Los escenarios de la sociedad y las tácticas del cuerpo

El intérprete, de Richard Sennett, es el primer volumen de una trilogía que el sociólogo quiere escribir sobre la presencia del arte en la sociedad (el segundo libro será sobre la narración y el tercero, de la imagen). En sus páginas combina su tradicional erudición con experiencias personales, en lo que es un profuso —y a ratos enrevesado— ejercicio de indagación en las distintas formas de la representación, porque además del arte analiza la política, la religión, el deporte… es decir, la vida misma.

por Patricio Tapia I 27 Mayo 2025

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La idea de que el mundo es un teatro probablemente es tan antigua como el teatro mismo y se ha manifestado, con gran fortuna, en distintas épocas. Tal vez se deba a su circularidad: se puede entender la realidad como un escenario, o viceversa. Tal vez sea porque permite entender el teatro (o también el mundo) como el lugar donde la verdad se manifiesta como una serie de ilusiones.

En El intérprete, Richard Sennett estudia las distintas formas de la representación y cómo ellas funcionan en la política, la vida y el arte. Parte recordando una versión de los años 80 de una obra de Shakeapeare, realizada por pacientes del pabellón de sida de un hospital (la producción era de un amigo suyo enfermo), en uno de cuyos monólogos, en medio de una persistente tos, se recitaba “todo el mundo es un escenario”. En este, como en libros anteriores, Sennett combina las referencias eruditas y su experiencia personal. Figuran Freud o Aristóteles (y un ejército nutrido de otros autores), pero también las historias de un bar que frecuentaba en los años 60.

Para Sennett, la noción de “intérprete” incluye a políticos y manifestantes, bailarines y personas que realizan sus actividades cotidianas. La idea de que la vida está llena de instancias “performativas” no es nueva. Una representación de El avaro es performativa; también lo es una boda, un partido de fútbol, ​​un discurso presidencial, una misa o las opciones sexuales (según Judith Butler). Lo que Sennett quiere destacar es la dimensión artística. Recuerda que en dos libros intentó explorar las relaciones arte-sociedad: La caída del hombre público (1977) y La conciencia del ojo (1991). Pero ellos, señala, no fueron escritos desde la perspectiva del artista. Ahora aporta ese punto de vista, ya que él se formó como músico profesional (violonchelo), tocando música clásica, y también trabajó como artista sonoro para grupos de danza experimental. Pero una lesión en la mano y una operación fallida para curarla lo llevaron a una carrera académica en sociología.

Indudablemente, algunas artes (música, teatro, danza) requieren ser “interpretadas”. ¿Qué sucede con una que no, como la pintura?, ¿se ha vuelto, en su conversión al happening o pintura de acción, en una “performance”? Sennett no se lo pregunta. “Si vivo lo suficiente”, previene, pretende completar una trilogía sobre la presencia del arte en la sociedad. Habría un segundo libro sobre la narración y un tercero sobre la imagen, lo que, según él, abarcaría toda la gama de expresión de los seres humanos.

Viejo sabio

Si el mundo entero es un escenario, ¿qué papel representa Sennett? A ratos parece interpretar al personaje del viejo sabio, alguien con la confianza para exponer consideraciones de amplia escala, sus trayectorias y variantes, en un sinnúmero de noticias, alusiones y distinciones.

El lector (o espectador) se enfrenta a un actor cuyos parlamentos están colmados de nombres, lugares, períodos históricos y citas. No es que Sennett sea abrumador o pedante —hay algo de eso, lo que su general afabilidad ayuda a olvidar—, pero su caleidoscópica exuberancia oscurece a veces sus argumentos. Los ejemplos son tan variados y el rango temporal tan amplio —desde la caverna de Platón (convertida después en pantalla de teléfono inteligente) hasta las huelgas portuarias del siglo XX; desde el teatro Noh hasta Facebook; desde Wordsworth en el París revolucionario hasta Igor Stravinsky; construcciones arquitectónicas desde el Pnyx ateniense hasta el Emirates Stadium de Londres— que la visión clara se ve dificultada como en una tempestad. Los capítulos iniciales sobre actuaciones problemáticas, ante la muerte o la violencia, lo demuestran.

El tema de la representación frente a la muerte se basa en una analogía: el ritual como una especie de actuación colectiva. De ahí, la referencia al Kadish, la oración fúnebre del judaísmo. Luego aparecen las primeras muestras de la tempestad: cita el poema de Allen Ginsberg, las performances de Joseph Beuys, una sinfonía de Leonard Bernstein. Pronto la tempestad arrecia: la máscara de Maquiavelo, quien en El príncipe sostiene que un gobernante debe ser un actor y aparecer de forma impredecible; Diderot en La paradoja del comediante, quien considera que mientras menos sienta un actor, más puede hacer sentir al público, por lo que ha de distanciarse de sus papeles (cita entonces a Erving Goffman y los hospitales psiquiátricos; J. L. Austin y lo “performativo”; Barthes y la muerte del autor); para llegar a si son falsas las lágrimas de Judas en la pintura El prendimiento de Cristo, de Caravaggio. Es una secuencia enrevesada para mostrar la distancia entre la transgresión de la performance y la necesidad del ritual de reintegrar a los individuos a la comunidad.

Algo parecido ocurre respecto de la espectacularización de la violencia: comienza con una película de John Wayne; luego algunas palabras sobre los atuendos usados en el asalto al Capitolio de 2021; de ahí pasa a los prisioneros encapuchados de las fotografías en Abu Ghraib y las pinturas de Susan Crile; escenas de Guerra y paz de Tólstoi; consideraciones sobre las óperas y sus tramas, comparando a Verdi y Wagner; entonces pasa a Coleridge y William James sobre la suspensión voluntaria de la incredulidad y las creencias religiosas; de ahí a la Revolución francesa y el delirio de la guillotina; después examina las multitudes según Le Bon y su premisa de que las personas cometerán juntas atrocidades que nunca harían solas; Adorno o Canetti como seguidores de Le Bon; y llega al teatro de la crueldad de Artaud. ¿Es una enumeración caótica? No del todo, pues hay un razonamiento que vincula la experiencia individual del creer con la experiencia colectiva de la violencia. En realidad, Sennett plantea casos y genealogías que no pretenden establecer líneas de perfecta continuidad, sino mantener su no siempre sencilla, aunque siempre sugestiva, argumentación.

El viejo sabio a lo largo del libro también es capaz de grandes taxonomías, en distinciones bi, tri o cuatripartitas. Informa que: hay dos formas en que un espectador puede identificarse con los artistas; que el arte elevado y la vida cotidiana estaban desconectados de dos modos; que quienes trabajaban profesionalmente en las artes escénicas se ganan la vida de dos maneras; que los títeres asumen dos formas; que el espacio teatral cerrado después de Palladio siguió dos caminos; que la relación del espectador con el escenario tiene dos trayectorias. También que la reparación de las cosas rotas se da de tres formas y que hay tres arquitecturas elementales para la representación. O que para diseñar la porosidad en la cultura urbana hay cuatro modelos a seguir. En el libro analiza cada clasificación.

Después de mostrar cómo el teatro se retiró de la calle, quedando encerrado en edificios especiales, Sennett plantea cómo volver a conectarse: ‘El desafío es involucrar al arte como parte de la experiencia urbana, en lugar de envolverlo en celofán turístico’.

Los espacios y la vida de la representación

En su libro Carne y piedra (1994), Sennett describió las formas en que los cuerpos y las acciones humanas interactúan con los lugares que habitan. La arquitectura en este nuevo libro le entrega un marco para comprender la representación en distintos entornos.

En las ciudades, sostiene, hay tres escenarios en los que se realizan representaciones: los abiertos, los cerrados y los ocultos. Ellos determinan cómo actúan los intérpretes y cómo miran los espectadores. Todos estaban presentes en la Grecia antigua. El escenario abierto era el ágora (una plaza sin distinción entre actor y espectador); el cerrado, el Pnyx (un anfiteatro que separaba políticos de ciudadanos); el oculto, las cuevas (lugares sagrados de misterios).

Luego explora el progresivo encierro de los escenarios, desde el Teatro Olímpico de fines del siglo XVI, cuando Palladio diseñó el primero completamente cubierto y amurallado de Europa, con un auditorio aplanado y un escenario. En contraste, el otro gran teatro de entonces, el Globe Theatre de Shakespeare, era un enorme edificio redondo y los actores actuaban en el centro. Estas arquitecturas crearon diferentes espacios de ilusión.

También refiere la cambiante relación entre los artistas y el público. En la Comédie-Française, fundada en 1680, apestando a sudor, comida y orina, se prestaba menos atención al escenario que a los palcos (por las intrigas sexuales y la agresión verbal del público). En los teatros londinenses de la misma época, el público alentaba o abucheaba a los actores o gritaba las frases conocidas (“esa es la cuestión”, después de que el actor dijera “ser o no ser”).

A fines del siglo XVIII, los vendedores de comida y los orinales fueron trasladados y el público comenzó a callar. Esto se acentuó en la música, por una brecha técnica: el espectador ya no sabe tocarla, solamente oírla, lo que produjo el silencio en el arte. Quien mejor lo aprovechó fue Wagner. Su teatro en Bayreuth, de 1876, consumó la estética cerrada, para representar únicamente sus propias óperas e intentó (cubriendo el foso de la orquesta y dispersando el sonido) hacer que la música pareciera venir de todos lados.

En esta larga transición espacial, hay también cambios en la vida en el escenario. Los artistas profesionales del Renacimiento buscaban la autoconstrucción a través del arte (siguiendo a Pico della Mirandola). Sennett alude a sus trajes, sus máscaras, las innovaciones de Íñigo Jones en el siglo XVI, creando extravagancias “al estilo de David Bowie” o la commedia dell’arte, que permitió la presencia de mujeres, destacando Isabella Andreini. Pero además de crear su vida, debían ganársela: las compañías teatrales dependerán de la venta de entradas o de la protección por el Estado, lo que abre dos caminos: la inestabilidad o la institucionalización de la creación.

Después de mostrar cómo el teatro se retiró de la calle, quedando encerrado en edificios especiales, Sennett plantea cómo volver a conectarse: “El desafío es involucrar al arte como parte de la experiencia urbana, en lugar de envolverlo en celofán turístico”. Pero no es posible abandonar los teatros por las calles. Existen razones técnicas para las barreras que permiten que la gente escuche y vea bien, señala. Las “membranas” podrían servir para que escenario y calle se entrelacen. Existen para eso cuatro modelos arquitectónicos, desde la “porosidad interna” (el Barbican Centre de Londres) hasta el teatro móvil (el Kara-Za de Tadao Ando).

Luis XIV era alto y bailaba de manera extraordinaria. Su habilidad ayudó a su aura de figura carismática, mientras su danza implicaba nuevos vestuarios, peinados y maquillajes, destinados a reforzar la apariencia de ‘majestad’. Aprendió a bailar excepcionalmente bien, sin aparentar esfuerzo, con la dedicación de años.

Cooperar, improvisar

Todo intérprete sabe que, para actuar bien, debe estar tranquilo y distendido. Si no lo está, sus movimientos serán erráticos. Hay artificios que facilitan la naturalidad, como dejar el rostro neutro: no demostrar nada permite que toda la energía se vuelque en los movimientos. El cuerpo relajado puede ser uno cooperativo. Sennett llama al intérprete un “artista sociable”, y cree en la comunicación y la cooperación sin palabras.

La capacidad de colaborar con los demás se basaría en aspectos corporales. Sennett explica cómo hacerlo cuando se toca el violonchelo (sentarse muy juntos hasta superar la timidez física) y cómo la preocupación por equivocarse lo impide.

El declive corporal del artista puede llevar a un estilo tardío y a la improvisación. En su “opinión sesgada de anciano”, señala Sennett, solamente en las últimas etapas de la vida los intérpretes comprenden realmente cómo interpretar una obra cuando las debilidades aparecen. Menciona a la cantante de jazz Alberta Hunter, quien desarrolló una forma improvisada de canto, una especie de scat, adaptándola a su voz envejecida y a su limitada resistencia física. También al coreógrafo Merce Cunningham, quien, ya anciano, reformateaba los movimientos que había diseñado, con mayor uso de las muñecas y arrastre de piernas para no forzar las rodillas. Son las tácticas del cuerpo.

Cameos

Hay momentos en que Sennett abandona el papel del viejo sabio por el, más modesto, de actor secundario. Acompaña a las grandes estrellas en sus cameos; a veces esto se parece a cuando Woody Allen saca como un mago de una fila a Marshall McLuhan (en la película Annie Hall) para zanjar una discusión.

Al comentar la civilidad y sus gestos, Sennett menciona a Norbert Elias, el sociólogo alemán, y su gran libro El proceso de civilización (1939). Recuerda que se reunieron en Nueva York a fines de los años 70, cuando Elias intentaba resucitar el libro en una versión al inglés, con Sennett como traductor (fallido).

También convoca a Arendt, Barthes y Habermas para mostrar cómo el arte, el teatro y la representación confluyen en un “ágora” moderna, en un sentido similar al que se constituye la “esfera pública”. Señala que hay dos formas de concebir un “ágora” abierta a todos: como un espacio discursivo (Arendt) o como un espacio teatral (Barthes). Pero Arendt creía que las personas deberían desprenderse de sus identidades (raza, sexualidad o clase) en la discusión pública. Su ágora sería un lugar donde reinan las palabras. De los asiduos de los cafés del s. XVIII que empiezan a configurar la esfera pública según Habermas, Arendt podría haber dicho (“me imagino, nunca la oí hablar de él”, apunta Sennett) que la vida pública comienza cuando dejan el periódico y empiezan a conversar. Recuerda cuando fue alumno de Arendt y que “su creencia en la palabra fue una de las razones por las que no pude ser su seguidor”.

Barthes, en cambio, pensaba que el vínculo social y personal se crea mediante gestos ritualizados, lo que corrobora con sus viajes a Tokio: sus calles sin nombre, sus ceremonias, su televisión o sus menús de comida, de los que no entiende palabra. “En una ocasión, Roland me llevó a un restaurante japonés en París…”, comienza Sennett. También está su recuerdo de Barthes al piano, equivocando notas e ignorando las pistas de quien lo acompaña (Sennett).

Cuenta, por ejemplo, los discursos racistas del gobernador George Wallace en los años 60 (exhibidos por televisión en el bar que Sennett frecuentaba, cautivando a los estibadores desempleados). En otro ejemplo, más reciente (de 2019), un grupo de jóvenes libertarios, educados y amables, con los que almuerza, se enardece y descontrola con los discursos en una conferencia de negacionistas de la crisis climática en la que Sennett se ha infiltrado.

El poder es escenario

La política siempre ha implicado algo de actuación y espectáculo. Sennett afirma que comenzó su libro cuando un grupo de “demagogos” llegaron al poder. Donald Trump y Boris Johnson serían hábiles en “representaciones” que recurren a la manipulación teatral.

Es curioso, en un libro tan erudito y de referencias tan amplias, que Sennett no haya dicho nada de la “querella del teatro” en la Francia del siglo XVII, cuando el Estado moderno se vincula al arte y la imaginación del súbdito, con las salas teatrales como espacio privilegiado por ser accesible a todos (no hace falta saber leer). Entonces el jansenista Pierre Nicole, señaló en un tratado la incompatibilidad del teatro y la vida cristiana. En el debate participaron Corneille, Racine o Molière, pues temían una prohibición general del teatro, como había ocurrido en otras partes de Europa antes. Sennett, en cambio, se detiene en las danzas del rey Luis XIV, hacia la misma época, en que la exhibición de destreza física simbolizaba el carisma real y el absolutismo político.

Es verdad que, desde La caída del hombre público, Sennett ha planteado que la interacción entre extraños se gobierna por actitudes de intimidad, incluso en el arte y la política. El intérprete (músico, actor o político) domina ahora el interés público, pero ni importa el programa musical o político, sino su virtuosismo, presencia y carisma. En una sociedad así, todos los fenómenos, por impersonales que sean, se convierten en cuestiones de personalidad. La política depende menos de las propuestas del político que de su “credibilidad” o su apariencia.

Así, la historia de un rey que danzaba para gobernar cobra sentido. Luis XIV era alto y bailaba de manera extraordinaria. Su habilidad ayudó a su aura de figura carismática, mientras su danza implicaba nuevos vestuarios, peinados y maquillajes, destinados a reforzar la apariencia de “majestad”. Aprendió a bailar excepcionalmente bien, sin aparentar esfuerzo, con la dedicación de años. Debía dominar el escenario como solista durante largo tiempo y bailó en público desde 1653 hasta la década de 1670. Escenificaba así una nueva configuración del poder: un Rey Sol y los planetas de la aristocracia girando a su alrededor. El carisma se convirtió en una presencia que fue creada por el arte.

Menciona otro caso de pericia política y puesta en escena. La Marcha sobre Washington de 1963 por los derechos civiles, organizada por Bayard Rustin, un activista homosexual formado como artista, dentro de cuya “representación” cuidadosamente diseñada, Martin Luther King pronunció su famoso discurso.

El arte de lo posible

Mucho del teatro político y otras formas de arte, recuerda Sennett, practican la política sin palabras. Y esta práctica, dice, le parece convincente. Si el teatro de la política supuestamente requiere palabras, como cree Arendt, él sostiene que hay mucho de exhibición y cooperación, de ritos y gestos, como cree Barthes. Anota tempranamente: “Como artista, lo único que siempre he sabido es que el gran peligro reside en reducir el arte escénico a una simple manifestación, una representación de la sociedad”.

Sennett considera la interpretación como algo complejo, que no transmite mensajes morales simplistas. Pero reconoce que no puede ser indiferente a las palabras, que pueden incitar a la rabia y el odio. Cuenta, por ejemplo, los discursos racistas del gobernador George Wallace en los años 60 (exhibidos por televisión en el bar que Sennett frecuentaba, cautivando a los estibadores desempleados). En otro ejemplo, más reciente (de 2019), un grupo de jóvenes libertarios, educados y amables, con los que almuerza, se enardece y descontrola con los discursos en una conferencia de negacionistas de la crisis climática en la que Sennett se ha infiltrado.

 


El intérprete: Arte, vida, política, Richard Sennett, Anagrama, 2025, 319 páginas, $29.000.

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