Izquierda mestiza

En la actualidad, señala la filósofa en este ensayo, la izquierda asoma en plural, asume el legado histórico y reivindicatorio por derechos sociales y reinterpreta dicho compromiso en clave liberal. Ya no es el pueblo como una unidad de clase el que se ubica al centro y en menoscabo del individuo. Más bien son los individuos, las singularidades, en su más amplia diversidad, quienes se convierten en el núcleo de la política.

por Diana Aurenque Stephan I 3 Noviembre 2022

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De todas las preguntas, son aquellas que interrogan por el futuro, posiblemente, las más difíciles. Pero al mismo tiempo, mientras mayor es la incertidumbre del presente, más requerimos aventurar profecías. Extraño: como si para sortear las fluctuaciones del hoy fuese necesario sembrar otras nuevas; saltar a otro escenario, a uno que ofrezca un sentido nuevo. Un sentido que, pese a ser apenas hipotético, nos brinda ya consuelo. Y es que, como lo advirtió Nietzsche con una agudeza insuperable, el ser humano puede resistir el peor de los males y sufrimientos, siempre y cuando estén dotados de sentido. Así, sumarle grados a la incertidumbre o costos a la audacia de aventurar respuestas, proporciona ya una ganancia terapéutica.

Preguntarse hacia dónde va la izquierda chilena implica una preocupación por el futuro, a la vez que invita a superarlo planteando otra posibilidad. Adicionalmente, la inquietud no solo concierne a su porvenir, sino que se inmiscuye en su presente. Por ello, preguntar por la izquierda chilena y su futuro obliga antes a demarcar y establecer su situación actual, para recién desde ahí proyectar caminos.

Tanto más se atiende a las descripciones y discursos habituales en el debate público, vemos heterogeneidad, ambigüedad y desacuerdo respecto de sus actores y representantes, colectivos o partidos; incluso sobre sus ideologías o valores políticos. Bajo esa misma etiqueta se reúnen sujetos y agrupaciones variadas, de tiempos y procedencias dispares. Además, depende del observador la forma en que se define a esos sujetos adscritos a la izquierda. La derecha economicista —como denomina Hugo Herrera a aquella que se vincula con Jaime Guzmán y Friedman— los ve como burócratas, estatistas y adversarios del individuo; otros —el expresidente Piñera, por ejemplo— los identifican con “violentistas”, anarquistas y/o “primera línea”. Y mientras la derecha más progresista considera a los izquierdistas como moralistas, demonizadores del mercado y/o del neoliberalismo, su falange conservadora los entiende ateos, antirrepublicanos o antipatriotas.

Por el lado de las agrupaciones, están los adherentes a partidos políticos históricamente de izquierda (comunistas o socialistas), los de la “nueva izquierda” (Nuevo Trato, Convergencia Social, etc.) y los de organizaciones territoriales recientes, acéfalas y/o extrapartidistas (Lista del Pueblo). Ahora bien, lejos de pretender que lo descrito represente exhaustivamente a la izquierda chilena, con este simple mapeo podemos constatar que la izquierda asoma en plural.

¿Pero son todas ellas manifestaciones de izquierda?, ¿cuál es su relación con el centro y la ultra? Entendiendo esta última como una corriente radical y extrema de la izquierda (revolucionaria y armada), como lo fueron el FPMR o el MIR, entonces deberíamos decir que esa ultraizquierda no tiene parte en las izquierdas del hoy. ¿Significa entonces que no hay una ultraizquierda hoy?

Justamente esa transvaloración es extensión del maniqueísmo propio, me parece, de toda izquierda, a saber: la división del mundo entre poderosos y oprimidos, capitalistas y proletarios, y donde cada uno no es neutral, sino cargado de bien y mal. Es esta moralización inicial propia de las izquierdas la que, en buena parte, también es responsable del ascenso del populismo de derecha.

Si aceptamos la identificación de Piñera de la izquierda con los “violentistas” —incluida la “primera línea”—, deberíamos aceptar que sí existe. Sin embargo, esto tampoco es tan claro, pues aplicaría quizás a esa parte de los “violentistas” que utilizaron e idealizaron la violencia como una estrategia con fines políticos. Y si algo descubrimos de esos “violentistas” es que, debido a su acefalía y diversidad, nada sabemos a ciencia cierta sobre ellos. Entonces, valdría la pena comenzar a separar en el discurso la ultraizquierda de las izquierdas “a secas”.

Lo mismo cabría aplicar al pensar en la centroizquierda. En Chile, y producto de la transición a la democracia, se incorporaron en ese centro partidos que, ideológicamente, tenían solo circunstancialmente que ver con la izquierda. Como sucedió con la Democracia Cristiana: la que, si bien se aproxima a la izquierda en materia de derechos laborales, se acerca más a la derecha en cuestiones valóricas y/o culturales. La centroizquierda —como la centroderecha— constituye un espacio de coalición dinámico, que establece acuerdos en función de un contexto político determinado que lo propicie. Con todo, precisamente la posibilidad de que las izquierdas estén —incluido, pese a vaivenes, el Partido Comunista— disponibles para establecer acuerdos con otros sectores o partidos, es ya una característica distintiva de las izquierdas chilenas de hoy.

¿Qué representan entonces las izquierdas chilenas “a secas”?

Pueden quizás ya no compartir un ideal claro de Estado o de modelo económico (pese a convenir en la crítica al neoliberalismo), ni tampoco un ideal de buena vida común válido para todos. Lo que encontramos es una izquierda mestiza: una mezcla que, a la vez que asume el legado histórico y reivindicatorio por derechos sociales, actualiza y reinterpreta dicho compromiso en clave liberal. Para las izquierdas de hoy, no se trata de comprender la pugna privilegiados-desafortunados bajo la antigua lógica de clases marxista, sino de redibujar esa disputa e incorporar otras nuevas, similar a lo que advierte Chantal Mouffe.

Las izquierdas chilenas —desde el PC hasta el FA— han asumido un sitial en la defensa de libertades y derechos individuales de sectores específicos —feminismo, pueblos originarios, disidencias e identidades de género y sexo, medioambientalistas—, pero que, en rigor, bien podrían haber sido asumidas por el centro o por una derecha liberal. Porque esas reivindicaciones no son propiedad de un sector político determinado y responden en buena parte a luchas identitarias (otro cuento es que la derecha chilena no haya asumido como propias las nuevas demandas sociales).

En este sentido, las izquierdas chilenas demuestran un cambio sustancial respecto de sus antecesoras: ya no es el pueblo como una unidad de clase el que se ubica al centro y en menoscabo del individuo. Más bien son los individuos, las singularidades, en su más amplia diversidad respecto de formas de vida, quienes se convierten en el núcleo de la política. Asimismo, el colectivo ya no es sinónimo de un grupo homogéneo de individuos con los mismos intereses y demandas de clase, sino un pueblo altamente complejo, pero en el que, cada singularidad, se convoca en torno a algo común: la exigencia por protección para llevar a cabo el propio proyecto vital. Por lo tanto, ya no hablamos de una izquierda que demoniza al individuo, sino, por el contrario, lo defiende.

Pueden continuar el camino actual y seguir contribuyendo, sin notarlo, al fortalecimiento de su propia oposición. Si, por el contrario, las izquierdas asumen desde ya su responsabilidad en el aumento de adherentes a corrientes populistas, reaccionarias, antidemocráticas y antiliberales (…), podríamos esperar una nueva transformación al interior de su comprensión.

Esta renovación de las izquierdas sin duda conlleva nuevos problemas. Dado que las reivindicaciones por parte de las izquierdas del presente van en resguardo del individuo, de su autonomía y de su consideración como libre autor del propio destino, pese a trascender el escenario marxista de la lucha de clases, siguen entrampadas en una dinámica maniquea. Es decir, por más que ese pueblo al que apele y defienda se concerte por medio de grupos o identidades diversas y heterogéneas, cada uno de ellos, en tanto parte de un grupo considerado históricamente oprimido o desfavorecido, pasan rápidamente de ser “perdedores de la historia” a “nuevos opresores”.

Justamente esa transvaloración es extensión del maniqueísmo propio, me parece, de toda izquierda, a saber: la división del mundo entre poderosos y oprimidos, capitalistas y proletarios, y donde cada uno no es neutral, sino cargado de bien y mal. Es esta moralización inicial propia de las izquierdas la que, en buena parte, también es responsable del ascenso del populismo de derecha. Al respecto, y como crítica adicional, las izquierdas aún no logran establecer con claridad una postura unitaria y/o a lo menos diferenciadora sobre la violencia. Porque, como decíamos, durante el estallido social se advirtieron violencias disímiles; una combinación de violencias entre una que podríamos llamar “politizada” (de ultraizquierda y revolucionaria) y otra, asocial-apolítica (saqueos y actos vandálicos). Mientras no se distinga entre ellas con energía, habrá quienes sigan asociando —injustamente— a la izquierda con la violencia.

¿Hacia dónde van, entonces, las izquierdas chilenas? Pueden continuar el camino actual y seguir contribuyendo, sin notarlo, al fortalecimiento de su propia oposición. Si, por el contrario, las izquierdas asumen desde ya su responsabilidad en el aumento de adherentes a corrientes populistas, reaccionarias, antidemocráticas y antiliberales —que siembran nuevos e impredecibles obstáculos para la gobernanza democrática—, podríamos esperar una nueva transformación al interior de su comprensión. Quizás una que, sin dejar de lado su compromiso por derechos y reivindicaciones sociales, logre construir una narrativa nueva; una que no demonice moralmente al adversario, sino que instaure una épica renovada. Una que sepa administrar una memoria más “sana” —inmoral, diría Nietzsche—, que mire más atrás, que nos lleve más allá de la división entre privilegiados y desafortunados, una que nos reconozca en lo que genuinamente nos iguala, que estamos todos en el mismo desamparo y necesitados, hoy más que nunca, de un nuevo anclaje.

Las izquierdas de Chile, pese a sus renovaciones, gozan de un patrimonio simbólico único, que las separa radicalmente de las derechas chilenas. Porque entienden la política como una cuestión distinta a la mera organización económica y a la administración del Estado (como piensa, sin épica, buena parte de la derecha). La política para las izquierdas siempre se ha vinculado a una visión de mundo, a un ideal de sociedad, de realización individual y, por ello, de una comprensión del ser humano. Por cierto, estas comprensiones han quedado hoy, en buena parte, quizás obsoletas; pero su capacidad performativa y movilizadora sigue intacta. Si, como dice Sloterdijk, “las sociedades son sociedades mientras imaginan con éxito que son sociedades”, basta ensayar un nuevo relato, una épica más igualitaria, capaz de dejar atrás lógicas maniqueas. Una ficción nueva que, por mientras, solo por mientras, nos entregue un sentido nuevo —y así, nos ancle y nos mantenga cerca.

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