La revista Cabrochico rebasaba la lógica tradicional de la historieta o del cuento infantil: operaba en el terreno de una lectura activa, donde el juego se convertía en forma de pensamiento, y la imaginación en ejercicio de intervención. La lectura ya no era mera decodificación, sino una práctica corporal, creativa y compartida, capaz de trazar vínculos entre la experiencia cotidiana y la transformación del entorno. Hasta el 23 de agosto puede visitarse la exposición Cabrochico: el derecho a participar, en la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales.
por Alejandro Arturo Martínez I 19 Agosto 2025
Entre 1971 y 1972, en el marco de la experiencia editorial de Quimantú impulsada por el gobierno de la Unidad Popular, Cabrochico irrumpió en el campo de las publicaciones infantiles con una propuesta singular: no se trataba simplemente de producir contenidos para niños, sino de reconfigurar el lugar mismo desde el cual la infancia podía hablar, actuar y pensar. Lejos de concebir al niño o niña como un potencial consumidor pasivo de historias ajenas a su propia vida, Cabrochico entendía a sus lectores como sujetos situados en un entorno social, capaces de interpretar su realidad y de intervenir en ella. La revista ofrecía no una evasión del presente, sino un acceso directo a su complejidad: una pedagogía de lo cotidiano, una política de la imaginación y una ética de la participación, en las cuales los niños eran motivados a entender su capacidad de cambiar el mundo.
En una época en que el modelo cultural dominante promovía un ideal de infancia despolitizada, moldeada por las narrativas del entretenimiento global —particularmente por la industria de historietas de Disney, cuya lógica ideológica fue brillantemente desmontada por Ariel Dorfman y Armand Mattelart en Para leer al Pato Donald (1972)—, Cabrochico propuso un horizonte radicalmente distinto. El proyecto no consistía únicamente en ofrecer otras historias, sino en alterar la relación misma entre lectura, experiencia y mundo. Cada número —al menos los primeros treinta, pues progresivamente el progreso original irá tomando otros devenires— era un pequeño artefacto de intervención crítica: contenía historietas de corte explícitamente político, manualidades, instrucciones, juegos y recortables que exigían del lector una acción material y consciente. La lectura no se limitaba al ojo ni a la decodificación textual; implicaba el cuerpo, las manos y el juego compartido con otros. En suma, se trataba de una lectura que era, a la vez, construcción, crítica y práctica colectiva.
Esta dimensión material del proyecto no era secundaria, sino estructural. Cabrochico no solo representaba infancias situadas —como en las historias de Panchito en la tierra de la fantasía, con guion de Rodrigo Lira y dibujos de Ariel, o Estos cabros, del propio Saúl Schkolnik—, sino que diseñaba formas editoriales que permitían al lector habitar activamente esas experiencias. Una plaza o una casa “primitiva” podía aparecer como escenario de una historieta, pero también como un pliego doblado para ser recortado. No había distancia entre la representación y la práctica: el juego era una forma de leer, y leer era una forma de intervenir. En este sentido, Cabrochico rebasaba la lógica tradicional de la historieta o del cuento infantil; operaba en el terreno de una lectura activa, donde el juego se convertía en forma de pensamiento, y la imaginación, en ejercicio de intervención. La lectura ya no era mera decodificación, sino una práctica corporal, creativa y compartida, capaz de trazar vínculos entre la experiencia cotidiana y la transformación del entorno. El juego era también no solo recibir un juguete, sino que los niños fueran capaces de crear los suyos propios y valorar el propio proceso de producción del mismo.
La revista se inscribe en una larga historia de publicaciones infantiles latinoamericanas que incluye a Billiken en Argentina, O Tico-Tico en Brasil o El Peneca en Chile. Pero a diferencia de esas experiencias, que en mayor o menor medida compartían un modelo ilustrativo centrado en la transmisión de contenidos desde el adulto hacia el niño, Cabrochico ensayó una inversión de esa lógica. Su propósito no era formar lectores dóciles, sino multiplicar voces, abrir preguntas y desestabilizar grandes relatos. El gesto editorial de Schkolnik —quien dirigía la revista desde una perspectiva filosófica y política explícita— consistía en desmontar los relatos dominantes no solo a nivel de contenido, sino también a nivel de forma. Por eso hablaba, de manera muy parriana, de que las historietas de Cabrochico eran “anticuentos”: narraciones que rompían con la estructura cerrada del cuento tradicional y proponían, en cambio, estructuras abiertas, narrativas problemáticas, personajes no ejemplares, en las que el propio lector reflexionase y deconstruyese las aparentes formas heroicas de los personajes clásicos de su infancia.
Esta operación crítica no se agotaba en su interlocución con el público infantil. Cada número de Cabrochico incluía también un suplemento dirigido a madres, padres y cuidadores, con artículos sobre salud preventiva, nutrición, vacunación, prácticas de crianza y estrategias de escucha activa. Lejos de tratar esos temas como instrucciones técnicas, el suplemento los abordaba desde una perspectiva formativa, promoviendo una relación horizontal entre adultos y niños. Así, la lectura no quedaba confinada al espacio infantil, sino que se desplegaba como una práctica intergeneracional, capaz de tejer vínculos entre el juego y el saber, lo íntimo y lo colectivo, la experiencia y la palabra. En esa decisión editorial —insistir en que la infancia no es un territorio aislado ni una antesala de la vida adulta, sino un campo activo de relaciones sociales y producción simbólica— se cifra uno de los gestos más profundos del proyecto. Cabrochico no concebía al niño como un destinatario, sino como parte de una trama que incluía cuerpos, afectos, lenguajes y políticas del cuidado.
A más de 50 años de su publicación, Cabrochico no solo perdura como testimonio gráfico e intelectual de una época, sino que persiste como provocación crítica. Su propuesta sigue obligándonos a repensar la articulación entre infancia y política, no como esferas separadas, sino como territorios en disputa. Incluso varios de los temas planteados por la revista que imaginaríamos hoy estarían superados —la importancia de las vacunas, por ejemplo— siguen siendo parte del debate en la esfera pública.
Como ha planteado Georges Didi-Huberman, mirar como en la infancia implica abrir espacio a lo que aún no tiene forma ni nombre. Cabrochico dejó instalada de manera persistente en cada una de sus páginas la pregunta de cómo leer el mundo, cómo imaginar futuros más justos y cómo ser parte de una sociedad más amplia. En un presente marcado por la desconexión cada vez más acentuada entre discurso y experiencia, leer Cabrochico no es un ejercicio de nostalgia, sino una práctica crítica. Sus páginas no ofrecen respuestas ni modelos, sino modos materiales de pensar con las manos, de imaginar en común y de afirmar que la infancia no está al margen de lo político, sino en su centro.
por Ricardo González T.