La década socialista y la facticidad del poder

En La historia oculta de la década socialista 2000-2010, Ascanio Cavallo y Rocío Montes entregan un gran fresco de cómo se hacía política durante los gobiernos de Lagos y Bachelet: alianzas, redes de contacto, vínculos formales e informales. ¿Algo diferente a como se hizo antes? Probablemente no. ¿Diferente a lo que ocurre hoy? Es posible. Pero, como plantea el autor de este artículo, hay semejanzas sustanciales entre los años de la Concertación y lo que lleva el primer gobierno del Frente Amplio: está, por cierto, la voluntad transformadora y, no en menor importancia, la carencia de mayorías en el Congreso.

por Claudio Fuentes S. I 28 Febrero 2023

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La obra La historia oculta de la década socialista 2000-2010, de Ascanio Cavallo y Rocío Montes, podría a simple vista clasificarse en el género de la crónica histórica. Con extremada pulcritud, sorprendentes diálogos y excelente pluma, los autores repasan uno de los momentos más trascedentes del ciclo político contemporáneo. Tempranamente plantean que en su narración no hay una tesis a demostrar; su intención es dejar que los hechos hablen, “mostrar la verdad”, sostienen. No obstante, más que una simple narración de acontecimientos, lo relatado en estas páginas nos hace cuestionarnos sobre la doble dimensión del poder: en el modo en que se ejercita y en su dimensión ideológica.

El arte de gobernar

Lo primero que salta a la vista en este volumen se refiere al modo cotidiano en que los actores administran el poder —lo que denominaré la facticidad del poder. Y aunque Lagos y Bachelet llegaron al poder con el respaldo mayoritario de la ciudadanía, el arte de gobernar implica gestionar la a veces cruel realidad de no contar con los votos suficientes para aprobar el programa de gobierno. La micro-historia del poder nos habla de una multiplicidad de prácticas y gestos que a simple vista parecen ocultos para la ciudadanía. ¿Cómo hacer funcionar el engranaje del aparato público cuando no se cuenta con el respaldo político para aprobar proyectos ansiados por la ciudadanía? ¿Cómo relacionarse con empresarios que quieren que los dejen trabajar tranquilos, es decir, libre de carga tributaria? ¿Cómo vincularse con instituciones que están acostumbradas a no rendir cuentas frente al poder político?

Las anécdotas son múltiples. En el texto se muestra a un presidente Lagos furioso respecto de los comandantes en jefe y del director de la policía que organizaron un desafiante almuerzo el que la prensa denominó el “servilletazo” (mayo del 2000). El presidente se enteró por la prensa de esta situación que consideró como un acto de insubordinación. Convocó uno por uno a los máximos oficiales castrenses y los conminó a no realizar nunca más este tipo de encuentros públicos para presionar a los civiles. Unos días más tarde, la justicia aprobaría el desafuero al general Pinochet, iniciándose un largo proceso judicial respecto del cual los militares fueron experimentando su propia transición.

Cavallo y Montes también relatan aquellas reuniones informales con empresarios que le pedían al Presidente que los dejaran trabajar tranquilos. Máximo Pacheco organiza una cena a la que convoca a Eliodoro Matte y al entonces candidato presidencial Ricardo Lagos. El primero, de modo directo y franco, le señala a Lagos que no lo apoyará con recursos para su campaña. Este, a su vez, le replica que debiese organizar a través del Centro de Estudios Públicos (CEP) una propuesta para establecer una ley de financiamiento electoral, “así nos evitaríamos esta conversación”, le señaló. En efecto, tres años después, el gobierno estaría impulsando una norma que por primera vez en la historia republicana definiría reglas para el financiamiento de campañas y en cuyo origen el CEP tuvo un rol preponderante.

La cuestión de la relación entre dinero y política se puso extremadamente delicada. La justicia comenzó a estudiar el financiamiento ilegal de campañas en un caso que se denominó MOP-Gate, complicando de sobremanera la gestión de Lagos. Hacia el año 2002, en la prensa se comenzaba a especular sobre la posibilidad de que el Presidente no lograra terminar su mandato, lo que movilizó una serie de encuentros y reuniones para encarar la agenda anti-corrupción. El entonces senador Pablo Longueira (UDI) se convertiría en un actor vital, al permitir un acuerdo para la reforma del Estado y del financiamiento de la política.

Lidiar con la facticidad del poder implica establecer estrategias, alianzas, redes de contacto, vínculos formales e informales. Así se va develando poco a poco el modo en que “verdaderamente” opera un sistema político. Y aunque en esos tiempos se clamaba por la autonomía y funcionamiento de las instituciones, ellas operaban en la medida en que había actores que las hacían funcionar: “Don Carlos —le dice el ministro de Hacienda al presidente del Banco Central—, necesito que me baje la tasa de interés, no es una proposición, es un sí o sí, ¿me entiende”. Ante lo cual Massad responde: “Sé lo que está pensando, Nicolás. Veré cómo convenzo al consejo…”.

El modo en que funcionan las cosas en la política implica, también, observar el carácter fuertemente patriarcal de la política chilena. La cena en que los “barones” socialistas le ofrecen a Michelle Bachelet asumir la candidatura a la presidencia es particularmente ilustrativa de aquella situación. La reunión se hizo en la casa de Jaime Gazmuri y a ella concurrió la directiva del partido, todos hombres. Era octubre de 2004. Luego de una serie de discursos y consejos a la potencial candidata, ella responde con enojo: “¿Ustedes creen que soy tonta? ¿Qué no me doy cuenta de lo que pasa? Mírense en un espejo: están viejos, han perdido contacto con la gente. Yo lo tengo. Y sé que tengo más votos que el partido, harto más que ese 10 por ciento en el que están pegados. ¡Sé muy bien lo que hay que hacer!”.

Lo oculto de la década socialista se refiere a los modos en que funciona el poder. Llamadas telefónicas, cenas en casa de alguna distinguida autoridad, señales públicas y privadas que van marcando aquella a veces pesada marcha del poder. Contado de este modo pareciera algo novedoso, pero no es así. La facticidad del poder —esto es, la practicidad de tener que ejercer cuotas de poder— nos acompaña desde que existe la polis, es decir, desde siempre.

Era octubre de 2004. Luego de una serie de discursos y consejos a la potencial candidata, ella responde con enojo: ‘¿Ustedes creen que soy tonta? ¿Qué no me doy cuenta de lo que pasa? Mírense en un espejo: están viejos, han perdido contacto con la gente. Yo lo tengo. Y sé que tengo más votos que el partido, harto más que ese 10 por ciento en el que están pegados. ¡Sé muy bien lo que hay que hacer!’.

¿Fue socialista esa década?

Una segunda dimensión que emerge de estas páginas es la pregunta sobre si la década socialista fue verdaderamente “socialista”. Las trayectorias personales de Lagos y Bachelet claramente se distinguían y, por lo mismo, resultaban esperables los énfasis distintivos de cada administración. El primero provenía de una corriente socialdemócrata más cercana a la tercera vía, que adquirió notoriedad y poder a fines de los 90. Bachelet en cambio tuvo sus orígenes en una corriente más tradicional del Partido Socialista. Misma familia, pero distintas trayectorias, estilos y prioridades.

La identidad socialista del gobierno de Lagos es quizás uno de los asuntos más debatidos por estos días. A Lagos se le recuerda por su dedo desafiante contra Pinochet para el plebiscito del Sí y el No, pero respecto de su administración se enfatizan la privatización de las carreteras o el Crédito con Aval del Estado (CAE). Así, se acusa a la Concertación en general de ser la responsable de la profundización del modelo “neoliberal”, un modelo que mercantiliza las relaciones sociales, que las deja al amparo de meras transacciones comerciales. Quizás sea Lagos quien cargue más con este sello porque fue bajo su gobierno donde se implementó el famoso CAE, aquella deuda bancaria con la que creció la generación que hoy detenta el poder.

Pero en este volumen se advierte la constante tensión entre la voluntad ideológica de avanzar en el sendero de las transformaciones y las resistencias políticas que inhibían tales cambios. El capítulo 10 del libro es iluminador sobre esta materia. Allí se aborda la reforma a la Salud que buscó promover “garantías explícitas”, esto es un conjunto de enfermedades prioritarias que no podrían ser denegadas en su atención y tratamiento ni en el sector público ni en el privado. Se trataba de un primer esfuerzo que buscaba establecer nociones básicas de universalismo, en un ámbito que resultaba crítico para la población. La propuesta sería complementada con un fondo solidario entre el sistema público (Fonasa) y privado (Isapres), que sería una bandera de los avances progresistas en materia social.

Los sectores más de izquierda del propio partido socialista mostraban enojo frente a una reforma que no tocaba al corazón de las Isapres y que focalizaba la atención en un grupo específico de enfermedades. Los dineros destinados a esta política competirían con la necesaria inyección de recursos para la infraestructura del sistema público de salud. Como el gobierno no contaba con los votos necesarios en el Congreso —no tenía mayoría en el Senado—, debió aceptar el recorte del fondo solidario y también conformarse con el alza del impuesto del valor agregado (IVA) para financiar esa política. La solución tampoco dejaba satisfechos a los más progresistas: al ser un impuesto regresivo, afectaría particularmente a los más pobres del país. Para dejar conforme a sus huestes, el Ejecutivo se comprometió a enviar un nuevo proyecto para establecer un royalty minero.

Con todo, la reforma de las garantías explícitas se transformaría en una de las políticas más simbólicas y duraderas del gobierno de Lagos. Se comenzaba a sembrar la semilla de la universalidad en el acceso a derechos de la salud. Al menos en un conjunto crítico de enfermedades no importaría el género, la condición social o el lugar de nacimiento. Todos tendrían el derecho a una atención digna y de calidad, al menos en una lista mínima pero relevante de dolencias.

Sin embargo, esta reforma develaba los límites de un gobierno socialista que no contaba con los votos suficientes en el Congreso para avanzar en un modelo de Estado de bienestar. La consagración de derechos sociales se hacía en la medida de lo posible, y el marco de posibilidades dependía de la derecha.

La identidad socialista del gobierno de Lagos es quizás uno de los asuntos más debatidos por estos días. A Lagos se le recuerda por su dedo desafiante contra Pinochet para el plebiscito del Sí y el No, pero respecto de su administración se enfatizan la privatización de las carreteras o el Crédito con Aval del Estado (CAE)

Gobernar no es transformar

Bachelet llegó al poder con la misma limitación encarada por los gobiernos democráticos anteriores: no contaba con una mayoría sustantiva para producir grandes transformaciones. Su política social se enmarcaría en establecer una red de protección que incluía un programa dirigido a la infancia, seguro de desempleo, plan Auge de salud, reforma al sistema de pensiones y pensión básica solidaria, y un plan para atender la extrema pobreza. Algunas de estas políticas se habían comenzado a gestar bajo la administración anterior de Lagos, pero su materialización e impulso político se dio con Bachelet.

Su administración incluyó también una nueva forma de hacer política. Además de establecer mayores exigencias para la inclusión de mujeres en cargos de responsabilidad gubernamental, remarcó la idea de un “gobierno ciudadano”, lo que materialmente se tradujo en el establecimiento de una serie de consejos consultivos para la creación de políticas públicas. Este modelo implicaba reconocer que la política tradicional —la del caudillaje, la de las cúpulas, la de los partidos y los poderes fácticos— no era suficiente para dar legitimidad a las políticas públicas que se pretendían implementar. Las manifestaciones de los estudiantes secundarios en 2006 mostraban los primeros síntomas del agotamiento de un modelo de relaciones sociales y políticas que terminaría por estallar en 2019.

¿Comparte algo esta década socialista y el actual gobierno del Presidente Boric?

Aunque las circunstancias políticas y el contexto se han transformado sustantivamente, existen ciertas condiciones invariables. La primera de ellas es la existencia de un gobierno que triunfa en las urnas, pero que no cuenta con mayorías legislativas para aprobar su programa. Lo anterior implica la necesidad de la actual administración de adecuar su programa, establecer redes, generar vínculos con aquellos actores que detentan el poder en el ámbito político, social y económico. ¿Cómo funcionarán las relaciones con el poder, ahora que una nueva generación encabeza el gobierno y se enfrenta a la necesidad de mantenerse en él? ¿Se repetirán aquellas cenas con líderes empresariales? ¿Qué tan flexible se vuelve la hoja de ruta diseñada antes de llegar a La Moneda?

Un segundo e imprevisto factor de continuidad se asocia con algunos actores claves del socialismo democrático que vuelven una y otra vez a la escena de las decisiones. Carolina Tohá fue subsecretaria con Lagos, ministra con Bachelet y ahora ocupa el principal cargo de coordinación política con Boric. Mario Marcel fue director de presupuestos de Lagos, encabezó la comisión encargada de la reforma previsional de Bachelet y ahora lidera la cartera de Hacienda. Aunque podría atribuirse a una mera casualidad, resulta particularmente curiosa esta continuidad histórica donde la jefatura política y de las finanzas son encabezadas por actores íntimamente ligados a un proyecto socialdemócrata que entiende que todo intento de transformación política y social posee un límite: la no tan oculta historia de la facticidad del poder.

 


La historia oculta de la década socialista 2000-2010, Ascanio Cavallo y Rocío Montes, Uqbar Editores, 2022, 414 páginas, $33.000.

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