Después del orden liberal (o cómo liberarse del liberalismo)

La corriente de pensamiento que derrotó durante el siglo XX tanto al fascismo como al comunismo, ha mostrado no pocas vacilaciones y tropiezos en lo que va de esta centuria: la crisis de los Estados de bienestar, la larga marcha de China como superpotencia de un capitalismo autoritario, el renacimiento de fundamentalismos religiosos, la crisis económica que se ha profundizado con la pandemia, un modelo de desarrollo que parece agravar el desastre climático y las batallas culturales, por cierto, donde los liberales nunca parecen estar de acuerdo. Con todo, puede que el liberalismo no esté muerto. Pero varios libros atestiguan que sí acusó el golpe: unos quieren poner su epitafio; otros le dan ánimo, pero lo hacen como si el campeón estuviera contra las cuerdas.

por Patricio Tapia I 29 Noviembre 2021

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Así como no hay que confundir la libertad con el libertinaje, tampoco hay que ha­cerlo con el liberalismo. Todo el mundo ama la libertad, casi todo el mundo aspira a un grado de libertinaje, pero… ¿quién defiende al liberalismo?

Pocos. El liberalismo incluso parece más atacado que protegido. Su descrédito es un ejercicio recurren­te, lo cual se podría explicar, quizá, porque ha llegado a ser la visión política dominante. Alguna vez un credo o doctrina en conflicto con otras, su aparente triunfo, ha significado ponerlo en constante cuestionamien­to. Menos un movimiento concreto que un ambien­te general, el liberalismo, ha señalado John Gray, es la teoría política de la modernidad y sus postulados constituyen rasgos distintivos de la vida moderna. Como el aire, está en todas partes (ni conservadurismo ni socialismo son ahora completamente ajenos a sus planteamientos), lo que hacía innecesaria su defensa y atizaba la ofensiva. Sería la ideología hegemónica.

En realidad, el liberalismo es asediado, impugna­do o desafiado, pero desde hace algún tiempo parece no ser un oponente formidable: no sería Goliat, ni si­quiera David. Sería apenas una sombra, si es que no un cadáver.

Es verdad que han existido muchas declaracio­nes de muerte y proclamas de resurrección, en sucesivas olas de triunfalismo y desánimo. Su principal victoria fue la caída de la Unión Soviética, cuando colapsó su mayor competidor ideológico. Sin rival serio, algunos optimistas creyeron llegar a un “fin de la historia”.

Desmintiendo ese entusiasmo, el liberalismo —y la democracia liberal, ligada a él— ha mostrado no po­cas vacilaciones y tropiezos: la crisis de los Estados de bienestar; la larga marcha de China como superpoten­cia de un capitalismo autoritario; el renacimiento de fundamentalismos religiosos y, en 2001, el ataque al corazón de su país emblema; la enorme crisis finan­ciera global de 2008. Quienes lo quieren poco indican 2016 como el inicio de su fracaso definitivo: Brexit (Inglaterra), guerra en Siria, Trump presidente de Es­tados Unidos, el auge del populismo. A esa lista se podría agregar la angustia pandémica y la ansiedad medioambiental y sus efectos: crisis económica y desastre climático.

Puede que el libe­ralismo no esté muerto, pero sí acusó el golpe. Va­rios libros lo atestiguan: unos quieren poner su epitafio; otros le dan áni­mo, pero lo hacen como si el campeón estuviera contra las cuerdas.

El liberalismo y sus contradicciones

Desde una perspectiva general, el liberalismo se­ría una doctrina que pro­pugna la limitación del poder político, para orga­nizar la convivencia pa­cífica a través de princi­pios como el imperio de la ley o la protección de los derechos individua­les. ¿Cómo se manifiesta en la vida moral de las personas o su pertenencia a comunidades?, ¿cómo se relaciona con la democracia o la actividad económica?

En sus relaciones problemáticas con la economía o la democracia, las corrientes liberales no fueron especialmente coincidentes con el capitalismo ni con el grado de intervención del Estado en la economía, aunque fueron dejándose seducir por la doctrina del ‘dejar hacer’ (o laissez-faire), para llegar en algunos casos a la apología de los mercados desregulados. Con la democracia pareció tener por años una feliz unión, pero se ha vislumbrado la separación.

Ciertamente, existe una familia extensa de prác­ticas históricas, grupos ideológicos y escritos filosóficos que podrían llamarse liberales, sosteniendo posiciones a veces encontradas y configurando sofis­ticadas taxonomías, con parentescos que recuerdan al que existe entre un loro y un cocodrilo: filogenética­mente correcto, pero de difícil comprensión. A los li­berales de izquierda y de derecha se suman los libera­les igualitarios, liberales conservadores, ordoliberales, católicos liberales, liberales comunitaristas, socialis­tas liberales, neoliberales, liberales clásicos, liberales autoritarios y liberales humanistas, entre otras curio­sidades silvestres, que pueden favorecer —según sus pretensiones redistributivas— un generoso Estado de bienestar o un cicatero Estado mínimo; o bien, pro­pugnar —según sus esquemas valóricos— la floración de las disidencias sexuales o no inmiscuirse en esos ámbitos. Algunos creen en la tolerancia al aborto o la eutanasia, mientras otros consideran la vida como algo sagrado; unos piensan que las drogas son un mercado más y otros que ninguna represión es suficiente. También la palabra “libertad” es inestable. Duran­te la Segunda Guerra Mundial, el “mundo libre” luchaba contra los fascismos junto a la Unión Soviética, pero después, en la Guerra Fría, ella fue su gran amenaza. En Chile han existido partidarios de una “sociedad libre” que no echaron en falta las instituciones democráticas ni se escandalizaron demasia­do por la vulneración de algunos o muchos derechos individuales.

Adentrarse en la historia o contra-his­toria del liberalismo muestra que existen muchos supuestos sin fundamento. No basta la vaga alusión a una cierta mentalidad o há­bitos para entenderlo. La afinidad entre algu­nos principios (liber­tad, igualdad) y cierto estilo (conciliador) no es necesaria: los jacobinos se valieron de medios violentos para fines “liberales”; y encantadores reaccionarios convencen con sus pro­yectos autoritarios. Los liberales no siempre fueron demócratas ni capitalistas ni defendieron a las mino­rías. Algunas de estas circunstancias alimentan contradicciones que subsisten hasta hoy.

En sus relaciones problemáticas con la economía o la democracia, las corrientes liberales no fueron es­pecialmente coincidentes con el capitalismo ni con el grado de intervención del Estado en la economía, aun­que fueron dejándose seducir por la doctrina del “dejar hacer” (o laissez-faire), para llegar en algunos casos a la apología de los mercados desregulados. Con la demo­cracia pareció tener por años una feliz unión, pero se ha vislumbrado la separación. La “democracia liberal” no era una redundancia, en cuanto han surgido go­biernos populistas elegidos democráticamente, pero “iliberales” (según el término de Zakaria), con prácti­cas como la primacía de técnicos que desconocen los mecanismos democráticos; o bien, la exaltación de la democracia directa, que suele ignorar aspectos forma­les que permiten que la democracia exista.

Quizá la contradicción más importante está en la importancia de la neutralidad valórica y las prescripciones sobre la vida buena. Para algunos, el li­beralismo significa una concepción sobre cómo deberíamos vivir, centrada en la libertad; para otros significa justamente no indicar cómo vivir y abstener­se de juzgar las diversas formas de hacerlo. La versión predominante entiende que no debe prescribir (ni proscri­bir) determinadas for­mas de vida. Un Estado liberal debe proveer un marco institucional que permita a cada per­sona vivir según sus propias convicciones o incertidumbres, según sus propias normas morales o falta de ellas. Aquí estaría el germen, según sus críticos, de un gran problema del liberalismo: el indi­vidualismo rampante que corroe los vínculos y asociaciones.

Contra el individualismo

Los ataques recientes más interesantes al liberalis­mo —por la amplitud de sus propuestas, por su estilo polémico— parecen provenir desde el flanco derecho. Muestras estimulantes en esta línea son los libros ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, del teórico político Patrick Deneen, y El imperio del mal menor, del filósofo y ensayista Jean-Claude Michéa, quien ocupa un lugar difuso en el ambiente político francés. Menos estimu­lante es The Limits of Liberalism, de Mark Mitchell.

La afirmación central de Patrick Deneen es que el colapso del liberalismo se explica por su éxito. Algo tan extraño como morir de felicidad. Según él, esto sucedió porque la expansión de las opciones individuales provocó o aumentó otros males. En polí­tica, se ofrecieron libertades y derechos, pero hay un creciente control y vigilancia; se prometió desplazar a la aristocracia, pero eso generó una “liberalocracia”. En economía, aumentó la desigualdad; en educación, está eliminando las artes liberales; en ciencia y tecnología, ha llevado a la crisis ambiental.

La modernidad habría destruido una cosmovisión donde las personas se concebían como integrantes de conjuntos más amplios y la humanidad existía en continuidad con la naturaleza. Deneen rechaza la re­configuración del mundo de acuerdo a una falsa an­tropología: entender al ser humano como individua­lista y egoísta.

En política, se ofrecieron libertades y derechos, pero hay un creciente control y vigilancia; se prometió desplazar a la aristocracia, pero eso generó una ‘liberalocracia’. En economía, aumentó la desigualdad; en educación, está eliminando las artes liberales; en ciencia y tecnología, ha llevado a la crisis ambiental.

El “plato de fondo” de su menú es proponer el fortalecimiento de las pequeñas comunidades, en las que los ciudadanos recuperarían costumbres tradicionales y los hábitos de la democracia y merca­dos locales. A su receta le agrega ingredientes: unas cuantas gotas de esencia ludita (cierto rechazo a la tecnología); un chorro generoso, que humecte todo, de homilías sobre el autodominio, y una cu­charadita de mojigatería (la autocontención perdi­da, por supuesto, incluye el sexo).

A Deneen no lo con­vence que el egoísmo forme parte del ADN humano y que estemos genéticamente programa­dos a ejercitarlo; pero pa­rece menos cuestionador con otras “naturalizaciones”, como roles de género y convenciones sexuales. Cree que el liberalismo ha empeorado la condición de la mujer, al trasladarla a la fuerza laboral.

Pero no se trata de negar lo bueno del liberalismo, como sus esfuerzos por la libertad contra la tiranía. Como un conejo en un truco de magia, Deneen quiere estar dentro y fuera de la caja “liberal” —dentro para lo bueno, fuera para lo malo—, pero antes debería con­vencer de que su oposición a las injusticias antilibe­rales no es liberal.

En El imperio del mal menor, con mezclas de sol­tura, rigurosidad y sarcasmo, Jean-Claude Michéa se opone a la civilización liberal. No cree que sea posi­ble distinguir un “buen” liberalismo (político y cultu­ral) de un “mal” liberalismo (económico). Habría una unidad en el “liberalismo realmente existente”, de ma­nera que sus versiones económica (derecha) y cultural (izquierda) responden a una misma lógica. El libro ofrece una genealogía del liberalismo, retrocediendo a las propuestas ante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de asegurar la coexisten­cia pacífica, lo que implica la neutralización de creen­cias y convicciones que pudieran provocar un regreso a la guerra. Para evitar lo peor, el mal menor.

El liberalismo, para él, se funda en una antropo­logía “desesperada”, basada en la desconfianza, el te­mor y la convicción de que amar y dar son ac­tos imposibles. El axio­ma básico liberal es el Estado valóricamente neutro, que no impone una concepción de la vida buena. Pero con el tiempo, el “imperio del mal menor” se transfor­mó en “el mejor de los mundos”. Porque, a pesar del pesimismo liberal sobre la decencia huma­na, surgió un porfiado optimismo respecto del crecimiento material.

Para Michéa, el libe­ralismo sería el proyecto de una sociedad mínima, definida por el “Derecho” y el “Mercado”, institu­ciones que se ven afec­tadas por la neutralidad valórica. Un ejemplo es la extensión infinita de los derechos individua­les (menciona que hay países en que se discu­te el derecho al caniba­lismo consentido entre adultos). Así, el liberalismo está dejando de ser el “mal menor” para ser un “mal mayor”, dada la descomposición de una sociedad que desconfía de sus integrantes. Pero no todo está perdi­do, cree Michéa, porque las virtudes humanas básicas todavía se extienden entre la gente común: la “common decency” (Orwell) sería una reserva para resistir la de­vastación de todas las utopías modernas.

Sin la impetuosidad de Deneen ni la astringen­cia irónica de Michéa, Mark Mitchell, en The Limits of Liberalism, cree que el liberalismo da paso a puntos de vista peligrosos, que impiden conocer los límites sociales, naturales y divinos. En buena parte del li­bro (los capítulos más interesantes) se dedica a de­tallar las contribuciones de autores como Michael Oakeshott, Alasdair MacIntyre y Michael Polanyi, quienes postulan que se conoce la realidad a través de la tradición y la cultura. Su tesis principal es que las tradiciones importan porque son “conocimiento” y, como el liberalismo rechaza la tradición y apues­ta por las elecciones individuales, debe reemplazarse. Que el liberalismo sea también una tradición parece no preocuparlo.

El axioma básico liberal es el Estado valóricamente neutro, que no impone una concepción de la vida buena. Pero con el tiempo, el ‘imperio del mal menor’ que plantea Jean-Claude Michéa, se transformó en ‘el mejor de los mundos’. Porque, a pesar del pesimismo liberal sobre la decencia humana, surgió un porfiado optimismo respecto del crecimiento material.

Mitchell ofrece una “tercera vía” para evitar males como la tentación cosmopolita o la política de identi­dad: el “localismo humano”, caracterizado por el amor por el lugar de uno, las tradiciones y las personas que lo habitan, sin miedo ni odio a los demás.

¿Son tan sorpresivos estos cuestionamientos no izquierdistas del libera­lismo? No tanto. En Anatomía del antiliberalismo (1993), Stephen Holmes analizaba esa crítica: au­tores y obras de los siglos XIX y XX, como Joseph de Maistre, Carl Schmitt, Leo Strauss, Alasdair MacIn­tyre y Christopher Lasch. La mixtura de reacciona­rios, comunitaristas y fas­cistas no supone que compartan todo. Y algunos de esos nombres (MacIntyre y Lasch) figuran con fre­cuencia en los trabajos de Deneen, Michéa y Mitchell.

Liberalismo humano

Ante tantos embates y reproches, esperablemen­te de la izquierda y algo menos de la derecha, hay quienes han asumido una defensa reciente del liberalismo, como el crítico y memorialista Adam Gopnik o la economista Deirdre McCloskey, quienes defienden un “liberalismo huma­no”; o bien, la aproximación a través de la literatura de la teórica literaria Amanda Anderson.

En su libro A Thousand Small Sanities, Gopnik se pregunta por qué odian tanto al liberalismo. La dere­cha critica su fe en la razón; la izquierda, su fe en la reforma, antes que en un cambio revolucionario. El autor es “reformista”, lejos de la reacción y de la revo­lución (que atrae a su hija, a quien de vez en cuando se dirige). El liberalismo de los “humanistas liberales”, como él, “tiene un argumento verdadero, igualmen­te potente, igualmente simple”. Pero no resulta tan simple ni potente, a menos que lo sea por estar es­crito en cursiva: “El liberalismo es una práctica política en evolución, que defiende la necesidad y la posibilidad de una reforma social (imperfectamente) igualitaria y una tolerancia cada vez mayor (si no absoluta) de la diferencia humana a través de razonadas y (mayormente) no impe­didas conversaciones, demostraciones y debates”. Gopnik pareciera considerar el liberalismo como una forma de vida de personas agradables, reacias a la vigilancia policial, sentimentales y que se mueven en un entor­no preferentemente neoyorquino.

En Por qué el liberalismo funciona, Deirdre McClos­key señala que al liberalismo se le hacen acusaciones falsas desde izquierda y derecha, que corresponden más bien al “iliberalismo”. Ella invita a un futuro libe­ral que se oponga a un socia­lismo izquierdista o un tra­dicionalismo derechista: “El enriquecimiento a través del verdadero liberalismo hu­mano de los ahora pobres, una liberación permanente de los miserables y una ex­plosión cultural en las artes, las ciencias, la artesanía y el entretenimiento más allá de toda comparación”. En la defensa de la pareja liberalismo-capitalismo, saca su calculadora y, con datos, señala que esta unión ha elevado el nivel de vida de la gente (el de los estadouni­denses se ha cuadruplicado 80 años) y, contra Piketty, niega que genere pobreza y desigualdad. Según sus cifras, el crecimiento econó­mico incrementó el ingreso real de las personas en los últimos tres siglos (en más de un tres mil por ciento) y, a su vez, la desigualdad en su conjunto se ha re­ducido en las últimas tres décadas en todo el mundo (para los extremadamente pobres al menos). Si no es el mejor de los mundos posibles, sería el mejor que la realidad permite.

En Bleak Liberalism, Amanda Anderson señala que el liberalismo se suele concebir como un proyec­to candorosamente optimista, un término de burla porque carece de una crítica sistemática o porque es ciego a las complejidades de las vidas individuales. El desafío sería hacer ambas cosas: la autorreflexión in­dividual y el análisis social, mediante la indagación en la “desolación” de la narrativa realista.

Ella muestra de qué manera, en la novela victo­riana, ciertas características formales (narración en tercera persona, diálogos) vuelven más complejo al liberalismo. Reinterpreta, por ejemplo, Casa desolada (1853), de Dickens: la narración dual combinaría el optimismo moral de un personaje con el diagnósti­co sombrío de otro. O la trama romántica de Norte y Sur (1855), de Elizabeth Gaskell, que a su juicio no sofoca la crítica al capitalismo industrial. También se adentra en el siglo XX, desde el relato de Kafka “Ante la ley” (1915), donde, según la autora, al protagonista se le niega el acceso a la ley como una vida segura y decente, hasta novelas como A la mitad del camino (1947), de Lionel Trilling, o El hombre invisible (1952), de Ralph Ellison.

Mark ofrece una ‘tercera vía’ para evitar males como la tentación cosmopolita o la política de identidad: el ‘localismo humano’, caracterizado por el amor por el lugar de uno, las tradiciones y las personas que lo habitan, sin miedo ni odio a los demás.

Anderson pretende hacer menos automáticos los reflejos condicionados de la crítica que rechaza el liberalismo como prosai­co e iluso. Es convincen­te en cuanto a que tiene una veta desolada, nada ingenua; no tanto en su tesis de que, con la nostal­gia por instituciones libe­rales (democracia, bienes­tar social), los críticos del liberalismo serían tam­bién sus herederos, in­cluyendo provocaciones como entender a Adorno como un liberal encubier­to y a Foucault como un neoliberal secreto.

Cable a tierra

La posibilidad de un “li­beralismo humano” visto desde la crítica cultural, la economía o la literatura, parece una respuesta a las paradojas que supone su posición hegemónica y su impronta tecnocrática. Antes que su final o supe­ración definitiva, se propone un regreso a la cultura imaginativa, lo que ya en 1950 el crítico Lionel Trilling llamó “imaginación liberal”. Él pensaba entonces que el futuro del liberalismo se decidiría en el ámbito de la cultura. Probablemente no le faltaba razón, si con­sideramos que las llamadas “guerras culturales” es donde el liberalismo se ha mostrado más contradicto­rio: en casi cualquiera de ellas —desde la igualdad de las disidencias sexuales y los “lugares de la memoria”, hasta la legalización del aborto y el tratamiento de la migración—, la canción de los liberales suele empezar con dulces arpegios progresistas, para terminar con vibrantes sones conservadores.

Sin embargo, el liberalismo sigue siendo la ideolo­gía y el arreglo institucional dominante. Y tal vez por eso concita tantos ataques. Por muy atractivas o suge­rentes que algunas de esas críticas sean, la demolición es, como en casi todo, más sencilla que la construcción.

Muchas de las censuras destacan las formas tra­dicionales de comunidad que el liberalismo ha desplazado en favor de las opciones individuales. Es cierto. Pero también lo es que las tradiciones redu­cen las posibilidades de la razón para cuestionar cos­tumbres y modos de vida heredados. Muchas veces los liberales prefieren la elección individual porque las tradiciones son injustas o bárbaras (la esclavitud, la ablación de clítoris o las corridas de toros).

El liberalismo suele confiar en que las herra­mientas de la razón —el discurso científico, el debate público, el estado de derecho, con todas las preven­ciones necesarias a la excesiva confianza en cada una de ellas— permiten la convivencia de una multiplici­dad de estilos de vida y evitan los conflictos mayo­res. En el amplio rango que va entre el gran enrique­cimiento y las bondades que augura McCloskey y el triste “control de daños” que ve Michéa, el liberalis­mo ha resultado un mecanismo relativamente eficaz. Por eso muchos de los que rechazan la denomina­ción “liberal” sustentan algunas ideas o instituciones liberales. Luchan contra un liberalismo al que no pueden abandonar completamente.

La crítica demasiado amplia (referir las aporías de la modernidad) es más sencilla que delinear cues­tiones concretas. De ahí la vaguedad al trazar obje­tivos específicos y presentar una sociedad y un go­bierno efectivamente no liberales. Deneen cree que hay que revitalizar formas “locales y reducidas” de comunidad; Michéa propone una leve “anarquía” en que prime la “decencia común”. ¿Cómo manejarían los gobiernos locales la migración masiva o el co­mercio internacional? ¿Qué podría aportar la “decen­cia” al avance tecnológico o las guerras? ¿Qué podría decir el “conocimiento tradicional” de las pandemias o el cambio climático?

Cuesta percibir el ocaso liberal o avizorar un orden posliberal cuando los críticos del liberalis­mo no han indicado una posición que sea posible de implementar y que no tenga algo —o mucho— de liberal.

 

El imperio del mal menor, Jean-Claude Michéa, IES, Santiago, 2020, 172 páginas, $15.000.

Por qué el liberalismo funciona, Deirdre N. McCloskey, Deusto, Bilbao, 2020, 496 páginas, $23.900.

¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, Patrick J. Deneen, Rialp/IES/Ideapaís, 2019, 258 páginas, $12.000.

A Thousand Small Sanities, Adam Gopnik, Basic Books, 2019, 272 páginas, US$26.

The Limits of Liberalism, Mark T. Mitchell, University of Notre Dame Press, 2018, 328 páginas, US$55.

Bleak Liberalism, Amanda Anderson, University of Chicago Press, 2016, 172 páginas, US$29.

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