El presente ensayo plantea que, bajo la excusa de luchar contra el antisemitismo en Estados Unidos (y en todo el mundo en realidad), el gobierno de Donald Trump está utilizando a los judíos para promover una agenda política que daña profundamente el tejido social y la democracia multirracial. La historia demuestra, a juicio del autor de estas páginas, que cuando un grupo étnico o político está más allá de la ley, incluso por encima, es cosa de tiempo que luego pase a estar por debajo de la ley.
por Eduardo Sabrovsky I 6 Mayo 2025
Este título no es un juego de palabras ni una exageración. Se trata, en cambio, de pensar y extraer las consecuencias, potencialmente fatales para los judíos del mundo entero, del modo como el gobierno de Donald Trump justifica acciones que exceden toda justificación legal, con el pretexto de defender a los judíos del antisemitismo.
Muestra ejemplar de esta puesta fuera de la ley ha sido la justificación aducida por Marco Rubio, secretario de Estado del gabinete de Trump, para la orden de expulsión del país de Mahmoud Jalil, estudiante de posgrado la Universidad de Columbia y residente legal permanente en el país (en posesión de una Green Card). Jalil, dicho sea de paso, nació en un campo de refugiados en Siria; su infancia y adolescencia transcurrieron en otro campo en el Líbano, luego de que su familia hubo de abandonar Siria al inicio de la guerra civil, el 2012. No obstante, logró cursar estudios de pregrado en la Lebanese American University de Beirut, y pasó luego a ser funcionario de la Embajada Británica en Beirut. Finalmente migró a Estados Unidos.
Por cierto, en el campus de Columbia el año 2024, Jalil estuvo en el centro de las protestas contra la destrucción material y de vidas humanas perpetrada por Israel en Gaza; ¿puede esperarse otra cosa de quien ha vivido su infancia y adolescencia como refugiado palestino? Sin embargo, ¿ha atentado acaso contra la Constitución o las leyes estadounidenes?
La respuesta es no. En el memorándum en el cual responde a la jueza ante quien los abogados de Jalil presentaron una apelación, Rubio reconoce que sus actividades políticas son “por lo demás lícitas”.
“Por lo demás lícitas”. ¿Qué significa “por lo demás”?
Permitirle permanecer en el país, alegó Rubio en su memorándum, socavaría “la política estadounidense de lucha contra el antisemitismo en todo el mundo y en Estados Unidos, además de los esfuerzos para proteger a los estudiantes judíos del acoso y la violencia en Estados Unidos”.
Por desgracia, muchos, demasiados judíos en los EE.UU., Israel y el mundo entero, aplauden: Donald Trump estaría cumpliendo su promesa preelectoral: “Mi promesa a los estadounidenses de origen judío es esta: con su voto, seré su defensor, su protector, y seré el mejor amigo que los estadounidenses judíos hayan tenido nunca en la Casa Blanca”. Cabe recordar el adagio: “Con amigos como estos, ¿para qué enemigos?”. Pero me estoy adelantando.
La alguna vez prestigiosa Anti-Defamation League (ADL), organización judía fundada en 1913 para “poner fin a la difamación del pueblo judío y garantizar la justicia y un trato justo para todos”, se sumó al aplauso. En la red social X, ahora publicó: “Apreciamos el amplio y audaz conjunto de medidas adoptadas por la administración Trump para combatir el antisemitismo en los campus universitarios, y esta acción [la detención de Jalil y su proyectada deportación] ilustra aún más esa determinación al responsabilizar a los presuntos autores de sus actos”.
No obstante, hay grupos de judíos estadounidenses, aún minoritarios pero cada vez más numerosos y visibles, que disienten radicalmente de la ADL. Entre ellos se cuentan el Jewish Council for Public Affairs (JCPA), el National Council of Jewish Women, la Central Conference of American Rabbis y la Union for Reform Judaism. La posición de estos fue expresada con la mayor claridad por Sharon Brous, principal rabina de IKAR, comunidad judía de Los Ángeles. En un reciente sermón ante su comunidad (08/03/25) titulado “I’m not your pawn” (“No soy su peón”), Brous advertía: “Lo que hoy puede parecer un abrazo bien recibido, en realidad nos pone en un peligro aún mayor. Nosotros, los judíos, estamos siendo utilizados para promover una agenda política que causará graves daños al tejido social y a las instituciones más adecuadas para proteger a los judíos y a todas las minorías. Nuestro dolor, nuestro trauma, está siendo explotado para eviscerar el sueño de una democracia multirracial, mientras se avanza en el objetivo de una nación cristiana blanca”. Brous también critica allí a las organizaciones judías (a la ADL eminentemente) que se hicieron las desentendidas ante el evidente saludo nazi con el cual Elon Musk culminó su participación en la inauguración presidencial de Trump.
Mientras escribo estas líneas, la campaña de Trump contra las universidades de su país está teniendo su expresión, de intención sin duda ejemplificadora, en la amenaza de intervenir, estilo dictadura militar, a la más poderosa de ellas, Harvard. Y nuevamente, por sobre una serie de acusaciones carentes de evidencia que las respalde y del chantaje económico (la amenaza de marginar a Harvard del acceso a considerables fondos que el Estado otorga a las universidades privadas para su labor de investigación), ese “por lo demás” hace su aparición: se trata, afirma el gobierno de Trump, de que Harvard habría “fracasado fundamentalmente a la hora de proteger a los estudiantes y profesores estadounidenses de la violencia y el acoso antisemitas”. Un coro de voces oficialistas se ha sumado a esta acusación: Kristi Noem, encargada de Homeland Security, en carta fechada el 17 de abril amenazaba a Harvard con privar de visas a sus estudiantes extranjeros —amenaza de dudosa legalidad, nuevamente—, dado que “su institución ha creado un entorno de aprendizaje hostil para los estudiantes judíos debido a que Harvard no ha condenado el antisemitismo”.
Ahora bien, so pretexto de defenderlos del antisemitismo poniéndolos por sobre la ley, lo que el gobierno de Trump realmente está haciendo es poner a los judíos más allá, es decir, fuera de la ley. Y como los judíos bien deberían saber, esta es una posición extremadamente frágil: en cualquier momento, el privilegiado “sobre” puede transformarse en la indefensión de quienes están por debajo del horizonte de la legalidad e impedidos de apelar a su protección. Así, los judíos no solo de los EE.UU. sino del mundo entero quedamos al borde de un abismo histórico-político: se podrá atentar impunemente contra nosotros, pues al quedar por debajo del horizonte de la ley, tales atentados serán ajenos a su jurisdicción.
Así sucedió bajo el régimen nacionalsocialista en Alemania. El partido Likud (Consolidación), que hace ya casi medio siglo gobierna en Israel, es una continuación del “sionismo revisionista” fundado a inicios del siglo XX por el ideólogo etnonacionalista Ze’ev Jabotinsky. Y su rama en Alemania, llamada Staatzionismus, no solo no se opuso a las leyes raciales impuestas por el nacionalsocialismo (“Leyes de Nuremberg”), sino que las acogió con entusiasmo, tal como centenares de documentos lo evidencian. Para el Staatzionismus, la identidad judía se definía no en términos de prácticas religiosas ni de cultura e historia, sino raciales. Y así, como raza pura, quedaría a la par con esa otra pretendida raza pura, la aria. De este modo, como preludio de su destrucción, los seguidores del Staatzionismus creyeron gozar del privilegio de estar, al igual que los arios, por sobre la ley: esta, en su concepción moderna, desconoce el concepto de raza.
Por cierto, dicho desconocimiento no ha sido obstáculo para el racismo de las potencias colonialistas e imperialistas de Occidente. No obstante, en su forma clásica, el racismo inherente a su dominación tenía su dominio propio en ultramar; las metrópolis, por su parte, se regían por la ley moderna, de modo que, si algún integrante de las razas inferiores lograba traspasar esa frontera, se lo discriminaba más bien mediante subterfugios y medidas ad hoc. Distinto es el caso de aquellas metrópolis que albergaban minorías nacionales considerables en su interior, como los descendientes de los esclavos negros en los EE.UU. y los judíos en Alemania, entre otros países europeos. En ambos casos, una vez que adviene la emancipación, la línea divisoria empieza a pasar por el interior, de modo que en ellos la ley moderna (Constitución de Weimar en la Alemania de los años 20; igualdad de derechos civiles en los EE.UU. posteriores a la década del 60) vive una existencia precaria, tensionada por la pretensión de quienes se sienten merecedores de estar sobre la ley (“arios”); estadounidenses (“caucásicos”) versus el estatus de quienes, al no ajustar a ese perfil racial, son puestos bajo ella. El apartheid, en Sudáfrica y hoy en Israel, es otro modo de trazar dicha línea divisoria. Primero, están los ciudadanos israelíes considerados judíos en virtud de la ley rabínica, que viven bajo las reglas de una democracia liberal; luego, dos millones de árabes palestinos israelíes cuyo estatus es el de ciudadanos de segunda clase; y finalmente, cinco millones de árabes palestinos carentes de todo derecho, y por ello, literalmente fuera de la ley.
Vuelvo al Staatzionismus en la Alemania nacionalsocialista y su consentimiento a las Leyes de Nüremberg. Ello se basaba en tres premisas:
1. Distintas razas han de permanecer puras, sin mezclarse ni corporal ni culturalmente.
2. Esa separación racial solo puede hacerse efectiva en tanto se traduzca en separación territorial: Alemania Jüdenlos, para los arios; Palestina, Arabischenlos, para los judíos.
3. El Reich apoyaría a los judíos dispuestos, por convicción o temor, a emigrar a Palestina; conservarían el valor de sus bienes, convertidos en maquinaria agrícola de fabricación alemana.
Del orden de 60 mil personas, aproximadamente un 15% de la población judía en la Alemania de esos años, hicieron uso de esta posibilidad; otros lograron emigrar al continente americano, a Australia, incluso a China.
En síntesis, en cuanto enemigo común, los judíos apegados a la sociedad y la cultura alemanas fueron la base de la amistad entre el nacionalsocialismo y el etnonacionalismo de los seguidores de Jabotinsky en Alemania. Y esta amistad hizo posible al régimen hitleriano dismular hasta 1939 el feroz antijudaísmo que lo animaba; a la vez, entre los judíos alemanes, la posibilidad de saltar por sobre las leyes antijudías fortaleció al Staatzionusmus.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial puso en evidencia la reversibilidad inherente a este estatus ambiguamente privilegiado. Con él cayó la máscara: en adelante, no más navíos cargados de judíos zarpando de Alemania a Palestina; sí trenes y camiones conduciendo a seis millones de judíos al exterminio.
Este ejemplo debería llevar a los dirigentes de asociaciones judías como la ADL a reflexionar sobre aquello que difícilmente podrían ignorar, pero que han intentado olvidar en su intento de complacer al faraón Trump. Pues la misma ADL hasta hace poco solía denunciar a los notorios antijudíos que visitan Mar-a-Lago: Nick Fuentes (“Básicamente hay dos cosas en marcha: genocidio blanco y subversión judía”; reconocido admirador de Hitler); Kayne West, rapero con ideas similares (ambos disfrutaron de una cena con Trump a fines del 2022); el héroe de MAGA, y objeto de acusaciones de tráfico sexual, Andrew Tate, quien ha invitado a “cuestionar” la crítica a Hitler; también a traer de vuelta el saludo nazi; integrantes de la Cámara de Representantes célebres por su fanática adhesión a Trump, como Matt Gaetz y Marjorie Taylor Greene, quienes han manifestado reparos a la supuesta lucha contra el antisemitismo de su caudillo, en tanto interferiría con la capacidad de los cristianos para acusar a los judíos de matar a Cristo. No obstante, en versiones actualizadas de estas denuncias, la ADL se esfuerza por presentar a estos personajes como opositores a Trump, a quien considerarían demasiado moderado.
Si bien la presencia de estos personajes en el entorno de Trump debería mover a sospecha, no son ellos quienes precipitarán el vuelco en el estatus de los judíos en los EE.UU.: de estar sobre la ley pasarán a caer por debajo de ella. Aquí, por cierto, entramos al territorio de las conjeturas. Pero he aquí un escenario posible. Con su política tarifaria, Trump y MAGA pretenden volver atrás en medio siglo el calendario, cuando la gran mayoría de los productos industriales en el mundo llevaban estampado el rótulo “Made in USA”. Esa pretensión no descansa únicamente sobre premisas materiales, en sí mismas ya difíciles de realizar. Fundamentalmente, supone el retorno del recordado “American Way of Life”, y con él a la subjetividad del ciudadano estadounidense medio que disfrutaba de él. Y ello luego de décadas de egos acariciados por la industria cultural y las redes sociales que han llevado a ese ciudadano a privilegiar la satisfacción inmediata por sobre toda ética del trabajo. Por ello, la fuga de la producción industrial hacia países con menores costos de mano de obra y en los cuales la cultura del trabajo se mantiene vigente, puede ser irreversible. Y esta irreversibilidad adquiere mayor verosimilitud si se considera que esa fuga en cuestión ha sido, paradójicamente, la fuente de las megafortunas mediante cuyo apoyo Trump ha podido capitalizar el resentimiento de los afectados por esa misma desindustrialización, hasta llegar a dominar el escenario político del hasta ahora país más poderoso del mundo.
Este, por cierto, es un escenario hipotético, pero que muchos economistas y politólogos comparten. Imaginemos entonces a una población norteamericana que, cansada de enfrentar al negocio de la salud privatizada, de la creciente imposibilidad de cumplir con el sueño de la casa propia y de depender solo de sus escasos ahorros para enfrentar la vejez, empieza a caer en cuenta de que América no está siendo “great again”. Y que el aislacionismo que habría de producir el milagro no está completo si Trump, tal como lo está haciendo ya con Ucrania, la OTAN y Europa, no incluye también en su evaluación, calculadora en mano, el costo (billones de dólares anuales) de apoyar la empresa etnonacionalista de Israel. Con esto, los mismos sionistas cristianos quizás prontamente volverían a escudriñar sus Biblias hasta desenterrar algún pasaje que sugiera que el Segundo Advenimiento, si bien aún requiere de la conversión masiva de los judíos, puede prescindir de su retorno a la mítica Tierra Prometida. Libres así ya del lastre de Israel, los EE.UU. contarían con recursos para, quizás, emprender la restauración de su ya vetusto sistema de transporte público, o para garantizar a sus ciudadanos salud y seguridad social dignos.
Ello podría gatillar, a la vez, la búsqueda de culpables por tamaño despilfarro. Así, de las cuentas monetarias se pasaría a las cuentas políticas y morales. Y en estas últimas se tratará del apartheid, el genocidio y el expansionismo que ese despilfarro ha financiado. Culpables o, mejor, chivos expiatorios: los judíos, por cierto, ya que con sus malas artes habrían convencido a esos pobres inocentes, la élite del poder, el dinero y la religión US-americana, de otorgar apoyo incondicional a la ahora antiamericana empresa del Estado-nación de Israel. Y así el privilegio de estar fuera de la ley mostraría su otra cara: marginados ahora los judíos de la protección de la ley, el resentimiento que ha llevado a personajes como Trump y Vance a la presidencia se volcaría hacia lo que bien podría ser un pogromo antijudío que poco tendría que envidiar a la Shoah, y que bien podría expandirse al resto del planeta.
Todo esto pone en evidencia, finalmente, que la formación de Israel como Estado-nación judío no hizo sino llevar al paroxismo la tradicional dependencia de las comunidades judías de protectores que en cualquier momento pueden volcarse en su contra, haciendo de ellos oportunos chivos expiatorios, enemigos internos o externos (la conspiración judía mundial) necesarios para restablecer la unidad nacional en tiempos de crisis. Así, desde sus inicios con Theodor Herlzl, en lugar de tratar con la comunidad árabe de Palestina como entidad política, el sionismo estatalista optó por buscar la protección de fuerzas externas: el Imperio Otomano, luego el Británico y hoy el imperio de EE.UU., que utiliza la causa del anti-antisemitismo como cortina de humo moral para su empresa de dominación planetaria.
Se suele pensar que este desenlace habría sido el resultado necesario, fatal, del sionismo en cuanto movimiento nacional judío, pero la a menudo ignorada historia del sionismo desmiente esta interpretación teleológica. Pues hasta la Segunda Guerra Mundial y la Shoah, el proyecto de Estado-nación fue objeto de intensa discusión al interior del sionismo. Y no se trataba solamente de un asunto conceptual; también se preguntaba por las concretas consecuencias que tendría fundar un Estado-nación judío en un pequeño territorio habitado por árabes y circundado por Estados-nación también árabes. Esa solución implicaba, y no fueron pocos quienes lo percibieron, no la autonomía de la nación judía, sino su redoblada dependencia de poderes coloniales e imperiales, y la guerra sin término.
En contra del estatalismo se encontraban figuras influyentes en el movimiento sionista de entonces: Hannah Arendt, Albert Einstein, Martin Buber y Gershom Scholem; también Judah Magnes (rector fundador de la U. Hebrea de Jerusalem). Estos son, en general, figuras conocidas. Menos conocidos, pero también influyentes eran Simón Rawidowicz, Mordechai Kaplan, Hans Kohn, Simon Dubnow. Cual más, cual menos, muchos de ellos fueron inspirados por el pensamiento y la práctica política de Asher Zvi Hirsch Ginsberg (1856-1927), conocido por su nombre de pluma hebreo Ahad A’ham (“uno del pueblo”), fundador de lo que se llamó sionismo espiritual. Y tanto ellos como su inspirador se caracterizaron por su negativa a identificar “nación” con “Estado-nación”, entidad que ejerce soberanía sobre un territorio y una población homogénea. La nación judía, en cambio, era para ellos un espacio político, un mundo humano en el cual una cultura judía podría prosperar. Y ello sin soberanía política ni constituyendo una mayoría en Palestina. Y, en cuanto a esta última, concordaban en que el proyecto nacional judío podría llegar a tener allí uno de sus polos, si y solo si, a su vez, el pueblo palestino obtenía su propia autonomía nacional.
Esta ala del sionismo solo retrospectivamente puede ser vista como marginal; en su momento estuvo al centro del debate interno del movimiento. Y sus integrantes no se alejaron del sionismo; más bien, este se alejó de ellos. Aunque sus ideas pueden ser consideradas hoy irrealizables, en su momento ponían en cuestión la hegemonía del proyecto de Estado-nación que llegó a personificarse en la figura de David Ben-Gurión (sionista socialista que adoptó en la práctica el etnonacionalismo de Jabotinsky). Con ello abrían la posibilidad de que la migración forzada a Palestina de los sobrevivientes de la Shoah fuese recibida, no por un estado judío dependiente de los poderes imperiales, sino por un estado binacional en que ni palestinos ni judíos estuviesen fuera de la ley, y en el cual las respectivas diásporas (en el caso palestino, la diáspora de los tiempos del Imperio Otomano), conectadas y protegidas por este Estado, tampoco tuviesen que transformarse en los peones del ajedrez perverso de la geopolítica contemporánea.
El neoaislacionismo estadounidense se ha iniciado con Trump. Pero, en tanto responde a una situación de crisis en todos los frentes, no terminará con él, sino que se prolongará en una nueva era. Y, como ya se observa en los casos que he comentado, con él ha llegado también la hora de sacar las cuentas: la hegemonía imperial cuesta cara. Ha llegado entonces el tiempo del ahorro, de la diplomacia del garrote y de soltar el oneroso lastre de la protección sin condiciones. ¿Cuándo será el turno a Israel? Cuando le llegue, no se tratará solo de armamento, tecnología y dólares: para los judíos, primero en Israel, y luego en la diáspora, habrá llegado también el tiempo de la expiación: de un extenso Yom Kippur que verá numerosos soles ponerse sin que el alivio del shofar llegue a hacerse oír. Y que será quizás también un tiempo de supremo peligro. Todo esto fue, de alguna manera, anticipado por estos sionistas disidentes. Quizás de ellos los judíos podamos aprender algo, en vistas a un difícil futuro.