no era el mismo, que lo que él temía había sucedido, que las ideas de la izquierda radical salvadoreña me estaban cooptando. Lo había visto en los libros que llevaba conmigo y en lo que opinaba. Lo extraño es que nunca trató directamente de hacerme cambiar de ideas, de rebatirme. Era un hombre de pocas palabras, ciertamente, pero mientras caminábamos conversando en esas mañanas de domingo a veces mencionaba que la tradición política de El Salvador era mucho más violenta que la de Honduras y otras generalidades, pero no queda en mi memoria ningún recuerdo de confrontación, de debate. Supo inculcarme un respeto mutuo. Si algo metió en mi cabeza fue de una forma tan sutil que no lo percibí. Al salir de la propiedad llegábamos a la carretera principal y tomábamos un descanso en la casa de un lugareño y correligionario del Partido Nacional que siempre nos invitaba a un par de cervezas –mi abuelo me permitió beber cerveza con él desde que tuve 14 años. Luego regresábamos por la carretera a almorzar con mi abuela.
Lo paradójico es que de Tegucigalpa yo tomaba un bus hacia San José de Costa Rica, donde me hospedaba en la casa de Rosita Brañas, viuda de mi primo hermano Raúl, el que murió en Moscú. Rosita era toda una institución en la izquierda tica: hija de un republicano español, generosa, tenía una librería marxista y puntos de vista clarísimos sobre las cosas. Su casa estaba ubicada en el barrio Luján, y me permitía pernoctar en el ático de su hijo Robertico, quien para entonces estudiaba sociología en la Universidad Lumumba de Moscú. En una ocasión, Florencia, hija de Rosita, me invitó a una fiesta al local de la juventud del partido Vanguardia Popular. Yo no daba crédito que los comunistas costarricenses pudieran tener un local público sin que les pusieran bombas o los ametrallaran, como sucedía en San Salvador. Por aquello de las dudas, lo primero que hice fue buscar salidas alternativas de escape en la parte trasera del local.
Mis esfuerzos por estudiar en Costa Rica no fructificaron: el papeleo para lograr las equivalencias y otros impedimentos me resultaron insuperables. Regresé a San Salvador, y como para entonces ya había descubierto la poesía, decidí entrar a la Universidad Nacional a estudiar Letras, para consternación de mi familia.
A mediados de 1976, empero, la universidad estaba controlada por los militares y funcionaba casi como un campo de concentración: había guardias armados con radiotransmisores chequeando las credenciales de quienes entraban al campus –que, además, había sido cercado con alambradas entre las facultades; esos mismos guardias se paseaban por los pasillos frente a las aulas haciendo alarde de sus escopetas. El centro de inteligencia lo tenían en el Departamento de Filosofía, a cuya cabeza habían puesto a un coronel.
Por si lo anterior no bastara para desanimarme, regresé al país cuando el período de matrícula ya había expirado. Mi madre no se arredró: dijo que hablaría con la esposa del rector, quien procedía de una familia de origen hondureño a la cual mi abuelo le había resuelto un problema de tierras cuando se desempeñaba como director del Instituto Nacional Agrario. Y pocos días más tarde me recibían en la rectoría. Aquello parecía la cueva de Ali Baba y los 40 ladrones: había hombres armados en las escaleras y hasta en la sala de espera. Cuando entré a la oficina del rector me encontré frente a una escena digna de la película El padrino: con las cortinas cerradas, una media docena de hombres conspiraban alrededor de una mesa, las corbatas desanudadas, los ceniceros repletos de colillas, y el aire enrarecido por el humo del tabaco. Guardaron silencio cuando me vieron entrar. El rector me preguntó quién era y qué quería, como si su secretaria no me hubiera anunciado. Le expliqué. Señaló a uno de sus adláteres y le indicó que tomara nota y me matriculara de inmediato; enseguida, con un gesto de cabeza me ordenó que me retirara. No estuve ni dos minutos en esa especie de caverna, y ni siquiera me acerqué mucho a la mesa. Pero la imagen ha quedado indeleblemente grabada en mi memoria. El rector era un hombre muy rico, de apellidos Alfaro Castillo. Meses más tarde, un comando de las FPL lo ejecutó en una emboscada a la entrada de la universidad. Hubo una especie de insurrección en la universidad que volvió a manos de la izquierda.
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Fue así como, de 1976 a 1978, comencé a vivir en dos mundos. En San Salvador, junto con mis amigos poetas, nos empapábamos de las ideas de la izquierda y estábamos envueltos en aquella vorágine de radicalización; en Tegucigalpa, cuando visitaba a mis abuelos, era descendiente de los “Moya Posas” y por lo tanto se me ubicaba como nacionalista, porque en la Honduras de aquella época el origen familiar era el que determinaba a qué partido se pertenecía. Pero mis abuelos no se engañaban. Siempre almorzaba con mi abuelo en los restaurantes de Tegucigalpa, y también dábamos el paseo de los domingos, pero evitábamos hablar sobre lo que acontecía en El Salvador. Parecía que ambos viejos se habían resignado, aunque mi abuela no dejaba pasar una oportunidad para vociferar contra los comunistas. Por eso, cuando a finales de 1978 mis amigos poetas salvadoreños comenzaron su militancia con la guerrilla, y yo decidí que eso no era lo mío y que lo más prudente era largarme del país, mis abuelos no dudaron un segundo en darme el apoyo económico para que me fuera a estudiar a Canadá.
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Volví a encontrarme con mis abuelos el 4 de marzo de 1980, el mismo día que decretaron el Estado de Sitio en El Salvador y crucé la frontera El Amatillo hacia Honduras. Mucha agua había pasado entonces bajo el puente: estuve 10 meses en Toronto, y luego de una visita fugaz a la Nicaragua sandinista y a Costa Rica, había recalado de nuevo en San Salvador a principios de enero de ese año. Mis amigos poetas estaban ya en la clandestinidad. Me llevaron a la multitudinaria manifestación de masas del 22 de enero, como ya he contado en otro texto. Me insuflaban su espíritu revolucionario, pero yo no tenía la convicción ni el valor. Y en los últimos días de febrero la policía secuestró a mi sobrino Robertico, el que había estudiado en Moscú, junto a su esposa. La situación se puso peluda, como se decía en aquellos tiempos: fue cuando decidí cruzar la frontera hacia Honduras.
Volví a mi habitación en la casa de mis abuelos en la montaña. Para ellos yo llegaba infectado de izquierdismo, pero me trataban con respeto, hasta consideración, diría yo, habida cuenta del carácter explosivo de mi abuela. Nunca sacaron temas que pudieran sembrar la discordia. Bajaba diariamente con mi abuelo y su chofer a la ciudad, pero no siempre almorzábamos juntos. Yo me dediqué a buscar trabajo, y pronto un grupo de amigos escritores hondureños me consiguieron un empleo en la Universidad Nacional, en el departamento de extensión universitaria. No recuerdo lo que yo hacía en esa oficina, si es que algo hacía, pero cultivé la amistad de los mejores escritores de Honduras de esa época. Los paseos dominicales con mi abuelo por la propiedad –entre los pinares y las nubes rasantes– continuaron con religiosidad; aunque él ya era un hombre de 82 años, su salud parecía impecable. Nos deteníamos un rato en el filo de la montaña, desde donde contemplábamos el valle de Olancho en lontananza. Me gustaría recordar en detalle lo que conversábamos, pero mi memoria me traiciona, quizá por la admiración que yo le profesaba y el respeto que él me demostraba; de esos paseos solo me queda la nostalgia.
Permanecí cuatro meses en Honduras. A finales de junio, mis amigos poetas salvadoreños me contactaron desde Costa Rica, que necesitaban mi colaboración para hacer trabajo periodístico a favor de la revolución a nivel internacional, decían. Y entonces, sin previo aviso, sin dejar rastro, desaparecí.
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La última vez que me encontré con mi abuelo fue en los primeros meses de 1982. No recuerdo la fecha exacta. Volé de la Ciudad de México a Tegucigalpa. Yo trabajaba para una agencia de prensa propiedad del movimiento revolucionario salvadoreño y tenía la misión de llevar un dinero al corresponsal encubierto que teníamos en esa ciudad. La situación política en Centroamérica para entonces estaba en su punto álgido: las guerras civiles en El Salvador y Guatemala, la guerra de la Contra en Nicaragua y la represión de la izquierda dentro de Honduras.
Cuando les dije que los visitaría, mis abuelos se emocionaron. Yo viajaba con miedo, pues mi trabajo para esa agencia de prensa me hacía blanco de los militares hondureños, dirigidos entonces por un general sicópata de apellidos Álvarez Martínez. Le pedí a mi abuelo que me fuera a recoger al aeropuerto. Y ahí estaba, en la pista, frente a la escalerilla del avión (como viejo líder político siempre tuvo los contactos para recogernos o llevarnos hasta la escalerilla), más deteriorado bajo su sombrero de fieltro. Tenía ya 84 años. Me alojé en mi habitación en la casa de la montaña y bajé diariamente con él a la ciudad; pese a la edad, nunca dejó de trabajar en su bufete. Comíamos juntos, conversábamos generalidades. No hubo paseo dominical; permanecí muy pocos días en la ciudad y él ya se miraba muy cansado. Un mediodía, en un restaurante de carnes en la calle del Telégrafo, un par de policías secretos se sentaron en la mesa a sus espaldas y me mostraron sus pistolas para intimidarme. No le comenté nada. Pero me las ingenié para entregar el dinero que tenía que entregar. Le pedí, eso sí, temeroso, que me llevara a las escalerillas del avión y esperara en la pista hasta que la nave despegara. En la escala en San Pedro Sula tuve pánico de que los esbirros de Álvarez Martínez entraran a sacarme. Pero nada sucedió. Años después supe que mi abuela llamaba directamente a la línea de ese sicópata para quejarse del ruido nocturno de los autos de la Contra nicaragüense que había establecido su radio en una propiedad colindante.
Mi abuelo murió de un ataque al corazón muy poco tiempo después de mi visita, el 17 de mayo. Lo supe días después, cuando ya lo habían enterrado. Me heredó su revólver 38 corto, pero uno de mis hermanos lo vendió en connivencia con el office boy del bufete de mi abuelo, según se lamentaba mi abuela.