El hecho de que los intelectuales públicos chinos no puedan decir todo lo que quieran no significa que no puedan decir nada en lo absoluto. Este artículo del fundador del proyecto Reading the China Dream da cuenta de los matices que existen en una discusión pública donde el socialismo y el liberalismo (dos ideologías extranjeras) se unen, repelen y/o fragmentan con nuevas interpretaciones de la tradición confuciana. El ascenso de China en las últimas décadas ha generado las condiciones para que emerja una auténtica diversidad de intelectuales, que funciona por fuera de la maquinaria propagandística del Estado y en la que se debate sobre la democracia, el poder del Estado, el pasado reciente del país y el rol que a China le cabe en el contexto mundial a futuro.
por David Ownby I 9 Marzo 2022
Hace unos años me dedico a leer, traducir y elaborar una curaduría sobre distintos aspectos de la vida intelectual china contemporánea, para un proyecto que he bautizado Reading the China Dream. ¿Qué vida intelectual?”, se preguntarán varios que están leyendo esto ahora, considerando que los únicos intelectuales chinos que por lo general aparecen en la prensa occidental son disidentes que suelen terminar en la cárcel, en el exilio o, simplemente, en la marginalidad. Sabemos que el gobierno autoritario de China castiga el disenso intelectual, y esta es una actitud que debemos condenar inequívocamente. Sin embargo, la idea de que la vida intelectual china no consiste más que en el disenso y su consecuente represión, es incompleta e imprecisa.
El ascenso de China en las últimas décadas ha generado las condiciones para que emerja una autentica ecología intelectual funcional, integrada por cientos, quizás miles, de intelectuales públicos —en su mayoría profesores universitarios, pero también escritores y periodistas—, que discuten sobre asuntos de China y el mundo a través de la prensa escrita e internet, y desde una diversidad de puntos de vista y posiciones.
Esta ecología funciona por fuera de la maquinaria propagandística del Estado. Las autoridades centrales recurren a sus órganos de propaganda para “contar la versión de China”, regulando y vigilando el debate intelectual y señalando cuáles son los temas que se encuentran fuera de la discusión. El disenso abierto no es tolerado y la ecología intelectual de China no es libre. De todas maneras, el hecho de que los intelectuales públicos chinos no puedan decir todo lo que quieran no significa que no puedan decir nada en lo absoluto. Siempre y cuando eviten hablar sobre cuestiones prohibidas (como la situación de Xinjiang y el Tíbet) y no confronten directamente a las autoridades, los intelectuales chinos gozan de una sorprendente libertad para discutir sobre temas como la democracia, el poder del Estado, las relaciones sino-americanas y otras cuestiones sociales y culturales relevantes para el contexto chino.
En otras palabras, si bien las autoridades chinas dejan muy claro sobre qué temas no hay que hablar, ellas no imponen un punto de vista sobre los temas que incumben a la intelectualidad china. En este sentido, decimos que la ecología intelectual china es, a la vez, orgánica y administrada.
Otra relación compleja es la que se establece entre esta ecología con la prensa y las editoriales extranjeras. Por un lado, los intelectuales de China están muy conectados a Occidente: la mayoría puede hablar, o al menos leer, en inglés. China también posee una enorme y eficiente industria dedicada a la traducción, la que publica cada año cientos de volúmenes, incluyendo obras académicas, periodísticas y de literatura de ficción. La intelectualidad china no tiene, pues, ningún problema para estar al día sobre las últimas tendencias en el mundo occidental, sobre todo en la esfera anglófona.
Al mismo tiempo, China ha construido su propia internet. Los gigantes de las redes sociales occidentales, como Facebook y Twitter, solo son accesibles para usuarios chinos con acceso a VPN. Esto, sumado a que la mayoría de la gente en China consigue su información a través de fuentes publicadas en chino, impide que la ecología intelectual china se ahogue en el fárrago de “información” producido por las redes sociales estadounidenses. Por ejemplo, temas como la elección de Donald Trump y el movimiento Black Lives Matter han sido intensamente discutidos en la internet china durante los últimos años, pero siempre refractados a través del lente chino. Los debates locales no son reproducciones de las discusiones que se dan en Estados Unidos, pues se inscriben en el contexto chino y reflejan las disputas internas entre diversas facciones políticas. Un debate sobre la identity politics en Estados Unidos, por ejemplo, puede ser una forma indirecta de discutir sobre la naturaleza de los derechos individuales y la identidad cívica en China.
La emergencia de esta ecología intelectual ha producido, de facto, una escena intelectual pluralista y vital, una amplia red de revistas, blogs, intelectuales públicos y escuelas de pensamiento dedicadas a la discusión y el debate, con distintas visiones sobre el pasado, el presente y el futuro de China. En esta ecología se escribe para persuadirse mutuamente, mover a la opinión pública, e incluso, con mayor o menor fortuna, para influir en el mismísimo Partido Comunista.
Este pluralismo intelectual evolucionó a pesar del Partido Comunista, el que ciertamente no lo promovió. No hay duda de que para Xi Jinping el pluralismo es un problema, si es que no es simplemente peligroso. Aun cuando no haya un disenso abierto o una confrontación abierta con las autoridades, el pluralismo sugiere la posibilidad de que existan ideas diferentes. Esto se opone a lo que evidencia Xi, tanto en sus propios escritos como en el Pensamiento de Xi Jinping promovido por el Partido Comunista Chino: un deseo por imponer la disciplina ideológica en el diverso mundo intelectual chino.
Aun así, existen serias limitaciones políticas para que el partido llegue a imponer una agenda de esa clase. Ahora que esta ecología intelectual existe, el partido no puede simplemente llegar y clausurarla. En primer lugar, porque sería un proceso largo y difícil, y Xi ya tiene un programa copado de reformas importantes. En segundo lugar, porque Xi y el Partido Comunista Chino aún deben afianzar su legitimidad ideológica, la que no es segura. De ahí también que existe un interés por parte de Xi y el partido en que la intelectualidad china les eche una mano, y contribuya a modelar y refinar el punto de vista oficial.
El pluralismo intelectual en China fue el resultado inesperado de su involucramiento con el resto del mundo, un aspecto central de las políticas de reforma y apertura que han hecho de China un país próspero y poderoso. Las “Cuatro Modernizaciones”, iniciadas por Deng Xiaoping a finales de los 70, pusieron a China en una dirección nueva y fundamentalmente distinta. Turistas extranjeros llegaron a China, estudiantes chinos comenzaron a estudiar en Occidente y Japón, noticias extranjeras eran transmitidas por la televisión china y el mismo Deng visitó Estados Unidos. La llamada “literatura de las cicatrices” abordó las tragedias de la Revolución Cultural, mientras desde el periodismo se publicaron libros superventas que denunciaban la corrupción oficial durante ese periodo. Lanzada en 1979, la revista literaria Dushu (“Lectura”) anunciaba que no habría “zonas vedadas a la lectura” y publicó los trabajos de las luminarias del mundo intelectual chino de ese entonces. También se iniciaron enormes proyectos de traducción, tales como “Cultura: China y el mundo”, de Gan Yang, y “Hacia el Futuro”, de Jin Guantao, permitiendo que cientos de obras filosóficas y científicas occidentales estuviesen disponibles para el público chino. La sensación general entre los intelectuales de la época era que la fiebre autoritaria de China se había acabado por fin, que el futuro de China sería democrático y que, en una forma que aún no era del todo clara, se reconocería la importancia del Estado de derecho y los derechos humanos.
La década del 90 fue marcadamente distinta y mucho más pesimista. En respuesta a las protestas de Tiananmen y el colapso de la Unión Soviética, las autoridades chinas adoptaron un estilo de gobierno mucho más autoritario y aceleraron las reformas hacia una economía de mercado, con la esperanza de evitar el destino de su viejo hermano mayor socialista soviético. Los 90 fueron una década crítica para los pensadores chinos, pues fue durante esos años que tomaron forma las principales diferencias que aún marcan la vida intelectual del país. Estas divisiones están detrás de la fuerza que ha impulsado el pluralismo intelectual de hoy.
La primera consecuencia importante de esta década fue la disolución del consenso liberal, que en general caracterizó la vida intelectual china durante los 80. El liberalismo chino se fragmentó en una serie de grupos rivales a partir de sus diferentes interpretaciones sobre las reformas económicas de Deng, las que trajeron enorme crecimiento económico, pero también nuevas y profundas desigualdades. Los liberales de los derechos humanos y el Estado de derecho se enfrentaron a otros liberales de corte libertario, burkeano y hayekianos del tipo el-mercado-nos-hará-libres. El quiebre de este consenso tuvo como consecuencia que muchos liberales chinos se pasaron al autoritarismo, bajo la premisa de que China no estaba preparada para el gobierno democrático y que los riesgos que involucraba un experimento de esta clase eran demasiado altos.
Paralelamente, emergieron grupos nuevos —entre ellos, la Nueva Izquierda y los neoconfucianos. Los pensadores de la Nueva Izquierda, como Wang Hui y Cui Zhiyuan, denunciaron lo que veían como una oleada neoliberal que estaba inundando China, y adoptaron un compromiso más combativo con las ideas socialistas, reavivando esta tradición política por medio de enfoques creativos que adoptaban perspectivas del pasado y del presente, así como las experiencias y aproximaciones de movimientos socialistas, tanto chinos como extranjeros. La Nueva Izquierda de ese entonces tenía una predilección por adoptar las formas discursivas propias del posmodernismo occidental —el que constituía un vocabulario común, pues todo aquel que “era alguien” en la escena intelectual de la China del periodo reformista había hecho sus estudios de PhD en alguna universidad occidental. Los neoconfucianos, como Kang Xiaoguang y Jiang Qing, adoptaron en cambio las banderas del conservadurismo cultural y el nacionalismo. En sus trabajos denunciaron el nepotismo de la economía capitalista y la vulgaridad de la sociedad de consumo, promoviendo un retorno al autoritarismo paternalista y benévolo. Kang sostenía, por ejemplo, que el confucianismo debía convertirse en la religión oficial del Estado chino, en tanto Jiang Qing proponía que el actual gobierno de China debía ser reemplazado por una asamblea tricameral, con una cámara integrada por eruditos confucianos, otra por personas eminentes —la que incluía a descendientes de Confucio y otros sabios, así como a los líderes de las principales religiones del país— y una tercera cámara elegida por sufragio popular.
En perspectiva, los 90 fueron un periodo vital y creativo en China, aunque en esos años los intelectuales del país experimentaron el “pluralismo” como una ordalía extenuante, amarga y violenta. Este periodo de intensos debates, los que tuvieron lugar en revistas como Strategy and Management (fundada en 1993), a veces es recordado hoy como “la guerra de los escupitajos”.
Durante la década del 2000, en cambio, el tema más importante será “el ascenso de China”, proceso que se consolida luego de la crisis financiera de 2008, la cual China pudo sortear de mucho mejor manera que otras grandes economías del resto del mundo. La idea del ascenso transformará el mundo intelectual chino, haciendo de China un caso exitoso, en vez de un fracaso o una víctima —aunque el relato victimizante de China hasta el día de hoy es políticamente efectivo y suele reflotar con regularidad en el discurso público.
El ascenso de China y el declive de Occidente abrieron nuevas perspectivas para muchos intelectuales chinos. Si China prosperaba, mientras la Unión Soviética desaparecía y Occidente se hundía, esto significaba que había llegado el momento para repensar el esquema fundamental que había definido la vida intelectual china desde comienzos del siglo XX: la democracia liberal frente al socialismo ruso-soviético. En el contexto de estas antiguas discusiones, se asumía que China o era un fracaso o un problema que estaba por resolverse. El ascenso reciente de China, sin embargo, acabó siendo la prueba contundente de que este esquema fundamental para entender el lugar de China en el mundo era un esquema “equivocado”. China no era un fracaso ni un problema, sino que siempre había estado “en lo correcto”. Esto trajo como consecuencia que una nueva generación de intelectuales llevara a considerar también como “equivocado” gran parte de lo que las generaciones anteriores dijeron sobre China en el siglo XX. Una comprensión correcta de China podría ser, entonces, un primer atisbo del futuro. El resultado de estas especulaciones fue una explosión intelectual y creativa que continúa hasta nuestros días, si bien las cosas se han puesto algo más difíciles desde que Xi Jinping asumió el poder.
Una corriente importante, iniciada en 2005 con la conferencia de Gan Yang sobre “La unificación de las tres tradiciones”, ha insistido en la continuidad histórica que existe entre la prosperidad de la China contemporánea y su larga historia como una civilización dominante. El argumento central de Gan es que China prospera actualmente porque ha logrado fusionar tres tradiciones singulares: el personalismo confuciano (i.e., el compromiso con la familia y la tierra), el sentido maoísta de la justicia y la eficiencia económica de Deng. El objetivo de este argumento es reconciliar la grandeza de China como una civilización —una idea profundamente arraigada en China— con las experiencias del “siglo de humillaciones”, periodo que va desde las Guerras del Opio hasta la Revolución de 1949. La noción de que China está reivindicando su justo lugar en el mundo tiene mucha fuerza en nuestro tiempo, tanto entre los intelectuales chinos como en la cultura popular.
Una lectura más atenta, sin embargo, no nos deja muy claro si Gan dice que China ya consiguió fusionar las tres tradiciones mencionadas o si debiese aspirar a ello. En cualquier caso, su discurso inspira docenas, si es que no cientos de imitaciones, las que en su mayoría insisten en el tópico de la continuidad histórica de China; por esta misma razón, quienes defienden este argumento evitan referirse demasiado (o celebrar) a los ejemplos más claros de discontinuidad histórica: la fundación del Partido Comunista y las revoluciones de China durante el siglo XX. En algunos círculos liberales se hizo popular “darle el adiós a la Revolución”, por la violencia y el sufrimiento que se asocian a ella.
Un ejemplo importante en esta línea es la discusión sobre el sentido de la temprana revolución republicana de 1911. En la interpretación marxista tradicional se le suele tratar como una revolución burguesa, cuyo fracaso llevó a la fundación del Partido Comunista, en 1921, que llevará a buen término la exitosa revolución de 1949. Con el ascenso de China, autores como Chen Ming (afiliados al conservadurismo cultural y, muchos de ellos, al neoconfucianismo) sostuvieron que la revolución republicana fue un error. Autores como Chen insisten en que China, bajo el liderazgo del pensador confuciano Kang Youwei (1858-1927), iba camino a consolidar una monarquía constitucional, un régimen político más apropiado a las “condiciones nacionales” de la época, preservando la figura del emperador y la continuidad institucional encarnada en la corte imperial. El fracaso de la república, han insistido los conservadores, se debió a que el republicanismo no es chino, y el movimiento estudiantil del 4 de mayo —el que suele ser elogiado por su espíritu arrojado e iconoclasta— solo empeoró las cosas al condenar el confucianismo y abrir las puertas al liberalismo y al socialismo, que son una importación occidental.
Estos argumentos audaces provocaron una respuesta vigorosa desde el campo liberal. En 2016, Qin Hui publicó un libro titulado Leaving the Imperial System Behind (actualmente prohibido en China, aunque es posible encontrar varios capítulos en línea), donde defiende la revolución republicana como el momento crucial en que China al fin le dio la espalda a milenios de autoritarismo y mal gobierno, abriendo la puerta a algo distinto y mejor. Que la república haya fracasado solo puede significar que sus promesas aún están por realizarse, incluso hoy. En su libro, Qin condena como hipócritas y “falsos confucianos” a aquellos pensadores que a lo largo de la historia defendieron la autocracia imperial, y sugiere que los actuales “neoconfucianos” no son mucho mejores.
Ninguna de estas interpretaciones sobre la revolución republicana de 1911 tiene nada positivo que decir sobre el socialismo o el Partido Comunista Chino, el que, a su vez, condena el “nihilismo histórico” de ambas visiones. Sin embargo, con las condenas y todo, discusiones como esta todavía siguen muy presentes.
A pesar de la defensa elocuente que ofrece Qin Hui de la revolución republicana de 1911, los liberales chinos en la actualidad se encuentran a la defensiva desde que el tópico de “el ascenso de China” comenzó a dominar la discusión intelectual, lo que, a su vez, ha fortalecido el bando de la Nueva Izquierda y a los neoconfucianos. Los de este último grupo recientemente han comenzado a llamarse a sí mismos “neoconfucianos continentales”, para distinguirse de otros pensadores neoconfucianos que integran la diáspora china y carecen de ambiciones políticas. Los neoconfucianos continentales, en cambio, se han propuesto abiertamente ofrecer una serie de argumentos culturalistas al partido gobernante, cuya legitimidad ideológica aún está por consolidarse. Por su parte, la Nueva Izquierda (integrada por Wang Hui, Jiang Shigong y Zhang Yongle, entre otros) abandonó su antigua postura crítica y se ha plegado al Estado, principalmente porque el Estado chino ha limitado los excesos neoliberales, reducido la pobreza y, en general, porque el modelo chino puede ofrecer un ejemplo al mundo sobre cómo orientar los mercados hacia el bien común de la sociedad y, a la vez, promover la productividad económica.
Algunos escritores liberales, como Xu Jilin y Liu Qing, comprenden la modernización de China en el contexto de un proceso de modernización global, y celebran cómo los valores culturales chinos están pasando a integrar el conjunto de los valores universales (y cómo estos últimos son, a su vez, absorbidos por la cultura china). Esta visión, a juicio de sus detractores no-liberales, parece ser demasiado mezquina al momento de pensar a China como “un primer atisbo del futuro”. En el último tiempo, los liberales están por sobre todo dedicados a criticar a la Nueva Izquierda y a los neoconfucianos, o a realizar defensas indirectas del régimen democrático —por ejemplo, en sus críticas al movimiento Black Lives Matter, al que consideran un ejemplo de política identitaria que amenaza los consensos fundamentales que aseguran la funcionalidad de la democracia, al punto que un liberal como Gao Quanxi se ha declarado partidario de Donald Trump, al que considera un bastión capaz de resistir los excesos y los peligros que acompañan a la cultura de la corrección política.
La molestia de Xi Jinping respecto del pluralismo intelectual, uno podría pensar, quizás se deba a que su visión sobre China suele ser ignorada en los debates intelectuales y a que no haya pensadores involucrándose más activamente con su agenda. Aún no es claro si es que esta situación va a cambiar con los recientes refuerzos al aparato propagandístico del partido. Un caso interesante al respecto es el de Jiang Shigong, uno de los miembros más eminentes de la Nueva Izquierda y un declarado defensor del Partido Comunista. Jiang publicó en 2018 un largo ensayo, donde denuncia y propone una rectificación de los errores pluralistas de los últimos años y llama a sus colegas a sumarse a la construcción del socialismo con características chinas, tal como se encuentra delineado en el Pensamiento de Xi Jinping.
Sin dar nombres, Jiang deja suficientemente claro quiénes son los que, en su opinión, se han desviado del recto camino —grupos específicos vinculados al liberalismo y al neoconfucianismo. Más adelante, Jiang formula una síntesis del marxismo, que en su opinión ya no trata tanto sobre la lucha de clases, sino sobre el autocultivo del carácter y la búsqueda de la perfección, armonizándolo con la visión delineada por el Pensamiento de Xi Jinping. El marxismo de Jiang —y también el de Xi— se propone absorber el confucianismo y hacer del liberalismo algo irrelevante. Este uno de acuerdo o no con Jiang, su ensayo es un tour de force, y muchos de mis amigos liberales chinos lo admiran por el alcance y la ambición de su obra. En todo caso, no está muy claro que muchos hayan cambiado de parecer después de haber leído los trabajos de Jiang.
El 1 de julio de 2021, el Partido Comunista de China celebró el centenario de su fundación. En los meses que precedieron a la celebración, hubo una intensa campaña dedicada a destacar las glorias del partido en el pasado, el presente y el futuro: innumerables editoriales, artículos académicos y posts elogiaban la sabiduría del partido y denunciaban el nihilismo histórico. En los titulares de la prensa occidental, en tanto, era posible encontrarse con frases como “Xi Jinping busca consolidar su poder con la celebración del centenario del Partido Comunista” (lo que es muy probablemente cierto), a la vez que se destacaba la apertura de nuevos “centros de investigación dedicados al Pensamiento de Xi Jinping” que acompañó a la preparación del evento.
El 2 de julio de 2021, un día después del aniversario, Yao Yang, profesor de economía de la Universidad de Pekín, publicó en línea un artículo titulado “El último plan de 10.000 caracteres de Yao Yang: los desafíos del Partido Comunista de China y la reconstrucción de la filosofía política”, en la Beijing Cultural Review, una revista de divulgación intelectual, de buena reputación, en la que muchos intelectuales públicos dan a conocer su trabajo a una audiencia más amplia.
Yao es un estudioso y un intelectual público muy respetado, asociado, por lo general, a la Nueva Izquierda. Sin embargo, en el último tiempo ha expresado su admiración por el confucianismo. La primera vez que noté esto fue en una entrevista que dio durante la primavera de 2020, en donde dijo más o menos que “en Occidente nos odian porque nos llamamos a nosotros mismos comunistas —quizás si nos llamásemos confucianos cambiarían su impresión de nosotros”; un pragmatismo muy similar al que inspira la decisión institucional que hay detrás de la fundación de los “Institutos Confucio”. Este interés de Yao en el confucianismo se remonta a 2016, y recientemente ha publicado textos bastante sustanciosos sobre este tema.
Yao, en su artículo del 2 de julio, aborda el centenario del partido en relación con la próxima gran fecha que se asoma en el horizonte: 2049, el centenario de la fundación de la República Popular China. El texto está escrito de manera tal, que deja muy claro que Yao y sus editores son conscientes de estar siendo leídos el día después de la gran celebración. Si bien muchos intelectuales públicos chinos ignoran al partido y la Revolución en sus escritos, Yao es enfático en hacer lo contrario, exaltando reiterada y directamente al partido y la Revolución, por sus contribuciones a la modernización de China.
A pesar de las celebraciones, el mensaje central de Yao es que aún queda mucho por hacer. China, sostiene, aún debe absorber a Occidente, tal como en su momento absorbió al budismo. Tanto el marxismo como el Partido Comunista deben completar su “sinificacion”, si es que China quiere, finalmente, realizar la última gran absorción —lo que Yao llama “la reestructuración filosófica”. La solución propuesta por Yang es un retorno al confucianismo: “La reconstrucción del sistema teórico del partido, con la filosofía marxista como guía y la política confuciana como su esencia, es el único camino que tiene el partido para completar su reencuentro con China, y un paso fundamental para la absorción de Occidente en la civilización china”. Si bien Yao cita varias veces durante el texto a Deng Xiaoping, no menciona en ninguna parte a Xi Jinping.
Yao Yang es solo un caso, pero uno bastante ejemplar, sobre cómo funciona lo que he llamado la ecología intelectual china. En los primeros días de la internet en China era posible encontrarse con intelectuales-blogueros que eran auténticas celebridades, con decenas de miles y a veces cientos de miles de seguidores. Con el tiempo, el partido fue clausurando la blogosfera abierta, acarreando a la gente hacia pequeños grupos de WeChat, los que tienen una influencia más limitada y son más fáciles de monitorear. Mas allá de estos pequeños grupos y las revistas en línea, el apoyo institucional al pluralismo intelectual de China es casi nulo. Y sin embargo, Yao y miles de otros escritores se hacen oír, a veces complementando y a veces desafiando sutilmente la propaganda oficial desde una posición independiente y a la vez cautelosa.
Si pueden hacerlo es porque en los últimos 50 años China ha cambiado de manera radical, con consecuencias profundas en la reconfiguración del orden mundial. Aun así, no importa lo que digan Xi y el partido, porque nadie sabe realmente dónde estará China dentro de cinco años. Nada está escrito de antemano, y por esto mismo es que los intelectuales de China han decidido tomar la palabra.
Artículo publicado originalmente en el N° 3 de Palladium Magazine (palladiummag.com), que se reproduce con autorización de su autor. David Ownby es profesor de historia en la Universidad de Montreal y fundador de Reading the China Dream, proyecto online dedicado a la traducción de textos escritos por intelectuales chinos contemporáneos. Traducción: Domingo Martínez.