La serie de anotaciones que componen este trabajo forman parte de un libro en proceso, donde la leche, el vino, el veneno, los océanos, la saliva, las fuentes públicas, los ríos y los baños, todo aquello que puede ser —y es— líquido, sirve como disparador de la imaginación de la autora, quien recurre a películas, acontecimientos históricos y a su propia memoria para entregar un ensayo rico en anécdotas y conjeturas, un viaje mental tan sorprendente como libre.
por Catalina Porzio I 2 Mayo 2025
1.
Esa herramienta o don natural que surge de juntar las manos para transportar el agua en la cavidad de su interior, “sacada” del cuerpo, equivale al implemento que media entre la fuente y la boca, y ha sido proyectado en tantas formas y materialidades como tipos de sustancias existen: agua, leche, vino y un sinfín de licores (hasta los vampiros rockeros de Jarmusch tomaban sus dosis de sangre en pequeñas copas de cristal, como insectos que liban la ambrosía de un tulipán). Solo los griegos, o ellos en particular, contaban con un catálogo exhaustivo de vasos, elaborados en cerámica y provistos de minuciosos detalles para distinguir un rito de otro, desde el más tosco y cotidiano hasta refinamientos insospechados. No sé si el gesto primigenio inspiró a los alfareros de antaño, creadores silenciosos, a definir el diseño de sus primeras vasijas imitando el recipiente que se logra con las manos. No obstante, bajo la luz que arroja Canetti sobre la elaboración primitiva de las formas, juntar las manos o entrelazar los dedos para crear cuencos o cestas, al parecer, deriva del mero placer por ensayar la representación mediante gesticulaciones: antes de ser fabricados, los objetos existieron como “signo de las manos”, es decir, el gusto por jugar seriamente, como hacen los niños, en la infancia de la humanidad también se antepuso a la razón funcional.
La cooperación que establece el ser humano con las extensiones de la naturaleza que lo abrazan es alambicada y enrarece las categorías de lo que existe, se descubre o se inventa. Así, por ejemplo, hay un tipo de calabaza de procedencia ambigua, cuya morfología se asemeja a la de una botella. Su base redondeada es amplia y de improviso se alarga y angosta imitando un cuello. Es probable que estuviera allí, mientras se juntaban las manos para acarrear el agua, desligada de una labor práctica y a la espera de que un día su interior ahuecado sirviera como cantimplora para antiguos trashumantes, quienes aplacaron su sed desplazando este fruto a tierras remotas, borrando las pistas de su origen. De igual manera, su cualidad flotante, parecida a las propiedades de una boya, le permitió adentrarse en extensiones de agua y navegar hacia destinos inciertos.
2.
El agua, la leche y el vino son sustancias que gobiernan el reino de la sed, líquidos virtuosos que triangulan un balance perfecto de color y consistencia. La huella del agua, la más efímera de todas, activa un cambio cromático en las superficies donde se derrama por un tiempo fugaz, casi inaprensible, como vemos a menudo en la cara de una piedra humedecida que se deja tocar por el sol: el halo se recoge hacia el centro hasta desaparecer sin dejar rastro.
La leche, blanca por excelencia, parecida al alabastro, pero cada vez más pálida ante los caprichos de la industria alimentaria que la somete a un exceso de pasteurizaciones antes de volver a envasarla, despojada de su crema y su lactosa, nos devuelve un atisbo de aquella densidad que apaga el hambre y se infiltra en nuestros huesos. Es por ello que la leche negra, aludida por Celan, que se bebe a toda hora sin cesar, nos inquieta de manera tan brutal: invertir el color de la sustancia que nos nutre es un hecho sombrío, opuesto a su naturaleza benéfica; oscuro como las aguas que se agitan al compás de la noche, en cuyas fauces aguarda silenciosa la posibilidad de una tumba. Un salto al vacío. En cierta medida, esa negrura que recorre el interior de un cuerpo recuerda a la bilis, uno de los cuatro humores predominantes en la medicina hipocrática, atribuido a la causa irrestricta del abatimiento melancólico.
Si bien el agua y la leche, además de saciar necesidades básicas, cuentan con atributos reales y fabulosos, asociados a la idea de pureza, el vino, bebida inmemorial, cuyo color amoratado, de tinte sanguinolento, se disipa en los albores de su propia existencia, imposible de rastrear. Sabemos que proviene de la vid, y aunque se hayan redoblado los matices de sus cepas no hay grandes misterios en su proceso de producción. Por el contrario, se ofrece en calidad de panorama bajo el concepto de “ruta”, aludiendo a las extensas y fatigosas redes que en otros siglos llevaron hacia Oriente, en busca de mercancías exóticas, a un público aburrido que se entrega a estos circuitos de copa en mano y atiborra sus paladares con vocablos fatuos, pasados a fruta y a madera, pura superchería. Más allá de su fisiología, no hay certeza de cuándo ni dónde apareció por primera vez; por así decirlo, pertenece a la humanidad.
El vino es materia oscura que paradójicamente ilumina: enciende las confidencias, realza el brillo de las cosas que aprendieron a resplandecer bajo ondas de luz artificial, y en torno a una fogata despierta ese raro gusto por llenar el aire con historias de fantasmas y demonios que azuzan las noches en el campo. Sus bebedores, melancólicos o alegres, buscan en el vino el recuerdo o el olvido, a riesgo de precipitarse sobre el vértigo que instiga los vómitos, sumirse en una ciénaga irrevocable de sudor y temblores, y tal vez perderlo todo: la casa, la familia, el perro, la ropa, los dientes, como pregonaron los Parkinson en su canción maníaca: “¡Por el vino me quedé así!” (sosteniendo la i del final hasta agotar el aliento).
Puede que el verde en el culo de una botella vacía, por donde Baudelaire aseguraba que los bebedores miran el cielo sin hallar una respuesta, invoque la gama de colores marinos y la experiencia de dejarse llevar por el vaivén de las olas. O naufragar.
3.
Estamos tan habituados a acceder a una fuente de agua para hidratarnos, que olvidamos el tormento de quienes sufren las inclemencias de su falta. No hay martirio que se iguale a la sed irremediable, ya sea por efecto de la sequía de un determinado paisaje o por la fuerza de una restricción arbitraria. Esa gota, sinónimo de lo escaso, que se desperdicia al interior de una casa cualquiera y socava la paciencia con su golpeteo incesante, es poco y, sin embargo, basta para mitigar la sed de un ser humano. La unidad mínima visible y palpable del agua es al menos dos cosas a la vez: la esperanza de un moribundo y una sentencia de muerte. Dada la efectividad de su comportamiento físico, paciente taladro, capaz de horadar el material más duro con la perseverancia de su roce, los chinos idearon un suplicio feroz al dejarla caer en intervalos regulares de escasos segundos sobre la frente de un cuerpo inmóvil, tumbado boca arriba, para roerlo en una secuencia irreversible de daños que van desde una afección en la zona de la piel que no termina de secarse a la estampida de delirios gatillada por la falta de sueño y la sed que la gota no sacia, hasta sofocar en un final abrupto el compás de los latidos.
Para los 50 años del golpe cívico-militar perpetrado en este país contra la democracia, un amigo viajó a Chile para documentar, por medio de entrevistas y conversaciones, el coro disonante de un pueblo que aún surfea las olas disparejas del trauma y la apatía, y en medio de esas voces disímiles quedó conmocionado por el testimonio de un hombre que fue violentamente torturado. Tras recibir el impacto continuo de descargas eléctricas a través de la picana y de esa cama pesadillesca resignificada bajo el eufemismo perverso de “parrilla” —instrumentos del horror que rebajan la dignidad de un ser humano al nivel de una piltrafa sedienta, la misma deshidratación que experimentan los pacientes sometidos a terapias de electroshock—, sintió la urgencia de tomar agua y la imposibilidad de hacerlo ante el peligro de electrocutarse. Una vez devuelto en calidad de bulto al interior de su celda, compartida con otras víctimas que aguardaban su turno o se reponían de las mismas vejaciones, tuvo la suerte de contar con el auxilio de un compañero, que a pesar de su propia sed halló la manera de brindarle alivio: untando un dedo con los restos de saliva que guardaba en la boca, le dio de beber humedeciendo la piel resquebrajada de sus labios. Es la ternura que solo se encuentra en la solidaridad de los desamparados.
4.
Hay paisajes de singular aspereza que han sido delineados por la escasez de agua o la carencia total de este recurso, cuya falta tiraniza la vida de aquellas especies que luchan por subsistir a costa de rocíos casuales o flujos subterráneos cargados de sal. Dicen que el desierto, acosado por la presencia de un sol vertical y la ausencia de sombras, produce una costra que se extiende sin límites aparentes, desorientando los pasos de quienes se aventuran a la suave ondulancia de sus médanos bajo amenaza de ceder ante el efecto hipnótico que infunden el cansancio y la repetición de las formas: la trampa de la monotonía. El desierto, como la pampa, son distritos de la errancia. Los pueblos que lo habitaron, gente nómada, no dejaron de desplazarse hacia una fuente de agua para sobrevivir. Asediados por la sequía se hicieron religiosos: idearon rogativas y hechicerías para invocar las lluvias. También las expediciones que lo atravesaron vadearon la uniformidad y le hicieron frente a la muerte, quedando, en muchos casos, rendidos para siempre en un lecho de arena.
El mar y el desierto son geografías que suelen compararse, y que incluso en algunos idiomas antiguos tuvieron un significado común: decir mar o desierto fue la misma cosa, igual que decir noche. Ante ese amasijo prolongado de angustia y terror no sé si es correcto lanzar un matiz de la agonía, pero un cuerpo en el desierto, privado del agua, tarda días en desfallecer, aquejado lentamente por los síntomas de la sed (resecamiento, espasmos, delirio). A la inversa, un cuerpo sometido al ahogamiento o a un exceso de agua (el elemento de la asfixia), no resiste más allá de unos minutos.
Es posible que la muerte en su arrebato ignore la crueldad de estas diferencias que el agua —o su falta— provoca en la materia; así como exhibe los cadáveres que toma de rehenes en la superficie estéril de la arena, los oculta desfigurados en el fondo oscuro de los mares.
Esta desdicha que ensombrece a los seres vivos tiene una contracara hecha de ingenios y adaptaciones morfológicas. Los indios pampinos —primeros habitantes de esa zona identificada como desierto, a pesar de haberse convertido en una de las tierras más fértiles de Argentina—, cuando la sed no daba tregua, se precipitaban sobre vacas y caballos, a los que mataban para beberles la sangre. Una incursión vampiresca que define la dieta de innumerables insectos chupadores. Los zancudos o mosquitos, bichos bobos y ligeros, que parecen engullidos por la luz del día y durante la noche hiperbolizan su presencia con el cargoso zumbido de sus alas, tienen una sabiduría táctica: se arriman a los oídos desprevenidos de los animales cuando duermen para sobresaltarlos y estimular en ellos la irrigación sanguínea, consiguiendo de este modo un festín de proporciones. Algo que solo vemos al estampar sus cuerpos sobre una pared, perpetuados en el signo de una estela roja: nuestra propia sangre repartida.
5.
Ante la alerta planetaria por el acuciante agotamiento del recurso hídrico, las ciudades han sufrido modificaciones evidentes al amparo de una ética que repudia el verdor innecesario: en lugar de césped, cada vez se aprecian más las composiciones de piedritas y el uso de suculentas que unidas conforman los nuevos “jardines secos”. Esta tendencia aplicada a la jardinería se acopla a un discurso pedagógico inculcado con esmero y desde todos los flancos hacia una educación concientizadora, promotora de pequeñas conductas domésticas custodiadas con celo por los niños, sus principales paladines, dispuestos a acortar las duchas, interrumpir el agua de la llave mientras se lavan los dientes y, en casos de militancia mayor, vaciar el estanque del inodoro solo cuando el empozamiento se ha vuelto demasiado turbio para tolerarlo.
Estos aspavientos, tal vez ineludibles, distraen de asuntos simultáneos maquinados por gigantes imprecisos, capaces del mayor de los despilfarros, como sucede con los miles de litros invertidos en la fabricación de ropa, que va desde esbeltos maniquíes hasta encallar en vertederos descomunales, imposibles de eliminar. Las imágenes que circulan sobre este fenómeno en el desierto de Atacama son desoladoras, a pesar de contar con un filo de belleza: algo en aquel panorama abyecto sugiere el montaje de una instalación monumental: un torrente hecho de escamas multicolores que simulan movimiento y se encauzan sin destino por la monocromía de la duna. En el detalle de esas fotografías se alcanzan a distinguir algunos cuerpos deambulando por la masa informe, espigadores dedicados a inspeccionar y separar aquellas prendas que guiñan la promesa de otro ciclo, lejos de allí.
6.
Son innumerables los presos, sobre todo políticos, que en señal de protesta se entregan a largas huelgas de hambre. Sin ir más lejos, el año pasado un grupo de comuneros mapuche recluido en la cárcel de Angol, después de 100 días sin recibir alimento, alertó la posibilidad de pasar a una fase “seca” si no se atendían sus demandas; y a comienzos de este siglo, la activista india Irom Sharmila Chanu protagonizó la huelga de hambre más larga de la historia: seis mil días de ayuno.
No suena creíble; el boleto de inanición suele expirar en un plazo bastante más breve, cuando el cuerpo termina de fagocitarse a sí mismo consumiendo sus reservas hasta exponer aquello que Flaubert decía imaginar al contemplar una mujer desnuda: el esqueleto. Pero también es cierto que estos ayunos voluntarios, abocados a una causa, cuentan con un equipo de asistencia que salvaguarda las condiciones de quien se manifiesta. Quizá el caso de la huelga maratónica se remonte al pionero en esta forma de lucha: Gandhi, cuya dieta, basada en unos cuantos frutos y un poco de aceite, si bien disminuía su fuerza física, a cambio le proporcionaba claridad mental.
7.
En el conjunto de señales gráficas, bien definidas, creadas y dispuestas para ayudarnos a entender la compleja morfología del planeta, hay una zona donde el Pacífico está contorneado por una suerte de franja defensiva hecha de lava. Es la red de volcanes conocida como anillo de fuego, formada por lunares incandescentes, cuya disposición observada a una distancia imaginaria, cenital, recuerda el modo en que ciertos amazonas resuelven la caza bebiendo ayahuasca: tras ingerir una dosis con los cuerpos en reposo, “salen” a buscar las presas desperdigadas en la selva sobrevolando su presencia agazapada en pequeños fulgores que concentran el calor palpitante de la vida. Por medio de este viaje místico mapean de antemano la ubicación de animales que logran acechar con precisión.
Parece imposible hablar del agua a secas (no solo por el juego de palabras), pues dada la fluidez de su naturaleza, cambiante y escurridiza, invita constantemente a la deriva, haciendo inevitables los desvíos, las digresiones.
La vida volcánica, imprevisible, constelada por el magma acurrucado al interior de la Tierra, con un fuerte componente líquido de materiales fundidos, una vez que encuentra la superficie excede la violencia torrencial de las aguas desbocadas, sin dejar de evocarlas con su fuerza ondulante, capaz de embucharse el mundo tras su paso despiadado. La lava y el agua, diría, entrañan una comunión de arroyos encendidos. Algo que los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft aprendieron a registrar con pericia y atrevimiento en una larga secuencia pirotécnica que terminó sepultando sus cuerpos bajo la materia ardiente que los atrajo sin remedio. Sus innumerables filmaciones, cargadas de una belleza alarmante, que combinan el terror y el goce en dosis parecidas (un panorama tan sublime como el que ofrece el océano), fueron enhebradas en un documental póstumo por Herzog, quien les rinde un homenaje conmovedor. Allí también se expone el destino de un pueblo asentado, incomprensiblemente, a los pies de un volcán, atado a la amenaza de una erupción. En la extrañeza que supura ese paisaje cubierto por un manto de cenizas, los adultos, pasmados, desposeídos, deambulan entre los escombros de una vida amortajada, mientras los niños configuran una escena propia, regida por otro clima, descolgado del drama: amontonados sobre el suelo, arrastran el polvo con la palma de sus manos para formar con el residuo polvoriento pequeños montículos a los que insuflan aire a través de unas pajillas, haciendo copias diminutas del volcán y sus fumarolas. Un comportamiento desplazado, cuya alegría tiene el sustrato festivo de las construcciones pasajeras que pueblan la orilla del mar durante el verano. Es asombrosa la manera en que los niños, mediante el juego, logran acceder a indescifrables pasadizos.
8.
Tiempo atrás, una amiga me envió el enlace de una película rara, improbable, de esas que solo se encuentran flotando de vez en cuando en YouTube, filmada en Kenia, donde el paisaje, marcado por la predominancia de una corteza dura y sedienta, condicionaba una escena enternecedora: equilibrado en cuclillas sobre la tierra seca, un niño de 11 años, colmado de paciencia y entusiasmo, se prepara para ir a la escuela escarbando un pozo con las manos hacia la capa húmeda, subterránea, por donde el agua transita lejos de las pisadas, aguardando, quizá, el momento en que le abran paso para salir. Desde el acopio de esa fuente casual, el niño se refresca, da unos tragos y se lava la cara con vehemencia para cumplirle a su rito de higiene.
La escasez de agua tan bien aprovechada, en un contexto menos remoto, me parece, se aproxima al modo de limpiarse por medio de algodones humedecidos con fragancias baratas, cargadas de alcohol, con las que el cuerpo se frota en ciertas zonas hasta perder esa pátina oscura adherida a la piel: el piñén. Lavarse por partes es algo común en personas enfermas que deben guardar reposo, pero, sobre todo, obedece a un ingenio ante la falta inminente de un cuarto propicio, íntimo, que obliga a fragmentar el aseo con el fin de cautelar una pizca de dignidad.
9.
El consabido principio de Heráclito, “no se entra dos veces en el mismo río”, supone dos cosas obvias: no somos los mismos si entramos a un río en distintos momentos de la vida (como tampoco lo somos al leer de nuevo un libro), ni el río será el mismo, porque sus aguas cambiantes no dejan de fluir. Esta reflexión elemental, o manida, de alguna manera es transportable a la experiencia con las formas del agua que bañaron nuestra infancia. Se me ocurre que la huella de nadar o flotar en el mar no es igual a la que deja el río o la piscina, a pesar de estar atravesadas por un mismo hilo de felicidad: la algarabía original del balneario. Esta dimensión convergente incluye también a otros; por ejemplo, quienes sofocaron el calor con los chorros de una manguera.
Y existe una manera menos habitual, pero no menos gozosa, de enfrentar las temperaturas a punta de zambullidas que ha sido ninguneada y reprimida por las autoridades: la toma de fuentes públicas. El diseño de estas pilas, más bien solemne, pensado sobre todo para enaltecer las plazas de una ciudad conjurando la piedra, la luz y el agua con resultados muchas veces gloriosos, de pronto son asaltadas por un grupo ansioso de bañistas dispuestos a chapotear en ellas con la ropa puesta. Aunque el mar y la arena coqueteen a tan solo unos metros de distancia, la decisión puede fundarse en un temor concreto: no saber nadar. Es comprensible que ante el peligro que representan los vaivenes del oleaje se elija la contención de un recipiente sin perderse la atmósfera playera, pues la brisa marina es un perfume que lo impregna todo por igual, no discrimina. Estos arrebatos de felicidad, reprobados por los custodios de la disciplina y clausurados en nombre de la higiene, en términos de vitalidad son un espectáculo que rinde.
Echo un vistazo y no encuentro sociedades que habiliten sus fuentes para el baño; sin embargo, la ocupación de una fuente por un cuerpo quedó inmortalizada en una escena icónica y hechizante del cine la noche en que Anita Ekberg, embutida en la sensualidad de su strapless, tras deambular por las calles de una ciudad desierta, irrumpe en la Fontana di Trevi. Nada menos. El registro en blanco y negro de esta película se calibra en los extremos de una misma figura: la oscuridad rotunda del vestido, que desde el pecho hacia abajo lo oculta todo en una especie de campana, logra encender la blancura de la piel, acentuando la exuberancia de la diva que es todo y nada, carne y fantasma. Una ninfa nórdica que parece surgir de la corriente, su elemento natural, desafiando la voluptuosidad del océano representada en la arquitectura de esta obra monumental a través de cascadas que se deslizan por un acantilado de rocas para romper sobre Poseidón y otros seres arrancados del apogeo mitológico. Una idea fastuosa del Barroco que sustrajo las esquirlas de un imperio en decadencia; capas sobre capas, pues la Roma tanteada por Fellini viene despertando de otro sueño pesadillesco, alimentado por los despojos del asedio y la destrucción.
Si las innumerables fuentes diseminadas por Roma —como en ninguna otra ciudad del mundo— conservaran los poderes medicinales que antaño se les atribuían a los manantiales silvestres, de donde proviene, en parte, la idea de construirlas, la recuperación de los tejidos rotos sería un hecho asegurado. Pero ese remedio es pura palabrería.
10.
Durante los Juegos Olímpicos recién celebrados en Francia, unos cuantos atletas se intoxicaron de gravedad al zambullirse en el Sena para poner a prueba sus dotes de nadadores. Las críticas no demoraron. Sin embargo, el río, con su mefítico caudal de aguas negras, es apenas el flujo de un vago recuerdo. Ante la magnitud del disgusto, nadie parece sospechar la realidad de las ciudades hasta el siglo XIX. Londres o París —sobre todo París— eran hervideros de mierda, donde las ideas, el sexo y hasta la Revolución se fraguaban al compás de la pestilencia más feroz que se pueda imaginar.
Recuerdo una escena de la célebre y fallida fuga de Varennes, la noche en que los reyes franceses, condenados sin saberlo a perder la cabeza bajo la guillotina que no fallaba en dar muerte rápida e igualitaria a aristócratas o delincuentes comunes, sin agonía, en menos de un minuto, intentaron huir de su presidio montados en un modesto carruaje acompañados de unos pocos elegidos, la institutriz de los niños y el peluquero de María Antonieta, disfrazados de lacayos para despistar en caso de ser interceptados camino a Montmedy, donde pretendían llegar. Etore Scola, en su versión libre, acomodando las hebras de la historia, decide incluir en un rol protagónico a Giacomo Casanova, arquetipo del libertino seductor, ese que conquista irrefrenablemente por medio de la palabra. Ataviado con el lujo soberbio algo raído de la época, entre pieles y encajes, todo de blanco (a lo Malevich), desde el tricornio hasta los guantes, como la alegoría de un fantasma, con el rostro pálido de una geisha y la cabeza encasquetada en una peluca de rizos empolvados, aun así, viejo y un poco decadente, conserva sus encantos y altas dosis de coquetería. En la primera pausa del viaje, la cámara se inmiscuye al interior de una letrina donde vemos a Casanova sentado con los pantalones a media pierna, y abstraído de esa atmósfera oscura frente a un espejo de mano se ocupa de acicalarse provisto de todos los enseres propios para esos efectos, como si estuviera en el tocador de un palacio. Esa intimidad que la cámara remece tiene su momento más incómodo y gozoso para el espectador cuando se saca la peluca para retocar con polvos su blancura y deja ver la tristeza de unos pocos pelos hirsutos que le cubren la calvicie, como los restos revueltos de un nido abandonado. Entonces acontece el voyerismo, el placer de espiar una escena tan privada como esa.
Los baños son espacios propicios para el fisgoneo. De otra manera lo hizo Toulouse Lautrec al pintar a las bañistas solitarias con el pelo recogido en un ruedo descuidado, con algún mechón pelirrojo cayendo desprevenido mientras asean sus cuerpos inclinados sobre pediluvios. Es posible que fueran cabareteras de los burdeles que tanto frecuentaba, acostumbradas a actuar para otros, pues la elegancia de sus posturas, tomadas siempre de espaldas o de perfil, nunca de frente como atrapa Scola a Casanova, parecen dedicadas al espectador. Quizá en la soledad de cualquiera se baraja la posibilidad inminente de ser mirados por otro.