Buscar una salida: un informe sin academia

“Podemos no hablar más de hombres o mujeres, pero la e no borrará la deuda que se tiene con la estructura del lenguaje, sino que tensionará nuevas diferencias políticas”, escribe la autora de este ensayo que discute el libro donde Paul B. Preciado cuestiona la capacidad del psicoanálisis para abrirse a los nuevos planteamientos político-sexuales. Según Michelson, no es casual que a pesar de todas las “salidas” al problema de la diferencia (nombrar como mujer, hombre, trans, cyborg), las respuestas sigan siendo incompletas y el gran síntoma de esta época sea la depresión, es decir, la pérdida rotunda del deseo.

por Constanza Michelson I 2 Agosto 2022

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El filósofo Paul B. Preciado fue invitado en París a las jornadas de la École de La Cause Freudianne, la escuela de psicoanálisis de Lacan creada en 1981. El nombre de las jornadas de 2019 fue “Las mujeres en psicoanálisis”, título y puesta en escena con la que Preciado ironizó de entrada: “Adornan el escenario con flores, invitan a una ‘mujer’ a cantar, como si siguiéramos en 1917 (…) extraña y exótica criatura, sobre la que merece la pena reflexionar de vez en cuando en un coloquio”. Alguna vez él mismo, cuando su nombre era Beatriz, fue una “mujer en psicoanálisis”, pero ahora tomó la palabra como “el enfermo” que se levanta del diván. Dio una conferencia que dividió a los psicoanalistas: la mitad abucheaba, la otra aplaudía.

Tal como el “tránsfuga” Pedro el Rojo, el mono-humano del cuento de Kafka, se propuso dar un “informe para una academia” sobre su vida como hombre-trans. De ahí el título de su exposición vuelta libro: Yo soy el monstruo que os habla: informe para una academia de psicoanalistas. Y aunque si hay algo que los psicoanalistas no saben hacer es hacer una academia, toda la estructura de la provocación fue como si la hubiera. Además, establece que esa “academia” dice las mismas cosas que la psiquiatría, la farmacología y la psicología, todo en el mismo saco, en el que también caen los jueces, la policía de fronteras y los médicos forenses. El mismo Preciado reconoce en la entrevista tras la conferencia, que cuando habla del psicoanálisis piensa en un “psicoanálisis normativo”: “Ya ven que no estoy hablando concretamente de ustedes”. Pero lo cierto es que no sabemos, ni siquiera los psicoanalistas, cuál es ese psicoanálisis. Como dice una amiga, todo el mundo parece saber qué es el psicoanálisis, salvo los psicoanalistas. En concreto, ni a Preciado ni a nadie tiene por qué importarle los líos entre los psicoanalistas; lo que sí le importó fue hacer un acto político: “Me di cuenta de que ante mí se abrían dos posibilidades: el ritual farmacológico y psiquiátrico de la transexualidad domesticada, y con el anonimato de la masculinidad normal, o bien, contra ambos, el show de la escritura política”.

Preciado lanzó una sentencia radical. El psicoanálisis se encontraría ante “una elección histórica sin precedentes”: o continúa con la antigua epistemología de la diferencia sexual, validando entonces el régimen patriarco-colonial, o se abre a un proceso de crítica política de su lenguaje para iniciar un proceso de “despatriarcalización, desheterosexualización y descolonización”.

No exageremos. No es la primera vez que se declara la obsolescencia del psicoanálisis; incluso podría ser la constante en su historia. Hace rato la neurociencia dice lo mismo: confíen en las luces que se prenden en el cerebro o mueran.

Alguna vez traté de discutirle a un neurocientífico que decía que los conceptos del psicoanálisis ya habían sido asimilados por los descubrimientos del cerebro, pero no pude encontrar en mi inglés mediocre la palabra “epistemología”, para decirle que cuando él habla de deseo no hablamos de lo mismo, que el mío no es igual a querer algo, un pastel o un revolcón para sacarse las ganas, cosas que seguramente puedan verificarse con algunas señales eléctricas del cuerpo. El mío se escabulle, aparece torcido en los sueños y en los tropiezos. Pero no pude. Seguramente por mis nervios, mal que mal, en un congreso de las cosas de la mente, hoy “la academia” son los científicos.

Es posible que si esta polémica generó tanto alboroto en ciertos lugares, pero no en Chile, sea porque acá no es posible decir que el psicoanálisis sea la norma de nada en salud mental. Distinto debe ser donde hay instituciones con poder en el discurso público. Aunque la enseñanza en psicoanálisis sea acerca de lo que ocurre entrelíneas, sus asociaciones deben lidiar con lo que ocurre en las instituciones: inevitablemente se cristalizan los lenguajes, los roles, las jerarquías. Ni las de los rebeldes se salvan: nada más conservador que las mafias. Al propio Lacan lo expulsaron en 1964 de la gran institución que tenía el monopolio de la transmisión de las lecciones de Freud, la IPA. Y es que, según Lacan, de algún modo habían pasado a ser una academia: la ortodoxia de las reglas había superado a lo subversivo de las ideas. Su mayor desacato fue decirles que no habían leído bien al maestro, que ahí donde Freud descubre lo escandaloso de lo inconsciente, ellos buscaron reparar esa “herida al narcisismo” humano. Su movimiento no fue hacia adelante, hacia la novedad, sino que hizo “un retorno a Freud”: volver al maestro para leerlo, mas no repetirlo. Su lectura lo refunda.

No es la primera vez que se declara la obsolescencia del psicoanálisis; incluso podría ser la constante en su historia. Hace rato la neurociencia dice lo mismo: confíen en las luces que se prenden en el cerebro o mueran.

Expulsado formó su propia escuela, la que incluso él mismo desarmó cuando se dio cuenta de que se había vuelto “una iglesia”. Lacan acentuó el carácter propio del psicoanálisis, resistiéndose a que fuera reducido a un cientificismo o a algún psicologismo. Para desplazarse, vio en el psicoanálisis la ciencia del sujeto caído: una lógica de lo incompleto. Por supuesto que tales principios hacen que sea problemático crear una academia de expertos.

Es posible que parte del revuelo se haya provocado donde el psicoanálisis sí se parece a una academia; y las risas y el silencio en el auditorio de París, que surgieron cuando Preciado les preguntó cuántos analistas institucionalizados habían salido del clóset hétero, haya que tomarlas en serio. Es una pregunta política.

Pero desde este pedacito de mundo es difícil reconocerse en las críticas del filósofo. En Chile el psicoanálisis de Lacan es una especie de trans-fuga. Para comunicarse con el campo de la salud mental utiliza diagnósticos que no son los suyos ni en los que cree, para poder decir algo públicamente, para los seguros de salud. La etnografía de Clara Han en La Pincoya, Life in Debt: Times of care and violence in neoliberal Chile (“La vida en deuda: tiempos de cuidado y violencia en el Chile neoliberal”), es un magnífico recorrido por la historia reciente de la salud mental en Chile. La dictadura militar no solo ejerció la violencia estatal para introducir el modelo de los economistas de Chicago, sino que también se propuso hacer ajustes valóricos. Fue muy explícita en ello y dejó plasmado su ideario en la Declaración de Principios de la Junta Militar en 1974: “Chile debe convertirse en una tierra de propietarios”; “Para guiar al país a una grandeza nacional, debemos concebir una nueva perspectiva, que reconocerá el mérito de la distinción pública y premiará a quienes lo merecen”. La competencia y el individualismo se fueron instalando como forma de vida.

Con el retorno a la democracia se inicia una reivindicación de la salud mental. Para evitar programas “ideologizados” —como se acusaba a la psiquiatría comunitaria—, a partir de 1993 se buscaron estándares internacionales que permitieran homogeneizar criterios y medir la eficacia de los programas. La eficiencia y la estandarización eran ya el lenguaje de la salud mental mundial en los 90. La clínica como práctica de escucha antes que de clasificación, fue dando paso a los diagnósticos estandarizados y en sintonía con las ofertas farmacológicas.

La lógica que se arraiga hasta hoy es: si un antidepresivo sirve para el ánimo, el sueño y el apetito, entonces una depresión es algo que tiene que ver con el ánimo, el sueño y el apetito.

No es necesario preguntarse mucho más.

Como le dijo una médica a Clara Han, el programa de salud mental es más un tranquilizante para el sistema de salud que para la población. Se trata de un modelo que “sutura”, mientras que en su sombra el psicoanálisis va descosiendo para zurcir otra vez, pero de manera singular: que alguien diga algo de sí.

Como escribe Preciado sobre sí mismo: de lo que se trata es de buscar una salida, fabricar una libertad, ahí donde existe una violencia clasificatoria. No podemos estar más de acuerdo, pero ponerse de su lado políticamente no significa que el psicoanálisis deba tomar el mismo rumbo que la teoría queer.

Luego, sin complejos institucionales, me propongo pensar en esta provocación.

En lo que estamos de acuerdo es en que su referencia a Pedro el Rojo no puede ser mejor. El mono capturado tiene la extraña posibilidad de hablar. Sabía que humanizarse no significaba libertad —el lenguaje es otra prisión—, pero era una salida. Y ese es el punto político de Preciado: pasar de ser una criatura clasificada —un animal, un monstruo, un extranjero— a ser un clasificador; es la diferencia entre ser aplastado como una cucaracha o poder, al menos, elegir la propia jaula.

La política y lo erótico

Hoy es frecuente que los psicoanalistas tomen la palabra ante la violencia política. No siempre ha sido así. Silvana Vetö, en su libro Psicoanálisis en Estado de sitio, da cuenta del silencio que adoptó en dictadura la institución oficial de psicoanálisis en Chile en esos años, la sede nacional de la IPA. Incluso ante la desaparición del psicoanalista Gabriel Castillo. Como dice el prologuista del libro, la institución no fue más cobarde que otras, quizá por miedo a un régimen de vocación criminal. Pero lo que no puede omitirse de la historia, amparándose en la idea de neutralidad clínica, es la relación que se ha tenido con el acontecer social y político.

En el presente ha debido responder a las interpelaciones del feminismo y la teoría queer. Si al psicoanálisis le compete velar porque existan las condiciones de posibilidad para que cada uno pueda inventar su salida, no puede más que apoyar tales reivindicaciones. Sin embargo, le toca también resistirse a la presión de la actualidad y sus promesas de salidas homogéneas: ahí donde algunos nadan, otros se ahogan.

Dicen que el psicoanálisis es un feminismo fallido. Y lo es. A pesar de tener potencia feminista no se puede ser feminista psicoanalista, pero sí feminista y psicoanalista. Ahorrarse la “y” es imposible. El feminismo es un progresismo, una teoría del día, mientras que el psicoanálisis es una teoría de la noche: si de día se piensa el mundo a través de sus discursos y razones, de noche aparece la intuición de sus síntomas. Por eso el psicoanálisis no es una crítica, aunque pueda tener efectos críticos, sino una clínica: debe inclinarse para escuchar. El psicoanálisis es con perspectiva de psicoanálisis.

Hay ideas que se han ido revisando, pero la posición sobre lo sexual nunca fue lo que Preciado acusa. Es extraño que algunos analistas se sientan tan acomplejados. Hace más de un siglo Freud habló de bisexualidad constitutiva, de que detrás de la sexualidad burguesa habitaba un perverso polimorfo; escuchó el malestar de las mujeres. De acuerdo, habló de envidia al pene, concepto que no se usa hoy, pero eso no significa que no exista aquello a lo que apuntaba: envidia hacia lo que fascina (en Roma, falo era la palabra para fascinación). Por supuesto que eso —aunque para algunos pueda serlo— no es el pene. Lacan, por su parte, habló de la caída del padre como nombre de un tipo de ordenamiento; dijo que el Edipo era la neurosis de Freud y avanzó en la idea de las posiciones sexuadas con independencia de la anatomía.

Preciado sostiene que, aunque el psicoanálisis avanzó en desnaturalizar el sexo, no lo llevó a sus últimas consecuencias. Diría más bien que tomó otra ruta que la suya, una que supone la existencia de lo inconsciente, y eso implica que si bien el lenguaje es nuestra tierra natal, no somos dueños de él: el yo no es el amo en su propia casa.

No hay salida a la diferencia en el lenguaje: ‘no binario’ solo puede entenderse en oposición a binario, lo cual instala otro binarismo. (…) Podemos no hablar más de hombres o mujeres, pero la e no borrará la deuda que se tiene con la estructura del lenguaje, sino que tensionará nuevas diferencias políticas. Y en esto podemos estar de acuerdo: cambien las letras, háganlas estallar.

En lo que estamos de acuerdo es en que su referencia a Pedro el Rojo no puede ser mejor. El mono capturado tiene la extraña posibilidad de hablar. Sabía que humanizarse no significaba libertad —el lenguaje es otra prisión—, pero era una salida. Y ese es el punto político de Preciado: pasar de ser una criatura clasificada —un animal, un monstruo, un extranjero— a ser un clasificador; es la diferencia entre ser aplastado como una cucaracha o poder, al menos, elegir la propia jaula. Preciado mismo ha sido sancionado en su nueva categoría. La escritora trans Elizabeth Duval lo llamó “señoro”, porque dice que no ve en él ni a un monstruo ni la superación de lo identitario, sino a un varón que posa para Gucci. Duval, mucho más joven, heredera de las luchas que la antecedieron, tiene la libertad para decir en su libro Después de lo trans, que ahora toca criticar a lo queer: “El ano no hará la revolución”.

No hay salida a la diferencia en el lenguaje: “no binario” solo puede entenderse en oposición a binario, lo cual instala otro binarismo. Ser animales de lenguaje significa que no hay esencias identitarias o que estas solo se definen por diferencia significante. Podemos no hablar más de hombres o mujeres, pero la e no borrará la deuda que se tiene con la estructura del lenguaje, sino que tensionará nuevas diferencias políticas. Y en esto podemos estar de acuerdo: cambien las letras, háganlas estallar.

Pero hay otra diferencia que interesa al psicoanálisis. Una que no se opone a nada, es radicalmente no binaria, y es la causa del deseo (no el objeto del deseo). Lo “Real” no es un contenido, sino lo que descompleta a cualquier sistema simbólico, empuja entonces a la significación: a interpretar, deconstruir y crear. A la vez, impide una palabra final (salvo cuando el fascismo obliga). Tal inadecuación del lenguaje a la Cosa es la que nos hace seres legales, sexuados, políticos. Animales sin fundamento, no naturales. A esa brecha se la puede nombrar mujer, hombre, trans, cyborg: todas son respuestas incompletas. Esta diferencia es irreductible, a menos que se nos ocurra suturarla, repararla: haciendo de nuestra verdad la verdad animal, o la que el Yo estime conveniente o programarla con cifras como las máquinas: sin enigma ni inconsciente ni deseo. No es casual que a pesar de todas estas “salidas” al problema de la diferencia (con nosotros mismos), el gran síntoma de esta época sea la depresión: la pérdida rotunda del deseo.

Lo único que mantuvo de mono Pedro el Rojo fue el sexo con una chimpancé. El sexo humano es mucho lío. Un misterio sin solución: más allá de los viejos o nuevos discursos, la autoridad inconsciente crea un “estilo de deseo”. Y esa posición sexuada se ve afectada, pero no determinada ni por la anatomía ni por el género, sea este vivido como dado o construido.

Como escribió Duval, a veces, es la salida la que nos encuentra.

 


Yo soy el monstruo que os habla: informe para una academia de psicoanalistas, Paul B. Preciado, Anagrama, 2020, 96 páginas, $10.000.

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