De nada servirá que la nueva Constitución consagre un extenso Estado de bienestar si no se garantizan los medios para financiarlo, plantea el autor de este artículo, para quien el aseguramiento de esos medios requiere la pervivencia, en esencia, de un sistema neoliberal. De lo contrario, la nueva Carta Fundamental será un mero ejercicio de demagogia, que satisfará a la ciudadanía en el corto plazo, pero la decepcionará no en el largo, sino en el mediano plazo. Está por verse, además, cómo la clase política supera el espíritu faccioso que la embarga hoy y los sectores moderados se deciden a liderar el proceso constituyente. Por deslavadas que parezcan, las democracias exitosas siempre han exigido renuncias.
por Felipe Schwember I 5 Enero 2021
Aunque los pronósticos más verosímiles siempre pueden ser desbaratados por la Fortuna, los tiempos que corren parecen ser especialmente poco propicios para las predicciones. Hace poco más de un año, nadie habría podido imaginar la magnitud de la crisis en que estamos sumidos. Nadie habría podido imaginar, tampoco, el día del triunfo en la segunda vuelta de la elección presidencial o que ya durante el mandato del Presidente Piñera, y como consecuencia del estallido, se convocaría a un plebiscito para definir el destino de la Constitución del 80; que al estallido le sucedería una pandemia que, por una parte, aletargaría la efervescencia social y, por otra, golpearía gravemente la economía; que se autorizarían retiros de las AFP con ocasión de ese golpe y que, en fin, comenzaría el desmantelamiento definitivo del modelo neoliberal. Y todo ello sin contar con el recrudecimiento del conflicto en La Araucanía. Aunque no faltaran signos, es innegable que la actual es una constelación de eventos poco probables.
Sin embargo, por temerario que sea, resulta inevitable preguntarse por el futuro. Anticiparse, hacer apuestas. Las mías acerca del proceso constituyente no son particularmente halagüeñas. En lo que sigue daré razón de mis reservas que, espero, no resulten demasiado desalentadoras para el lector. En cualquier caso, y aunque por momentos no lo parezca, mi escepticismo no es catastrofista. Creo que el proceso constituyente enfrenta dificultades serias, pero no insuperables. Por lo demás, puesto que el proceso constituyente es la única vía para salir airosos de la actual crisis, no parece prudente desahuciarlo de antemano. En ocasiones, una cuota de optimismo, por pequeña que sea, puede ser un imperativo.
Después del plebiscito del 25 de octubre pasado, mi escepticismo puede parecer fruto de la obstinación. Primero, porque un plebiscito es el modo natural –seguramente el único modo, además en una democracia– de resolver una crisis tan profunda como la que se desató a partir del 18 de octubre de 2019; en segundo lugar, porque el muy contundente resultado del plebiscito revela no una polarización, sino un amplio consenso en torno a la necesidad de superar el actual modelo institucional y de desarrollo. De este modo, el plebiscito permitiría encauzar el malestar, sosegar los ánimos y dar una salida democrática y pacífica a un proceso que, quiérase o no, ha estado –por decirlo eufemísticamente– salpicado por la violencia.
Sin embargo, esa es una conclusión demasiado optimista.
Y no se trata de que yo crea que el plebiscito mismo fuera una mala idea. Por el contrario, posiblemente era la única oportunidad para superar la crisis social, sobre todo después del torpe manejo que el gobierno o personas asociadas a él hicieron de la crisis desde el primer momento (“estamos en guerra”, los alienígenas, etcétera); sobre todo, después de que las marchas continuaran o tuvieran lugar tras los episodios más violentos (como la destrucción del metro), y de que una parte no despreciable de la ciudadanía y de la misma clase política se mostrara indulgente con la violencia, cuando no la justificara derechamente. En un escenario como ese, un plebiscito es seguramente la única forma de dirimir las diferencias políticas y encauzar la discusión pública.
El problema, entonces, no es el plebiscito como tal, sino todo lo que a través de él (y de los procesos que vienen: la convención constituyente y el plebiscito de salida) se debe encauzar y contener. Me refiero con ello, fundamentalmente, a tres cosas: primero, las diferentes concepciones de lo que es una Constitución; segundo, la disposición al diálogo y el apego a las normas que lo hacen posible, y tercero, las expectativas que la ciudadanía tiene puestas en la nueva Constitución.
La situación ideal sería la siguiente: el plebiscito, la Convención Constituyente y el plebiscito de salida permitirán dar efectiva expresión al imperioso anhelo democrático al que la Constitución del 80 –la Constitución de Pinochet– reprimía y que desde octubre pasado ya no se pudo contener más. En virtud de todos esos procesos, el pueblo de Chile se podrá dar libre y soberanamente una Constitución a la medida de su propio criterio y juicio. Más aún, el pueblo de Chile –para decirlo al modo de algunos constitucionalistas– podrá en efecto constituirse como pueblo, al darse una Constitución con la que pueda identificarse. No sería, entonces, como ha ocurrido en todas las anteriores ocasiones: una Constitución hecha a la medida de los intereses de unos pocos por esos mismos pocos (la oligarquía), sino que sería genuina expresión del sentir popular. Con ello, además, se superaría, por fin, la división histórica que se remonta, al menos en la historia reciente, a la década del 60 y 70 del siglo pasado. Ciertamente, si ese fuese el resultado de todo el proceso de cambio institucional gatillado el 2019, entonces se trataría de un muy feliz resultado. Y se trataría de un resultado particularmente feliz si, además de lo anterior, la Constitución resultante contiene un marco que permita continuar con el desarrollo económico del país. Se trataría, así, de una Constitución confeccionada en democracia, libremente, que fortalecería (o “aseguraría, por fin, efectivamente”, según cómo se lo quiera ver) ciertos derechos sociales (educación, salud y pensiones).
Sin embargo, parece improbable que ese escenario ideal vaya a tener lugar. Por varias razones. La primera es que la elaboración de la nueva Constitución inevitablemente requerirá que los partidos políticos y/o los constituyentes independientes medien las demandas ciudadanas, de modo de poder conjugarlas con otras o de darles la forma general y abstracta que por definición debe tener una Constitución. Sin embargo, ese ejercicio no resulta aceptable para aquellos que no creen en ese tipo, digamos, elitista de mediación y/o esperan una Constitución con un fuerte ingrediente corporativo. Pienso aquí, sobre todo, en aquellos que imaginan que una Constitución “verdaderamente popular”, debería nacer y tomar forma a partir de las demandas y decisiones de las bases, de agrupaciones más pequeñas, como cabildos o asambleas vecinales, cuyas demandas van siendo recogidas de modo más o menos inalterado por instancias superiores; pienso también en aquellos que imaginan una Constitución redactada por gremios o con alta participación de los grupos gremiales: profesores, mineros, pueblos originarios, minorías sexuales, obreros, etcétera.
Se me podría objetar que quienes tienen esa concepción de lo que debe ser una Constitución y el modo de redactarla son una minoría. Puede ser. No sabemos qué porcentaje del 80% que votó por el Apruebo adhiere a esta concepción… suponiendo que hayan votado, pues quienes tienen esta concepción podían sentirse a priori decepcionados del proceso constituyente acordado el 15 de noviembre, toda vez que en él se dejó fuera de las alternativas para la redacción de la nueva Constitución la “Asamblea Constituyente”. En cualquier caso, quienes tienen esta concepción de la democracia y de lo que debe ser un proceso constituyente son, por regla general, los más críticos e insatisfechos con el actual modelo. No tardarán en elevar sus voces para denunciar el secuestro del proceso constituyente por la clase política.
Otra razón por la que el escenario ideal me parece de difícil cumplimiento, es la degradación de la discusión pública, en varios niveles. Esa degradación comprende, naturalmente, el progresivo –y en ocasiones olímpico– desinterés de los parlamentarios por las “razones técnicas” que aconsejan legislar de una manera en lugar de otra. Pero no me refiero primordialmente a esa degradación. Me refiero, más bien, a la falta de disposición dialógica y, sobre todo, a la validación de la protesta violenta como medio de presión política. El 17 de octubre de 2019 teníamos una democracia constitucional, con estado de derecho, etcétera. ¿No hubiera sido legítimo decir a la ciudadanía descontenta –aun cuando fuera el 80%– que debía esperar a la próxima elección para expresar ese descontento en las urnas?; ¿que podía –y debía– presentar su propio proyecto político para someterlo a votación en la próxima oportunidad, para comprobar la adhesión que concitaba, porque, después de todo, de eso se trata la democracia?
El que nadie en el gobierno ni en la oposición haya hecho eso, el que no hubiere sido tampoco factible y, más aún, que resulte hasta una candidez simplemente pensarlo, refleja, en mayor o menor medida, que la idea de que la voluntad popular se refleja en las elecciones y no “en la calle”, y de que la protesta violenta no es un aditivo aceptable de las marchas, eran ideas de hecho abandonadas tanto por parte importante de la sociedad civil como de la clase política. Dicho de otro modo, la idea de la voluntad formal parece haber cedido a la idea de una voluntad sustantiva, agonal incluso, que, dicho sea de paso, puede ser altamente inestable. Y aunque a algunos les acomode más que a otros, en el reconocimiento de esa voluntad sustantiva parece encontrarse la única –y penosa– concordancia que existe entre los distintos partidos políticos del Chile actual.
El advenimiento de ese concepto de democracia explica en gran medida la naturaleza de la actual discusión parlamentaria (enconada e intransigente, refractaria a los acuerdos), y de sus métodos (abuso de las acusaciones constitucionales y parlamentarismo de facto).
Así las cosas, ¿por qué cabría esperar mayor disposición al diálogo en la convención constituyente? El 80% podría invitar a tener fe, pero a menos que exista una inusitada sintonía entre los constituyentes o entre estos y la ciudadanía (sobre todo aquella proclive a la protesta violenta), esa fe solo parece destinada a sostener a los más entusiastas. Bajo el actual ethos de nuestra democracia, nada asegura que la discusión constitucional pueda sustraerse ya del espíritu faccioso que embarga a nuestros políticos, ya del clamor de la calle.
La última razón de mi escepticismo estriba en las enormes expectativas que gran parte de la ciudadanía tiene de la nueva Constitución. Como es obvio, una nueva Constitución no satisfará por sí sola esas expectativas, aun cuando estas quedaran limitadas únicamente a la salud, la educación y las pensiones. De nada servirá que la nueva Constitución consagre un extenso Estado de bienestar si no se aseguran los medios para financiarlo. Y el aseguramiento de esos medios requiere la pervivencia, en esencia, del sistema neoliberal. De lo contrario, la nueva Constitución será un mero ejercicio de demagogia, que satisfará a la ciudadanía en el corto plazo, pero la decepcionará, no en el largo, sino en el mediano plazo. Sin embargo, esa pervivencia significa que la vida de la gente no cambiará tanto como muchos esperan: no se acabarán las colas en los consultorios, no mejorará instantáneamente la educación pública; no mejorarán sustantivamente las pensiones. El advenimiento del bienestar seguirá dependiendo, a fin de cuentas, del mayor o menor crecimiento económico de que disfrutemos.
Chile debía resolver su problema constitucional: una sociedad no puede permanentemente estar discutiendo acerca de su Constitución. La Constitución debe ser el marco de la vida política, no la manzana de la discordia que constantemente la divide.
Sin embargo, parece que tenemos que enfrentar el desafío de darnos una nueva Constitución en una situación particularmente adversa. En Chile se ha hecho mucha demagogia con la nueva Constitución. Se espera con ella conjurar el malestar que se atribuye al sistema neoliberal. Sería una desgracia que esa esperanza se trocara en decepción y que, eventualmente, esa decepción alimentara protestas o un nuevo estallido, nada más promulgada la nueva Constitución. Eso la condenaría a una rápida obsolescencia y a la sociedad chilena, a un estancamiento prolongado.
Podemos ahorrarnos todo eso. Pero para ello es preciso que las fuerzas políticas moderadas guíen el proceso constituyente y acuerden, en lo fundamental, el contenido de la nueva Constitución. El resultado puede ser algo deslucido pero, después de todo, las democracias funcionales exigen siempre ciertas renuncias. La asunción de esa verdad –esta vez por iniciativa propia y no bajo la presión de una democracia protegida– sería una ganancia invaluable.