Intelectuales en tiempos movidos: inspectores de aves, conejos y huevos

¿Se puede pensar contra la sociedad de consumo y cuestionar el capitalismo, pero al mismo tiempo comprender que quizás lo mejor que tu país puede tener es una democracia burguesa, donde ninguna revolución es posible? ¿Es eso sinónimo de fascismo? ¿O no serán fascistas los propios alumnos que impiden que un profesor termine su clase, es decir, que se exprese intelectualmente con libertad? Estas preguntas –muy pertinentes hoy en día– pusieron en entredicho la labor de Teodoro W. Adorno, Pier Paolo Pasolini y Raymond Aron, tres pensadores que en su momento fueron descalificados por tomar distancia de los movimientos estudiantiles.

por Rafael Gumucio I 20 Julio 2020

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Teodoro W. Adorno, uno de los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt, responsable de haber mezclado marxismo con psicoanálisis y música dodecafónica, estaba en la mitad de una clase cuando tres alumnas se abrieron las blusas y le mostraron sus pechos, libres de cualquier sostén. El gesto se llamaría, en el santoral de las protestas estudiantiles, el “atentado de los senos”, y fue la batalla final de una larga guerra que terminaría unos meses después, en agosto de 1969, con la propia muerte del pensador y musicólogo alemán durante una excursión en las montañas suizas.

Según variados testimonios, el incidente agravó su condición cardiaca, lo que convertiría al “atentado de los senos” en lo que pretendía ser: un atentado.

Antes, los estudiantes habían escrito en el pizarrón otra provocación: “Si Adorno se queda en su lugar, el capitalismo nunca se va a acabar”. Otros agregaron que Adorno, en cuanto institución, “ya estaba muerto”.

El atentado no era un hecho aislado ni gratuito, sino una respuesta a una ofensa anterior: el 31 de enero de 1969, ante el rechazo de los profesores Adorno y Habermas de cooperar con el movimiento, un grupo de estudiantes se tomó la sede del Instituto de Investigación Social, el lugar donde se había originado en los años 30 la mayor parte de la teoría que consumían inmoderadamente los estudiantes. Adorno no dudó un segundo en llamar a la policía para desalojar a los alumnos de sus oficinas y querellarse por ocupación de morada.

La pregunta era obvia: ¿no estaban los estudiantes llevando a la práctica lo que él y sus amigos habían teorizado durante décadas?

“No tengo sentimiento de culpabilidad –respondió Adorno–. Entre las personas que han leído mis escritos o que han asistido a mis cursos, ninguna puede hasta ahora interpretarlos como incitaciones a la violencia”. Ese énfasis en la acción, en la actividad frenética y urgente del movimiento estudiantil, le parecía a Adorno lo más cuestionable. La urgencia de la protesta nacía de su apuro y no su apuro de la urgencia. “Las consecuencias del activismo indican justamente una dirección hacia la que los estudiantes, si juzgamos la conciencia que ellos tienen de la misma, no desean ir por nada del mundo”, fue otro de sus diagnósticos.

Era el mismo apuro que explicaba que calificaran de fascista a los gobiernos democratacristianos que gobernaban la Alemania federal por entonces. “Existe una diferencia entre el sistema en el que vivimos y un auténtico sistema fascista, y esa diferencia tiene que ver con la totalidad”, argumentó Adorno. “Por otra parte, yo vería irracional y aberrante que se quiera borrar esa diferencia y que se pretenda describir la forma de Estado y de la sociedad en Alemania como fascista en todos sus términos. Esto revela de hecho la impotencia para defenderse contra lo que verdaderamente es el fascismo; cualquiera que haya vivido bajo el mismo puede hacerse una idea de lo que ha sido”.

El verdadero fascismo es otra cosa, alegaba quien lo había visto crecer hasta exiliarlo y matar a muchos de sus amigos. Llamar fascismo es quizás el método más seguro que encuentran los fascistas para evitar que se los interrogue acerca de sus propios afanes. Para Adorno no había duda de que interrumpir por la fuerza una clase era una práctica fascista, un culto a la irracionalidad, justamente uno de sus objetos de estudio desde la Dialéctica de la Ilustración en adelante.

Como Adorno, Pasolini creía que la violencia no era el resultado de una mala elección de los métodos para conseguir cambios urgentes y necesarios, sino la esencia misma del movimiento, que no era otra cosa que la expresión de la neurosis que producía en sus víctimas preferidas, los jóvenes, la sociedad de consumo.

Teodoro Adorno reclamó tiempo para seguir pensando en paz.

Pero, ¿es posible estar en paz cuando el mundo está en guerra?

Él mismo se había preguntado si era posible seguir escribiendo poesía o escribir música después de Auschwitz. No era posible, pero él y su generación lo siguieron haciendo.

¿No era esperable que la generación de sus hijos se lo echara en cara? ¿Se puede pensar contra la sociedad de consumo, se puede cuestionar desde la raíz el capitalismo y pensar que quizás lo mejor que tu país puede tener es una democracia burguesa, perfectamente regulada, donde ninguna revolución es posible, o al menos, lo que es peor para un marxista confeso como Adorno, que sea un orden deseable?

Adorno murió explicando que su asalto crítico a la Ilustración y la filosofía de las luces tenía por objeto cuidarla del totalitarismo que la habita. Parte de ese totalitarismo nace de la traducción literal desde la teoría a la práctica de ideas complejas –como las suyas–, sintetizadas en armas arrojadizas que permiten avanzar sin transar, que es al final lo mismo que transar sin avanzar.

Entonces, si la revolución estudiantil impide que los profesores hagan sus clases, o sea que se ejerza el pensamiento en libertad, ¿es realmente una revolución y es realmente estudiantil? –se preguntaba Adorno.

El poeta italiano Pier Paolo Pasolini, al revisar las imágenes de la manifestación en la Villa Giulia de marzo de 1968, señaló que no veía en estos jóvenes golpeados por la policía, pero que también golpeaban, nada más que los patrones aprendidos desde… quizá la cuna. Incluso escribió un poema consagrado a esa jornada de protesta.

Tenéis cara de niños de papá

Os odio como odio a vuestros papás.

Buena raza no miente.

Tenéis la misma mirada hostil.

Sois asustadizos, inseguros, desesperados

(¡estupendo!) pero también sabéis ser

prepotentes, chantajistas, seguros y descarados:

prerrogativas pequeñoburguesas, queridos.

Cuando ayer en Valle Giulia os liasteis a golpes

con los policías,

yo simpatizaba con los policías.

Porque los policías son hijos de los pobres.

Vienen de periferias, ya sean campesinas o urbanas.

Hasta entonces Pasolini, marxista, homosexual, desacralizador, parecía el líder apropiado de una juventud con la que le era fácil, por razones de carácter, dialogar. No en vano, un grupo de estudiantes con los que polemizó después del poema, y que tenía la abierta intención de romperle la cara, terminó subiéndolo en andas, gritando “Viva Pasolini”. Al poema citado le siguió una columna contra el pelo largo y otra contra la ley de aborto, en lo que sería el comienzo de una pelea larga y desigual que Pasolini dio contra la nueva juventud suburbana, contaminada, creía él, por un consumismo desatado, consumismo que tarde o temprano cristalizaría en violencia.

 

Estudiantes franceses en Mayo del 68.

Para Pasolini, el nuevo fascismo se llamaba antifascismo, porque cambiarle el nombre a las cosas es uno de los atributos del fascismo. Como Adorno, creía que la violencia no era el resultado de una mala elección de los métodos para conseguir cambios urgentes y necesarios, sino la esencia misma del movimiento, que no era otra cosa que la expresión de la neurosis que producía en sus víctimas preferidas, los jóvenes, la sociedad de consumo. Así, los jóvenes de pelo largo, uniformados en sus trajes de blue jeans, eran la avanzada de la sociedad que tenía por objeto erradicar toda huella del mundo agrario y sus equilibrios basados en la naturaleza y la tradición, que era paradójicamente menos conformista que la actual, porque aceptaba la diversidad del deseo como una necesidad y no como una tragedia.

Majaderamente, el tema de ese nuevo fascismo permisivo, hedonista, falsamente rebelde, se tomará la agenda privada y pública de Pasolini, sorprendiendo a sus amigos y enemigos por los niveles de obsesión que alcanzó. Todo tomará otro sentido cuando en una playa de Ostia encontraron su cadáver aplastado por las ruedas de su propio Alfa Romeo, sus testículos destrozados a patadas, sus piernas destrozadas por bastonazos de hierro. Las circunstancias de la muerte nunca fueron aclaradas del todo, pero Giuseppe Pino Pelosi, alias El Rana, un joven lumpen romano, cargó con la culpa, aunque siempre se ha sospechado que tuvo otros acompañantes. La profesía de Pasolini se había cumplido: la crueldad aplicada a su propio cuerpo no era el simple reflejo de la homofobia; se había intentado derruir cualquier huella de su existencia, extirpar cualquier resto de dignidad para que Pasolini y sus profecías no pudieran molestar más.

La historia de Raymond Aron es parecida y, al mismo tiempo, contraria a las de Adorno y Pasolini. Parecida porque fue desde el primer minuto un crítico acérrimo del movimiento estudiantil de Mayo del 68. Distinta, porque su historia, a diferencia de la de Adorno y Pasolini, termina bien. Algunos de los cabecillas de Mayo se convirtieron, a la larga, en sus discípulos más queridos. Su obra, mirada con desconfianza por una intelectualidad dominada por los comunistas durante todos los años 40, 50 y 60, empezó a ser leída por los hijos del 68 como profética. El compañero de curso de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, la oveja negra que se fue hacia la derecha mientras todos viraban hacia la izquierda, recuperó un brillo final porque, como él mismo decía, lo distanciaba el desinterés de Sartre y Beauvoir por la política concreta y real. Aron, que estudió en Alemania en los años 30 y descubrió el peligro de ser judío, había leído con atención, una atención que nunca logró Sartre, a Marx y, por eso mismo, desertó del marxismo para convertirse en uno de los escasos liberales de la intelectualidad francesa.

No era un carcamal, sin embargo, y había criticado con cierta dedicación tanto a las vetustas instituciones medievales de la universidad francesa como al autoritarismo paternalista del general De Gaulle. Eran dos enemigos que podrían haber compartido con los jóvenes del 68. Pero como Adorno y Pasolini, los métodos de la revolución le hicieron sospechar inmediatamente. Sospechaba, en sus palabras, de ese “nihilismo estético, o mejor aún, de la irrupción de la barbarie, inconsciente de su barbarie”. Así, mientras Sartre recomponía sus alicaídos brillos discurseando en manifestaciones, Aron se volvía gaullista porque no podía soportar la idea de que Daniel Cohn Bendit, el veinteañero líder pelirrojo de la revuelta, hiciera tambalear al general de la resistencia, al hombre que se exilió en Londres y peleó por restituir Francia tras la guerra.

Luego, muy luego, Aron descubriría que esto se parecía en todo a una falsa revolución. Llamó entonces al Mayo del 68 “un psicodrama”. Pensaba que quizás podía ser necesario un carnaval para que las energías de la juventud se disolvieran, y rechazaba cualquier noción de ruptura histórica. Para él, los jóvenes no habían leído ni escuchado a sus mayores. Tampoco tenían una propuesta para reemplazar todo lo que ansiaban derribar. “La nueva izquierda politizada –dijo Aron– utiliza el lenguaje trotskista y arremete contra el imperialismo norteamericano y la burocracia soviética, sin saber siquiera que está repitiendo ese mismo pasado que ignora”.

La revolución, como lo vaticinaron Adorno, Pasolini y Aron, nunca se produjo. En Francia y en Estados Unidos la derecha llegó al poder. En Alemania e Italia el terrorismo de ultraizquierda solo blindó al Estado que siguió repartiendo el poder entre los mismos. El capitalismo no solo continuó en pie, sino que aceleró el fenómeno de la concentración de la riqueza y la pauperización de las clases medias. Para el placer de Aron, Mayo del 68 produjo la primera generación de jóvenes intelectuales liberales. Uno de esos nuevos liberales ex maoístas, Andrés Glucksmann, lo reunió con Jean Paul Sartre, para que pidieran en conjunto al presidente Valery Giscard D’Estaing ayuda para los boat people, los refugiados vietnamitas que huían en cualquier embarcación de su país. Aron intentó reanudar las bromas estudiantiles y llamó a Sartre “mi pequeño camarada”, como lo hacían a comienzos de los años 30. Sartre no respondió. Al final cada cual se quedó con su causa esa tarde; Sartre defendiendo a las víctimas del imperialismo americano y Aron a las del imperialismo chino-soviético. Los dos tenían razón.

Mientras Sartre recomponía sus alicaídos brillos discurseando en manifestaciones, Aron se volvía gaullista porque no podía soportar la idea de que Daniel Cohn Bendit, el veinteañero líder pelirrojo de la revuelta, hiciera tambalear al general de la resistencia, al hombre que se exilió en Londres y peleó por restituir Francia tras la guerra.

Pequeña conclusión personal: escribo esto después de haber asistido a un show de rap en el colegio de mi hija menor, en una escuela primaria (pública) de Manhattan. La idea de que canciones que llaman a matar a la policía, a penetrar de las maneras más insensatas a tu novia y a drogarse hasta olvidar tu nombre, sean promovidas por una escuela pública, es quizás la prueba de que las revoluciones de hoy son también “psicodramas”, o que el psicodrama de Mayo del 68 se perpetúa: un carnaval, como el visto en nuestras plazas, que cubre meses y años sin aspirar a más poder que el de seguir reformulándose y nosotros lo observamos como si se tratara de un exorcismo de todas las injusticias –reales e imaginarias– de nuestra sociedad.

Tocan rap en el colegio, me explican, porque necesitan seducir a los estudiantes haciéndoles bailar lo que les gusta. Se tiene que hacer todo lo posible para que los niños lo pasen bien en la escuela y no deserten y se vayan a la calle a bailar y cantar rap sin el control de los colegios. La escuela no enseña lo que quiere sino lo que puede, me explican, lo que los alumnos aprenderán de todas maneras fuera del colegio. Los niños viven en un mundo nuevo, del que no podemos más que comprender una mínima parte.

Y es verdad: mis hijas saben una cantidad de cosas que yo no sé. Yo también sé otras que ellas no saben, pero las mías son inútiles para el mundo en que les tocará vivir. Mayo del 68 fue la primera revolución estrictamente generacional. El elemento social y político fue la comparsa de un baile que aportó al mundo otra música (menos en Estados Unidos, donde la guerra fue también racial). Tras Mayo del 68, el padre o el profesor ya no pudieron ejercer el tradicional rol de maestros. La autoridad se pierde porque no tiene nada que ofrecer. Es una carcasa vacía. Una pura y perdida nostalgia vintage (y como tal, perfectamente recuperable por el mercado).

Los padres siguen siendo padres solo porque la fragilidad económica los obliga a alojar a esos hijos que no pueden ser adultos. Los ritos de paso tan esenciales en las tribus, y que en la nuestra se llamaban servicio militar y universidad, cada vez pierden más sentido. La vida es un continuo de cambios tan bruscos y acelerados que se convierten en un sinfín de lo mismo. Lo mismo pero siempre nuevo, de tal manera que hay que volver a aprenderlo cada vez desde cero.

¿Qué papel le toca al intelectual en este “psicodrama” que cobra cada vez más fuego y que no deja de estirarse? ¿Dónde puede fundar su autoridad el que representa, justamente, la tradición y la cultura?

El pasado: eso que no sirve cuando todo es nuevo y distinto, puede intentar ser nuevo él también. Ser joven. Ser prometedor. Estar en la primera línea. O puede refugiarse en el claustro y estudiar pergaminos que nadie más que él estudia. Al intelectual de hoy, el que le importa el presente, le será difícil, si se siente atraído por el legado de Adorno, Pasolini o Aron, llamar liebre al gato que le han vendido. Borges, cuando el peronismo intentó degradarlo, lo nombró “inspector de aves, conejos y huevos” de una repartición parecida a nuestro Servicio Agrícola y Ganadero. Quizás no sea una mala metáfora de lo que le queda al intelectual en estos tiempos sin pasado, que son también tiempos sin futuro, que no es otra cosa que vigilar los precios y los pesos de las ideas que al mercado tanto le gusta adulterar. Tendrá quizás esa satisfacción, no ser ni víctima ni cómplice de ninguna estafa.

 

Imagen de portada: Adorno, el político Ludwig von Friedeburg y un grupo de estudiantes, poco antes de que la policía evacuara la universidad. Frankfurt, 31 de enero de 1969.

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