Cómplices pasivos: aprendizajes e involuciones

Quien fuera jefe de asesores de la Presidencia de Sebastián Piñera durante su primera administración, recuerda en este texto el impacto que el concepto de “cómplices pasivos” tuvo en la coalición de centroderecha. A su juicio, dicha conmemoración representaba una compleja encrucijada para el gobierno, la que fue abordada por el exmandatario mediante una valiosa reflexión, tan difícil como necesaria para su sector. También plantea que en el marco de los 50 años del Golpe, y sobre todo a partir del estallido social, resulta indispensable fortalecer algunos consensos básicos de la democracia liberal —como el rechazo de la violencia, el respeto por las reglas del juego, el reformismo responsable o el reconocimiento de la legitimidad de los adversarios—, valores que según el autor se encuentran bajo amenaza desde ambos extremos del espectro político. En eso, sostiene el autor, la vieja centroizquierda concertacionista y la vieja centroderecha aliancista —ambas hoy con mala salud política y electoral— aún tienen bastante que decir.

por Gonzalo Blumel I 13 Septiembre 2023

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Nunca las conmemoraciones del 11 de septiembre han sido inocuas. Es como si el calendario no perdonara. Meses o semanas antes, por lo bajo, el país vuelve a conectar con el pasado para recordar la mayor y más perdurable división que hemos tenido en nuestra historia. Cuando además la efeméride se escribe en números redondos (20, 30, 40 o 50 años), la fecha se recarga aun con mayor intensidad de sentimientos y emociones, más allá de lo que cualquier historiador hubiera previsto. Así fue cuando se cumplieron 20 años en los tiempos del presidente Aylwin, 30 años en el mandato de Ricardo Lagos y 40 años en el gobierno de Sebastián Piñera.

Esta última conmemoración pude conocerla desde adentro, ya que en septiembre de 2013 ejercía como jefe de asesores de la Presidencia, el llamado Segundo Piso, al que llegué luego de tres años a cargo de la División de Estudios de la Segpres. Pues bien, la entrevista donde Sebastián Piñera habló de “los cómplices pasivos”, publicada por La Tercera el 30 de agosto, y el discurso que pronunció a raíz de los 40 años del Golpe pocos días después fueron el resultado de una meditada reflexión realizada por el mandatario, con el propósito de enfrentar con un mínimo de solvencia un tema siempre candente para nuestro sector. Piñera no quiso eludirlo. Tampoco quiso quedarse en lugares comunes. Todo lo contrario. Desde su entorno más cercano siempre tuvimos claro que veía en esa conmemoración una posibilidad no solo de cumplir con su responsabilidad como jefe de Estado, fijando una línea que fuese aceptable para una amplia mayoría. También identificó una oportunidad única para dotar a la centroderecha de un relato que permitiese hacerse cargo de mejor forma de su pasado, marcado indeleblemente por el apoyo irrestricto que parte importante de la derecha le brindó a la dictadura. El presidente consideraba que no existiría mejor instancia para hacerlo que entonces, cuando un aniversario de “número cerrado” del Once coincidía por primera vez con un gobierno de dicho signo político. Eso nunca había pasado. Era, por lo mismo, la ocasión propicia para salir a enfrentar los fantasmas y demostrar que se podía mirar sin complejos la conmemoración.

Para entender bien lo ocurrido conviene recordar el contexto. En los meses previos al aniversario del golpe de Estado, la ciudadanía estaba muy sensibilizada con el tema a raíz de la enorme cantidad de publicaciones, programas, investigaciones, notas de prensa y debates que se sucedieron en los distintos medios de comunicación. A ello se le sumó la inédita caja de resonancia producida por las redes sociales, fenómeno novedoso en un hito de esas características. Piñera, es cosa sabida, siempre adoptó una posición disonante respecto a su coalición en esta materia. Había, por lo mismo, un cierto morbo en el ambiente respecto de la forma en que el gobierno encararía el tema, todo esto a menos de dos meses de una elección presidencial donde se jugaba buena parte de su legado. Estos elementos tal vez explican la enorme efervescencia que alcanzó dicho aniversario, distinto en su naturaleza, pero similar en cuanto a intensidad, con el de los 30 años del Golpe, cuando el presidente Lagos reabrió la puerta de Morandé 80 de La Moneda. Así y todo, ante la disyuntiva de abstenerse para no generarse problemas o asumir un bulto que era bien poco presentable seguir chuteando, a Piñera no le cupo ninguna duda.

En la entrevista mencionada, el mandatario acunó el concepto de los “cómplices pasivos”, alusivo a las responsabilidades de orden político e institucional derivadas de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura. De esta manera, se refirió a las altas autoridades de la época que, no habiendo podido menos que saber lo que estaba ocurriendo, nada hicieron por impedirlas, por investigarlas o por sancionarlas. También fue el caso —mencionó— de los jueces y tribunales que descartaron sistemáticamente miles de recursos de amparo, y de la prensa, que en reiteradas ocasiones se prestó para distorsionar los hechos o para acatar versiones oficiales que poco y nada conversaban con la realidad.

La entrevista cayó como un balde de agua fría en la dirigencia oficialista. Los partidos de la Alianza manifestaron su malestar a La Moneda a través de sus presidentes, calificando las expresiones del mandatario como “inadecuadas”, “poco asertivas”, “injustas” o incluso “antipáticas”, no obstante que algunos dirigentes históricos de la UDI ya habían hecho su propio mea culpa. Como siempre, el escenario escogido para los reproches fue el comité político de los lunes, donde hubo duras recriminaciones cruzadas. De todos modos, pese a las divergencias, en ningún caso hubo asomo de rupturas.

Digeridos los alcances de la entrevista, La Moneda anunció la realización de un acto de carácter republicano, para el lunes 9 de septiembre, con motivo de los 40 años del Golpe. Se cursaron invitaciones a distintas autoridades de los poderes públicos y del oficialismo, las que también incluyeron a la entonces candidata presidencial Michelle Bachelet, al resto de los aspirantes a la presidencia, a los expresidentes de la República y a los principales dirigentes de la centroizquierda. Sin embargo, nadie del conglomerado opositor concurrió a la ceremonia, argumentando actos de campaña y actividades paralelas como justificación (terminaron organizando un acto paralelo en el Museo de la Memoria). El mensaje era evidente: había que negarle al gobierno y al presidente Piñera cualquier legitimidad para referirse al Once. La actividad, pese a recibir críticas desde el oficialismo, contó con la participación de sus principales dirigentes.

El acto del 9 de septiembre en sí fue muy sobrio. El presidente bajó de su despacho en La Moneda a la Plaza de la Constitución y procedió a reabrir la plaza, que había estado cerrada durante meses por trabajos de remodelación. Se izaron las 14 banderas instaladas en el lugar y luego el jefe de Estado volvió al Palacio, para pronunciar un discurso que planteó en términos explícitos que en la agonía de la democracia chilena hubo “responsabilidades compartidas”, porque el gobierno de la UP “reiteradamente quebrantó la legalidad y el Estado de derecho”, aunque fue categórico en afirmar que “ninguno de los hechos, causas, errores y responsabilidades” que condujeron al quiebre de la democracia pueden justificar “los inaceptables atropellos a la vida, integridad y dignidad de las personas”. También insistió en la responsabilidad por omisión en las violaciones de DD.HH. de quienes “ejercieron altos cargos en el gobierno militar o de quienes, por su investidura o influencia, y conociendo estos hechos, pudieron alzar la voz para evitar los abusos”. Adicionalmente, señaló que, si “muchos de nosotros pudimos haber hecho mucho más en la defensa de los DD.HH., también nos alcanza una cuota de responsabilidad”.

La actividad se inició a las 9:30 de la mañana y se extendió por casi dos horas. Al término de la ceremonia no hubo mayores controversias.

Otro hecho muy relevante ocurrido por esos días fue la decisión del gobierno de cerrar el penal Cordillera, recinto creado el 2004 durante el mandato del presidente Lagos, que contaba con condiciones especiales para los internos y donde permanecían, a esa fecha, 10 oficiales en retiro condenados por delitos de lesa humanidad. La medida fue anunciada el jueves 26 de septiembre y representó la respuesta del gobierno a la polémica originada tras una entrevista de CNN a Manuel Contreras, que fue transmitida un día después del acto en La Moneda. En sus declaraciones, el exjefe de la Dina desconocía por completo las violaciones a los DD.HH., negaba su condición de preso e incluso ponía en duda la existencia de los detenidos desaparecidos. Como era de esperar, la entrevista produjo una enorme y justificada polémica. Intentar cuadrar su versión con verdades más que zanjadas por la justicia (y la historia) resultaba simplemente indignante. El cierre del penal Cordillera significó que los exmilitares fuesen trasladados a Punta Peuco, y el presidente justificó la medida aduciendo razones de igualdad ante la ley. Con todo, Piñera llamó a “no confundir a las FF.AA., que merecen todo el respeto, con criminales que atentaron contra los DD.HH.”. Y aunque hubo algunos reclamos en los partidos de la coalición, las cosas tampoco se salieron de control.

Un balance a la distancia

Los 40 años del Golpe nos encontraron en La Moneda en medio de un ambiente polarizado, exigente, contradictorio. Ciertamente, el año 2013 fue mucho menos ingrato que 2011 y 2012, al menos desde una perspectiva política. No tuvimos nada parecido a las enormes movilizaciones que habían tenido lugar en los años previos (HidroAysén, Magallanes, Aysén, Freirina, movimiento estudiantil, etc.), que en su momento plantearon situaciones de gran dificultad. Al ser un año electoral, el eje del debate fue desplazándose desde La Moneda hacia las candidaturas presidenciales, y esta pérdida de protagonismo, en vez de perjudicar al mandatario, le entregó mayores márgenes de movimiento.

Como era el último año del periodo, el gobierno pudo concentrarse mejor en sus prioridades y a raíz de eso, anotarse logros significativos: la economía y el empleo aparecían totalmente consolidados; lo mismo que el proceso de reconstrucción del 27-F, donde era posible constatar un fuerte avance en las metas autoimpuestas; también se podían exhibir avances sociales de relevancia, como la extensión del permiso posnatal a seis meses o la eliminación del descuento del 7% de salud para los adultos mayores más vulnerables, ambas medidas emblemáticas de la campaña del 2010.

Sin embargo, a nivel político las tensiones seguían siendo una constante, fruto del discolaje, la polarización y la incipiente fragmentación del sistema de partidos. Partiendo por la oposición, la cual mantuvo un inalterable “obstruccionismo” legislativo durante casi todo el periodo, actitud que se intensificó con la candidatura de Michelle Bachelet, por lejos la favorita en todas las encuestas.

También hubo serias dificultades con la Alianza, integrada en ese entonces por la UDI y RN. Desde el disco Pare de la UDI por el Acuerdo de Vida en Pareja, tras la cuenta pública del 2011, hasta la renuncia del presidente de RN a los comités políticos de los lunes, debido a sus permanentes desavenencias con el gobierno. En realidad, fue la centroderecha como un todo la que hizo crisis, como quedó de manifiesto con el hundimiento ese año de sus sucesivas candidaturas presidenciales.

Y si bien durante 2013 se produjo una gradual recuperación en las encuestas, veníamos saliendo de dos largos años con cifras de apoyo que oscilaron entre el 20% y el 30%, lo que en ese momento era motivo de gran escarnio y fuente inacabable de críticas (hoy apenas sería un pecado venial).

Por ello, desde una perspectiva política, calibrada además con el paso de los años, pienso que la forma en que Sebastián Piñera encaró ese particular aniversario entrana una cuota importante de mérito. El tema no era sencillo de tratar. De lado y lado se arriesgaban pérdidas importantes. No pocos asesores lo instaban a “capear la ola” con discreción e incluso invisibilidad. Pero optó por lo contrario, porque tenía la convicción de que ni el gobierno ni su propia coalición podían dejar pasar la fecha sin hacer una reflexión profunda.

Recuerdo que el discurso en La Moneda fue largamente meditado por el mandatario. Se preparó con dedicación, tomó incontables notas en su clásico block Colón, escuchó a muchísima gente, siempre apoyado por el equipo de contenidos que lideraba el abogado Ignacio Rivadeneira, hijo del fundador y primer presidente de RN, Ricardo Rivadeneira, quien a fines de los 80 había sido una figura importante para los acuerdos políticos que fueron fraguando la transición democrática.

Durante ese periodo consultó diversas opiniones, recabó una serie de antecedentes de carácter histórico, y probó una y otra vez sucesivos borradores para encontrar el tono y los adjetivos adecuados. Su idea era dar cuenta tanto de los factores que fueron pavimentando el camino al quiebre de nuestra democracia, como de los traumáticos e inaceptables sucesos posteriores. Explícitamente nos señaló que buscaba plantear una reflexión con “mirada de Estado”.

El mandatario también compartió los principales elementos del discurso con su comité político, del que yo formaba parte como responsable del Segundo Piso. Desde ahí pude conocer las orientaciones generales de su intervención. Comentarios de más o de menos, todos estuvimos de acuerdo con la mirada planteada. Lo mismo al interior del gabinete, donde no recuerdo haber escuchado ninguna voz disidente.

Los partidos de la Alianza manifestaron su malestar a La Moneda a través de sus presidentes, calificando las expresiones del mandatario como ‘inadecuadas’, ‘poco asertivas’, ‘injustas’ o incluso ‘antipáticas’, no obstante que algunos dirigentes históricos de la UDI ya habían hecho su propio mea culpa. Como siempre, el escenario escogido para los reproches fue el comité político de los lunes, donde hubo duras recriminaciones cruzadas.

Por el contrario, en los equipos de gobierno, especialmente en la generación sub-40 (todos nacidos con posterioridad a 1973), integrada por un grupo grande de profesionales que debió transitar en forma acelerada desde los rigores de la técnica a los vaivenes de la política, el discurso encontró en general una recepción muy positiva. Para muchos de nosotros, venía a fijar una línea que era muy solvente en términos políticos e irreprochable en términos morales. Considerábamos que ya era hora de que la centroderecha se hiciera cargo de sus déficits históricos, para reconocerlos, asumirlos y explicarlos, sin medias tintas, al país. En muchos sentidos, las definiciones del mandatario significaron un alivio para buena parte de esa generación, que siempre se sintió incómoda con aquellas posturas que, de una u otra manera, justificaban o hacían la vista gorda ante las atrocidades cometidas por la dictadura.

Un ejemplo fue la carta publicada por un grupo transversal de analistas, académicos e investigadores sub-40, titulada “A 40 años del Golpe: una declaración generacional”, la que fue suscrita, entre otros, por destacados profesionales que trabajaban o que habían pasado por el gobierno, como Hernán Larraín (Segundo Piso), Lorena Recabarren (Segpres), Francisco Irarrázaval (Minvu) o Ignacio Briones (Hacienda). El texto instaba a establecer ciertos mínimos comunes sobre los cuales construir una comunidad política, a saber, el rechazo de la violencia política, el compromiso con la democracia y la inviolabilidad de los DD.HH.

Hubo sobre todo dos aspectos que fueron enfatizados por Piñera en su discurso. El primero se refería a que el quiebre de 1973 fue una consecuencia, predecible pero no inevitable, del deterioro que venía experimentando nuestro sistema político desde fines de los 60, periodo marcado por el peak de la Guerra Fría y por las contradicciones de la vía chilena al socialismo. Según el mandatario, este era un proceso donde la izquierda renunciaba —hasta donde fuese conveniente— a la vía armada para la conquista del poder, pero no a los fines de control político prescritos por la ortodoxia marxista para toda revolución, así fuera que la suya tuviera, como dijo Salvador Allende, sabor a “empanadas y vino tinto”. El presidente Piñera habló de las inconsecuencias programáticas de la Unidad Popular, de su escaso apego a la legalidad y del desorden y divisionismo que distinguieron al gobierno en ese periodo. Este factor, a juicio suyo, fue el verdadero germen del colapso de nuestra democracia. En este plano, la izquierda tiene una responsabilidad que nunca ha terminado de asumir con claridad. Peor aún, en los últimos años el sector más bien se ha alejado de toda posible autocrítica, al punto que la renovación socialista —un hito fundamental de la Transición— parece a estas alturas una simple nota al pie de los libros de historia o una extraña transgresión incompatible con los anhelos redentores de las nuevas generaciones.

El segundo punto, por lejos el más relevante en términos políticos, es que Piñera no solo condenó las violaciones de DD.HH. cometidas por la dictadura (algo que por lo demás siempre había hecho), sino que por primera vez asumió que hubo una cuota indirecta de responsabilidad en su sector —política, moral, simbólica o como se la quiera llamar—, en la medida en que no se actuó diligentemente, habiendo podido hacerlo, para representar, corregir o simplemente condenar lo que estaba ocurriendo.

Ese es, a no dudarlo, el principal aporte de ese discurso. Piñera marcó una clara línea divisoria respecto de lo que es admisible e inadmisible en materia de DD.HH. Sostuvo que no solo es condenable justificar, promover o perpetrar estos atentados; también es reprochable omitirse frente a hechos que son siempre inaceptables, en cualquier lugar y circunstancia, y que durante la dictadura alcanzaron niveles de gravedad y reiteración sin parangón en nuestra historia.

Es posible que la forma en que el mandatario encaró los 40 años del Golpe no haya tenido toda la pulcritud o prolijidad que debió tener. El desplante presidencial generó tensiones en la coalición; algunas eran quizás inevitables, pero otras no. De más está decir que la candidatura de Evelyn Matthei quedó injustamente abollada. Con un poco más de pericia, se podría haber embarcado de mejor manera a la Alianza, de forma de haber marcado el punto de manera más robusta e incontestable. Hoy sigue siendo motivo de discordia al interior de la coalición y son todavía demasiado pocos los que defienden la aproximación al tema del mandatario. Es más, hay quienes atribuyen a ese momento el surgimiento de una incipiente desafección del electorado con las posturas más moderadas de Piñera (hipótesis más que discutible, considerando el macizo triunfo del 2017). Aun así, e incluso asumiendo ese costo, sigo pensando que el resultado final tuvo muchas más luces que sombras para el sector. Permitió encajar de mejor forma el pasado con el presente, fijó un nuevo marco de referencia para el futuro y mostró la indiscutible existencia de una centroderecha comprometida con los valores democráticos más esenciales. Hoy, de hecho, es posible constatar que todos los partidos de Chile Vamos incorporan referencias al respeto de los DD.HH. en sus declaraciones de principios. En el caso de RN, esta fue modificada en 2014, mientras que en el caso de la UDI fue actualizada en 2018. En el caso de Evópoli, que data de 2015, forma parte de sus principios fundacionales.

El reconocimiento ciertamente no ha llegado. Y quizás nunca llegue. Al exmandatario se le suele evaluar con una vara en exceso celosa. De todos modos, en términos históricos, aún ha corrido muy poca agua bajo el puente.

50 años después: ahora o nunca

Los 30 años del Golpe estuvieron marcados por el arribo a La Moneda de Ricardo Lagos, el primer presidente socialista desde Salvador Allende. Lagos, a diferencia de la Unidad Popular, lideró un proyecto político de vocación mayoritaria, plenamente democrático y apegado a la legalidad, alejado de todo idealismo exacerbado o tentación refundacional. Hasta cierto punto, reivindicó el socialismo chileno con los valores más profundos de nuestra tradición democrática.

Los 40 años del Golpe, ya se mencionó, estuvieron marcados por el retorno de la centroderecha a La Moneda, de la mano de un presidente que votó por el No, que no solo rechazó las violaciones de DD.HH. ocurridas en dictadura, sino que además reconoció la existencia de complicidades pasivas, por lejos el aspecto más recordado de dicha conmemoración.

¿Qué marcará ahora la conmemoración de los 50 años? ¿Será acaso una mirada reivindicatoria del proyecto utópico y excluyente de la Unidad Popular? ¿O será, desde la otra vereda, una suerte de esfuerzo restaurador de las modernizaciones impulsadas por la dictadura, aun a costa de empatarlas con los atropellos cometidos?

Creo que ambas opciones envolverían un severo retroceso democrático. Algo de eso, de hecho, se ha venido observando desde el 18 de octubre de 2019. Por una parte, ha proliferado cierta izquierda que, amparada por las primeras líneas de Plaza Baquedano o de Twitter, no ha dudado en desempolvar sus viejos sueños de ruptura. Es una izquierda ultrona y pendenciera, que desnudó impúdicamente sus débiles credenciales democráticas en los días posteriores al estallido social, que buscó derribar por todos los medios a su alcance a un mandatario plenamente democrático y, lo que es peor, que estuvo dispuesta a utilizar la tragedia del 73 de la peor manera posible, forzando comparaciones abusivas y analogías inverosímiles que al final, y eso es lo más triste, solo debilitan la causa misma de los DD.HH. Obviamente, luego de las debacles electorales del 4 de septiembre de 2022 y del 7 de mayo de 2023, hoy se planta con algo más de pudor en la escena pública, más por obligación que por convicción. Pero no es para nada improbable que apenas cambie la dirección del viento, esa izquierda beata reaparezca con renovado y militante entusiasmo.

También se observa la reaparición de cierta derecha que, después de décadas de hibernación, vuelve a reivindicar con “mirada de Estado” las obras impulsadas por la dictadura, poniéndolas como contrapunto de las violaciones de DD.HH., como si en esto fuese posible realizar una suerte de balance contable o análisis de costo-beneficio.

¿Qué hacer frente a polaridades tan extremas como dañinas? ¿Estaremos condenados en esta conmemoración a vivir (o sufrir) una fiesta del revisionismo por lado y lado? ¿Tendremos nuevamente una suerte de competencia entre bandos, donde únicamente se reivindicará la superioridad moral de los propios? ¿O bien, por una vez, podremos intentar mirar el futuro juntos en torno a mínimos comunes que sean ampliamente compartidos? La respuesta a estas preguntas —creo— dependerá de la actitud que adopten hacia adelante las fuerzas más tradicionales o con mayor arraigo de la política chilena, esto es, la vieja centroizquierda concertacionista y la vieja centroderecha aliancista, ambas hoy con mala salud política y electoral, atrapadas entre las dudas sobre su pasado y los temores sobre su futuro.

De la actitud que ambos bloques adopten, de las banderas que enarbolen, de no avergonzarse de su historia, de no sucumbir frente a las amenazas que enfrentan por las bandas, de ello dependerá (en buena medida) esta nueva conmemoración del 11 de septiembre. En esto nos jugaremos el fortalecimiento, o el deterioro, de ciertos consensos que han estado vigentes por más de 30 años y que fueron esenciales para la restauración democrática. Consensos que creíamos fuera de toda disputa y que, ahora sabemos, se encuentran amenazados por las fuerzas centrífugas de nuestro debilitado sistema político. Consensos como la democracia liberal o representativa por sobre las fórmulas del asambleísmo popular o identitario. Consensos como el reformismo responsable por sobre el utopismo refundacional. Valores intangibles de nuestra democracia, como el rechazo a toda forma de violencia, la legitimidad del monopolio estatal de la fuerza, la defensa y promoción permanente de los DD.HH., el respeto irrestricto de las leyes y normas, la amistad cívica, el reconocimiento de la validez moral de nuestros adversarios políticos, y la preferencia del diálogo y los acuerdos por sobre la imposición a rajatabla de las mayorías circunstanciales.

Hoy, a 50 años del Golpe, muchos llaman a poner la mirada en el futuro. En lo personal, y a contrario sensu, creo justo lo contrario. O puesto de otra manera, el futuro depende de aprender de lo vivido. No podemos dejar de atender las lecciones de lo ocurrido hace ya medio siglo, cuando perdimos nuestra democracia de manera traumática. Tampoco podemos ignorar lo que sucedió hace algo más de 30 años, cuando trabajosamente la recuperamos. Y aunque el recuerdo sea más cercano, tampoco parece aconsejable ignorar el desmadre de hace apenas cuatro años, cuando volvimos a estar cerca de desbarrancarnos. Todos esos momentos, todos esos instantes, nos recuerdan con particular vehemencia la fragilidad de nuestra democracia, y también, el imperativo que tenemos de cuidarla para nunca más volver a perderla.

 

Imagen: Sebastián Piñera durante la conmemoración de los 40 años del Golpe en La Moneda, el 9 de septiembre de 2013. Fotografía: cortesía de AgenciaUno.

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