Sobre convertirse en Lucy Sante

La historiadora de las ciudades y crítica cultural relata en este texto su transición, un proceso que comenzó cuando el mundo era asolado por la pandemia del covid. Se trata de una confesión admirable, que derriba prejuicios culturales y que, al mismo tiempo, muestra el lado más íntimo de la autora de Bajos fondos, Mata a tus ídolos y Mi ciudad perdida. “Aquí estoy a los 67 años —relata Sante—, emprendiendo algo enorme que debería haberse hecho hace décadas. Ciertos cambios son superficiales, pero otros son metafísicos. Al principio de mi transición sentí agudamente este cambio de marea. Experimenté asombro y pavor; pasé días enteros literalmente temblando. Ahora soy consciente de que vivo, como todos, en una nube de desconocimiento, donde las certezas se desmoronan y las categorías se vuelven líquidas”.

por Lucy Sante I 6 Mayo 2024

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El 15 de febrero de 2021, descargué la aplicación llamada FaceApp en mi teléfono, solamente para reírme. Hacía unos meses que tenía un teléfono nuevo y tenía curiosidad. Aunque la aplicación permitía a los usuarios cambiar la edad, la figura o el peinado, yo estaba, específica y exclusivamente, interesada en la función de cambio de género. Guardé una selfie al estilo de una foto policial y, a cambio, obtuve algo que no me disgustó: una imagen de una mujer atractiva en cuyo rostro se distinguían mis rasgos. Cambiar de género era una idea extraña y eléctrica que había vivido en algún lugar recóndito de mi mente durante la mayor parte de mis 67 años. Pero rara vez me había permitido una representación tan gráfica de mí misma; a lo largo de los años, ocasionalmente había hecho dibujos y alterado fotografías para visualizarme como una mujer, pero siempre había destruido inmediatamente los resultados. Y, sin embargo, no borré esa imagen cibernética. En cambio, durante la semana siguiente busqué y guardé cada imagen mía que poseía, comenzando a los 12 años: instantáneas, fotos de tarjetas de identificación, retratos de estudio, fotos de portadas de libros, fotos de redes sociales. El efecto fue sísmico. Ahora podía ver, presentado ante mí en mi pantalla, el panorama de mi vida como una niña, desde la risueña preadolescente hasta la matrona del año pasado. Siempre había odiado ver fotos de mí misma, pero estas tenían toda clase de sentidos. Mi deseo de vivir como mujer, podía ver ahora, era un fenómeno coherente, constantemente debajo de la superficie de mi vida nominal durante todas esas décadas, a pesar de mis mejores esfuerzos para fingir que no estaba allí.

Después de eso, algo tomó el control, una ola de puro impulso que persiste incluso ahora, en los días buenos superando mi autoconciencia siempre paralizante. Fuera lo que fuese esa fuerza —muy probablemente, el poder tectónico de algo confinado durante mucho tiempo que se libera repentinamente—, convirtió la percepción en un imperativo. Mi tapadera de mí misma había volado, y no tuve más remedio que tomar medidas. Las últimas dos semanas de febrero son borrosas en mi mente, porque estaban sucediendo tantas cosas dentro de mí que no podía seguir la pista. Estaba a punto de hacer un quiebre radical con mi existencia previa, pero no tengo forma de reconstruir cómo procedí a su ejecución. Todo lo que puedo recordar con certeza es conducir 300 millas desde mi casa, en el condado de Ulster, Nueva York, hasta Utica y de regreso para recibir mi primera vacuna contra el covid —las citas médicas eran difíciles de encontrar en esos primeros días—, todo el tiempo tratando de decidir si ir al centro comercial en Albany en busca de una tienda de pelucas. Cansada de conducir y un poco temerosa, me fui directamente a casa, pero salí a ver a mi terapeuta al día siguiente.

Temblando, pero decidida, le dije a la Dra. G en nuestra sesión semanal de Zoom que siempre había querido ser mujer y ahora sentía que era urgente que siguiera los pasos necesarios. La Dra. G consistentemente había mantenido una ecuanimidad imperturbable de que nada-de-lo-humano-me-es-ajeno, pero me desconcertó, con todo, su rápida y nada sorprendida aprobación. “Tiene sentido”, me dijo. “Parece una buena idea”. En los cuatro o cinco años que la había estado viendo, yo nunca había hecho mención alguna sobre género. Mi omertà interior relegó todos esos pensamientos a los rincones más profundos y oscuros, custodiados por dragones. Para entonces había visto a terapeutas durante casi 40 años, pero solamente con un médico, antes, había estado cerca de romper el silencio. Alrededor de 1991, el Dr. P me hizo admitir que me había probado los vestidos y la ropa interior de mi madre en la primera adolescencia, aunque nunca tuvimos la oportunidad de explorar las ramificaciones. No mucho después de que admití eso, el Dr. P murió de un ataque cardíaco, 20 minutos después de que salí de su oficina. Mis relaciones con los terapeutas se habían visto alteradas antes y después —uno trató de convertirme a la espiritualidad New Age; otra pasó la mayor parte de las sesiones hablando de sí misma, y otra admitió que su pericia era en psicología infantil—, y nunca confié completamente en otro hasta que comencé a ver a la Dra. G.

En los círculos trans, a una persona transgénero que aún no es plenamente consciente de su naturaleza se la llama “huevo”; cuando ocurre el momento de la revelación, se dice que el huevo se rompe. Lo que está sujeto a temperamentos individuales, presiones culturales y ambientales, y a un gran número de misteriosos factores X, que pueden ocurrir en cualquier momento. A menudo se dice que, si bien todas las historias trans son individuales, todas ellas son iguales: el orden de estas dos frases puede invertirse. Si bien la forma del arco es generalmente consistente, algunas personas son conscientes de que son trans desde la primera infancia, algunas se dan cuenta en la pubertad y otras solamente se percatan de la verdad mucho más tarde en la vida. Después de eso, el huevo puede romperse inmediatamente o puede llevar años o, como en mi caso, décadas.

Temblando, pero decidida, le dije a la Dra. G en nuestra sesión semanal de Zoom que siempre había querido ser mujer y ahora sentía que era urgente que siguiera los pasos necesarios. La Dra. G consistentemente había mantenido una ecuanimidad imperturbable de que nada-de-lo-humano-me-es-ajeno, pero me desconcertó, con todo, su rápida y nada sorprendida aprobación. ‘Tiene sentido’, me dijo. ‘Parece una buena idea’.

Un día en el otoño de 1965, cuando tenía 11 años, estaba sentada en la cocina de nuestra casa de urbanización en Nueva Jersey, esperando que el padre de un amigo me recogiera; nos habíamos mudado recientemente y mis amigos estaban ahora a cinco millas de distancia. Por alguna razón, había un espejo sobre la mesa, lo tomé y me miré. Usaba el pelo con un corte de tazón, que necesitaba un recorte justo en ese momento. Recogí los largos mechones sueltos sobre mis sienes y los doblé en rizos de caracol, humedeciéndolos para que mantuvieran su forma, y cepillé mi flequillo. Abrí mis ojos y suavicé mi boca. Lucía tal como una niña. Luego escuché unos pasos arriba y rápidamente volví a desordenar mi cabello. Esa fue la primera vez que jugué con mi apariencia de esa manera, aunque pensar en mí como una niña ya había sido una preocupación intermitente contra la que luché arduamente.

En los años siguientes, los pensamientos se hicieron más constantes. En las raras ocasiones en que mis padres me dejaban sola en la casa —era hija única y sobreprotegida— experimentaba con la vestimenta y la ropa interior de mi madre. Sin embargo, no lo hice por mucho tiempo, porque pensé que mi madre sería capaz de detectar el olor de mi cuerpo una vez que llegara la pubertad. Ella estaba atenta a mantenerme en el buen camino y, a medida que avanzaba mi adolescencia, sometía mi habitación a barridos regulares, sin descuidar ningún cajón o cubículo y ningún texto, impreso o escrito a mano, sin recorrer con la mirada. Estaba buscando… ¿qué exactamente? ¿Pornografía? ¿Drogas? ¿Ateísmo? En cualquier caso, tuvo el efecto de hacerme hipervigilante. Aprendí a no escribir nunca nada que fuera privado —nunca he llevado un diario— y a someter todo material impreso que pudiera tener la tentación de llevarme a casa a una rigurosa inspección, dejando en los trenes o en los bancos de los parques la mayor parte de los periódicos clandestinos que consumía con avidez.

Entonces comencé a interesarme por la investigación, y así empecé, con cautela, a investigar mi condición. Mis recursos eran escasos, pero la cultura era, a su vez, escasa. Las personas transgénero eran chistes, figuras de diversión; la imagen era de alguien con un vestido informe de lunares con una mala peluca y una barba incipiente. Yo seguía la música popular francesa lo suficiente como para conocer “Il est cinq heures, Paris s’éveille”, de Jacques Dutronc: las cinco de la mañana es cuando los travestidos (les travestis) van a casa a afeitarse. En mi escuela secundaria para varones jesuita, hojeé los anuarios de las décadas de 1920 y 1930 en busca de fotos de estudiantes interpretando papeles femeninos en el escenario, lo que había dejado de ser la costumbre. Sabía un poco sobre Christine Jorgensen, la pionera transgénero de la década de 1950, y ella al menos se veía y actuaba como una mujer, pero en mi opinión en ese momento casi nadie más lo hacía.

¿Qué significaba ser transexual (un término que era de uso popular en ese momento)? Parecía implicar viajar a Bangkok o Casablanca y extirpar el asunto de abajo. El pensamiento hería, y lo evité. (Unos años más tarde, cuando tenía 20 años, estaba caminando por Malmö, Suecia, a altas horas de la noche. Pasé por una tienda de pornografía donde, en medio de un denso collage en la puerta principal, vi una fotografía de una joven y hermosa muchacha con pene. ¿Cómo podría ser eso? ¿Qué podría significar? Estaba conmocionado). Saqueé la biblioteca en busca de materiales, que eran escasos. Leí las exánimes clasificaciones de Krafft-Ebing y los interminables tomos sexológicos que normalmente concedían media página al “travestismo”, con diagnósticos que iban desde la aflicción neurótica hasta lo permisible como una perversión ocasional en el dormitorio.

¿Pero era yo un travesti? Me encantaba la ropa de mujer y me encantaba ponérmela en las raras ocasiones en que caían en mi regazo —una blusa floreada roja dejada en un apartamento de East Village al que me mudé, una pila entera de ropa para la lavandería abandonada encima de una secadora en un alojamiento para estudiantes en la Universidad de Ginebra—, hasta que me deshice de ellas, rápidamente. Para mí, en ese entonces, había algo sórdido en el travestismo, algo que no era genuino. Tal como estaban las cosas, evité tomar cualquier otra acción. No podía comprar ni curiosear en ciertos lugares de Manhattan como la Mardi Gras Boutique de Lee, visitar Edelweiss o Club 82 o, más tarde, pasar tiempo en el Pyramid Club, aunque en un momento estaba a menos de media cuadra de mi departamento. De todos modos, por mucho que pudiera apreciar la cultura drag desde el exterior, no era lo mío. Yo quería ser una mujer, no una sátira. No me interesaba el pelo largo, las tetas grandes ni los tacones altos, y odiaba la idea de que los hombres me miraran boquiabiertos. Al menos esa era la razón número uno. La número dos era que estaba aterrorizada por el poder de mi deseo. Estaba mortalmente asustada por el mismo proceso por el que ahora estoy pasando, aunque también sabía muy poco sobre él como para poder juzgar. Cuando tenía una edad de un solo dígito, solía imaginarme transformada en una niña de la noche a la mañana. Algunas noches lo añoraría; en las otras temblaba de miedo ante esa perspectiva. Era demasiado deseable, pero demasiado inalcanzable. Nunca podría ser realmente una mujer, así que tuve que resignarme y evitar que los pensamientos de eso me abrumaran. No fue hasta que apareció internet, trayendo consigo una variedad de sitios transgénero, que supe más sobre las hormonas.

Alrededor de 1991, el Dr. P me hizo admitir que me había probado los vestidos y la ropa interior de mi madre en la primera adolescencia, aunque nunca tuvimos la oportunidad de explorar las ramificaciones. No mucho después de que admití eso, el Dr. P murió de un ataque cardíaco, 20 minutos después de que salí de su oficina.

De vez en cuando hablo con J, una amiga de más de 40 años que hizo la transición dos o tres años antes que yo. Comparamos notas, y aunque nuestros antecedentes y personalidades son muy diferentes, nuestras historias trans son hilarantemente similares. Nos reímos del hecho de que cuando éramos niñas, ambas pensábamos que éramos los únicos humanos en el planeta que alguna vez habían querido cambiar de género. Pero esa era nuestra época, tan diferente de la actual. Mis padres ya llevan 20 años muertos, pero no puedo soportar imaginar sus reacciones. Aunque era hija única, tuve una hermana mayor que nació muerta un año y un mes antes de mi nacimiento. Mis padres la llamaron Marie-Luce y le compraron una tumba de 10 años (en la Bélgica pobre en tierras, las tumbas se alquilaban). Deduje que mi madre había sufrido abortos espontáneos anteriormente; en cualquier caso, los médicos le dieron la cautelosa aprobación para intentar el embarazo una vez más, pero solamente una vez. Cuando fui bautizada, mis padres invirtieron el nombre de mi hermana y agregaron unos pocos santos más en agradecimiento.

La depresión de mi madre duró todo el tiempo que la conocí, así que no sé con certeza cuándo comenzó. Su vida familiar fue infeliz, pero ciertamente se presentaba bastante alegre en las instantáneas de sus 20 años en la posguerra —su sonrisa nunca fue tan genuina después de esa época. Por un lado, el atormentado proceso del parto claramente le cobró un alto precio. Parece que nos confundió a Marie-Luce y a mí, o al menos me acostumbré a que me llamaran ma fifille o ma choute (porque mon chou es masculino, ella tuvo que inventar una forma femenina). Aunque en algunas zonas de Europa el color rosado había sido durante mucho tiempo para los niños y el azul para las niñas, mi madre desafió las convenciones vistiéndome de azul en honor a la Virgen María. Yo era efectivamente asexuada cuando era niña, dibujaba, leía y jugaba con mi gran familia de animales de peluche, a quienes asignaba posiciones en la familia. Mi madre y yo éramos muy unidas en ese entonces, viajamos dos veces de Nueva Jersey a Bélgica y vivimos durante meses sin mi padre, mientras ella arreglaba los asuntos y debatía si mudarse de regreso. Pero cuando la pubertad trajo consigo las características sexuales secundarias, todo cambió. Desde entonces, hasta que me fui de casa, a los 18 años, mi madre me pegaba todos los días, generalmente una bofetada con el dorso de la mano del otro lado de la mesa. También se sometió dos veces a terapia de electroshock, después de lo cual sufrió una pérdida temporal de la memoria y me confundía con su hermano.

Nadie sabe las causas de la disforia de género. Solamente se ha realizado una investigación científica limitada sobre uno que otro asunto transgénero (lo que sabemos sobre los efectos inmediatos y a largo plazo de la terapia de reemplazo hormonal sigue siendo en gran parte folclórico), porque hay muy pocos fondos para ello. En muchas culturas, incluida la nuestra, las personas transgénero están situadas en lo más bajo de la humanidad, lo impensable. Somos leprosos y, si somos vulnerables, somos depredados y, a menudo, asesinados. Como era de esperar, la mentalidad de la mafia que impulsa tal superstición también está presente dentro de nosotros, las personas transgénero.

Antes de que se rompiera mi huevo, mantuve mi interés subrepticio en los asuntos transgénero, viendo videos de YouTube y recorriendo interminables fotos de modelos japonesas otokonoko. Aun así, claramente me inquietó cuando me enfrenté a la realidad de la transición de género, especialmente cuando se trataba de personas que se parecían sociológicamente a mí, tales como Chelsea Manning o las hermanas Wachowski. Parecía que ellas habían ido demasiado lejos, que nunca podrían volver a la Tierra. Pero tal era la profundidad de mi negación.

Por mucho que pudiera apreciar la cultura drag desde el exterior, no era lo mío. Yo quería ser una mujer, no una sátira. No me interesaba el pelo largo, las tetas grandes ni los tacones altos, y odiaba la idea de que los hombres me miraran boquiabiertos. Al menos esa era la razón número uno. La número dos era que estaba aterrorizada por el poder de mi deseo.

Durante más de 55 años viví en un estado de negación que mantuvo en suspenso mi dilema de género, como si estuviera encurtido en un frasco. Pasé por periodos de indulgencia, cuando me entregaba y soñaba despierto. Tenía una variedad de fantasías almacenadas que rotaba y sobre las que bordaba: interpretar a una niña en la obra de teatro de la escuela, luego persuadida de salir a la ciudad disfrazada; ser contratada como ayudante por una rica mujer de la alta sociedad que se divierte vistiéndome de niña; un nuevo compañero de cuarto que me asignaron en la universidad lleva años vistiéndose como una muchacha y tiene un guardarropa completo. Pero eran fantasías travestis que, a mi modo de ver, eran en última instancia estériles. Luego tenía periodos de repudio, en los que desterraba cualquier pensamiento de ese tipo y diagnosticaba mi situación como un fetiche, una ideación enfermiza, una neurosis que imaginaba que podía curarse con una buena relación con una mujer fuerte que sacara a relucir plenamente al hombre en mí. En ambos estados, mantuve mis variadas preguntas y fijaciones de género esparcidas por diferentes regiones de mi conciencia, negándome a darles coherencia. Los pensamientos sobre la apariencia se fueron por aquí, mis diversos fracasos para cumplir con un papel masculino se fueron por allá, las preguntas más existenciales fueron arrojadas a un estante.

Después de que mi huevo se rompió, monté lo que las personas trans y Alcohólicos Anónimos llaman “la nube rosa” durante tres meses completos. Esa masa rosada de gotas de agua suspendidas, en la que constantemente me advirtieron acerca de confiar demasiado, resultó ser en gran parte el impulso que todavía tengo, junto con una fe evangélica en el proceso. Para mí también implicó un curso intensivo en todo tipo de cosas, desde volver a aprender cómo moverse hasta la historia de la medicina transgénero o a desarrollar firmes opiniones sobre cuellos, largos de mangas y siluetas. Aunque de alguna manera me las arreglé para mantener mis deberes como educadora, enseñando un curso de escritura en la universidad durante este periodo, mi verdadera ocupación estaba en la transición. En poco más podía enfocarme.

Muy rápidamente me uní a un grupo de apoyo trans y consulté a un endocrinólogo: comencé con hormonas el 10 de mayo y me hicieron caer de mi nube, aunque eso no duró mucho. Una vez me describí como una criatura hecha enteramente de dudas, muchas de ellas dudas sobre mí misma, pero tan pronto como me decidí a revelarme, en febrero pasado, dejé de dudar. Es decir, experimenté episodios regulares de disforia, lo que en este contexto significa intensos periodos recurrentes de dudas sobre una misma, odio hacia una misma y desesperación, que suceden de manera irregular durante periodos de tiempo variables, típicamente (para mí, por ahora) dos o tres días a la semana. Sin embargo, paradójicamente, nunca antes había experimentado una convicción tan sincera. Incluso en medio de esas agonías sentí un inexplicable cimiento de certeza.

Mi momento caída-en-el-camino-de-Damasco fue cataclísmico en sus efectos. “Esto abre el mundo”, escribí en una ficha, rompiendo mi costumbre de no escribir tales cosas. “Estoy tan aliviada”. Desafortunadamente, sucedió 14 años después de la mejor y más plena relación que jamás haya disfrutado. Conocí a M justo cuando mi matrimonio estaba llegando a su punto de ruptura, y ella había sido mi ancla desde entonces: mi mejor amiga, mi copiloto, mi severa editora, mi corazón. Las cosas no siempre fueron del todo fáciles entre nosotras, pero acabábamos de pasar un año feliz encerradas juntas. ¿Por qué tenía que pasar entonces? ¿Por qué no pudo haber sucedido después del colapso de mi primera relación importante, alrededor de 1980, cuando estaba segura de que nunca volvería a encontrar a nadie más? ¿O 10 años más tarde, después de la caída de mi primer matrimonio, hecho en el rebote, que finalmente se reveló como inadecuado para ambas partes? ¿Tuvo algo que ver, como se preguntaron algunos de mis amigos, con el aislamiento forzado y la introspección de la era del covid? Eso no estaba tan lejos del aislamiento y la introspección en los que normalmente vivía, pero ¿tal vez fue que finalmente me sentí lo suficientemente segura?

En aquellos días pasaba poco razonables cantidades de tiempo tomándome selfies y cambiándolas de género en la aplicación. Acababa de recibir una en que pensé que yo lucía lo suficientemente plausible como mujer, por lo que podía mostrársela a todo el mundo y lo entenderían de inmediato (nota: ya no puedo ver el parecido). Esa fue la táctica que decidí probar con M. ¡Ella pensaría que era lindo! Tal vez eso suavizaría el impacto. El día después de mi sesión con la Dra. G, la saqué después de la cena. Ella estaba confundida. ¿Qué le estaba mostrando? “Mmm, bueno, soy yo como mujer”. ¿Eh?

No me di cuenta de cuán incómoda estaba en mi cuerpo hasta que comencé la transición y de repente me sentí cómoda, esto sin referencia a las características sexuales primarias o secundarias. Había estado constreñida, sin equilibrio, susceptible, sin nunca saber cómo pararme o qué hacer con mis manos, porque inconscientemente me protegía de posturas y expresiones que podrían leerse como demasiado femeninas.

Yo expliqué. Ella no vio el parecido, pero escuchó. Le conté sobre mi oscuro secreto y cómo lo había mantenido oculto durante más de 55 años y cómo de repente salió de mi pecho como el extraterrestre en Alien. La tomó por sorpresa, pero se conmovió. Me ofreció apoyo y aliento, me elogió a través de todos mis primeros incómodos intentos de presentarme como mujer, me dio una llamativa falda cruzada a rayas de la década de 1970. Algún tiempo después, sin embargo, dijo: “Puedo pensar en ti como mi pareja romántica o como una mujer, y me parece más importante pensar en ti como una mujer”.

Mi corazón se cayó a mis pies. Ya no éramos más una pareja. Una de las principales razones de mi larga represión fue mi miedo a perder mujeres, que desde el final de la adolescencia habían constituido las tres cuartas partes de mis amistades más cercanas, así como todos mis intereses románticos. Pensé que les repugnaría por mi presunción: tendía a poner a las mujeres en un pedestal. Eso no sucedió con M, pero había fallado como pareja romántica para alguien que significaba todo para mí, y eso era casi igual de malo. Pasé meses en la miseria en torno a M, volviéndome furtiva una vez más, escondiendo mi ropa nueva cuando llegaba por correo, presentándome solamente una o dos veces por semana a pesar del placer y la afirmación que eso me daba, tratando, de alguna obstinada manera, de tener ambas cosas. Mis episodios de disforia se vieron además teñidos por la idea de que era un hombre heterosexual fallido, y experimentaba una gran incomodidad en mi entorno social habitual, compuesto principalmente por parejas heterosexuales.

Pero aún tenía que reconocer que la disforia de género, en su sentido más general, explicaba unos cientos de misterios sobre mi personalidad. No me di cuenta de cuán incómoda estaba en mi cuerpo hasta que comencé la transición y de repente me sentí cómoda, esto sin referencia a las características sexuales primarias o secundarias. Había estado constreñida, sin equilibrio, susceptible, sin nunca saber cómo pararme o qué hacer con mis manos, porque inconscientemente me protegía de posturas y expresiones que podrían leerse como demasiado femeninas. No sabía cómo actuar como un hombre. Odiaba los deportes y las bromas sobre penes y beber cerveza y la forma en que los hombres hablaban de las mujeres; mi idea del infierno era una velada con un grupo de tipos.

A lo largo de los años, por la fuerza de la necesidad, creé una personalidad masculina que era taciturna, cerebral, un poco lejana, con algo de búho, posiblemente “peculiar”, acercándose mucho a lo asexual, a pesar de mis mejores intenciones. Estaba eternamente enferma de amor y solamente tuve un puñado de relaciones exitosas; tenía poco impulso priápico. Y siempre mantenía a la gente a distancia. Durante 14 años, M sirvió como mi escudo social. Le hice hacer todo lo relativo a ponerse en contacto con alguien, todo lo relativo a la elaboración de planes, porque en el fondo me aterrorizaba la gente, incluso los amigos cercanos de 40 o 50 años —confiar completamente en alguien era imposible, porque podría levantar mi cortina de hierro. Al final de la adolescencia, durante el periodo de mayor consumo de drogas de mi vida, tuve dos viajes intensamente malos con LSD. El primero, durante mi último año de secundaria, fue malo porque tenía miedo de ser transgénero, miedo de ser absorbida y de que nunca regresara. El segundo, durante mi primer año de universidad, se oscureció porque tenía miedo de que algo que dijera o hiciera revelara a las personas con las que viajaba que era transgénero.

En la primera semana de marzo, me revelé ante mi círculo íntimo, unas 20 personas. Todo el mundo me apoyó, aunque algunos estaban claramente amohinados; algunos siempre habían pensado que había algo extraño en mí; algunos juraron que habían estado cerca de adivinar la verdad; tres amigas escribieron que tenían lágrimas de felicidad en los ojos. Empecé a planear mi revelación en anillos cada vez más amplios: un segundo grupo de amigos, en mayo; la facultad y la administración de la universidad donde enseño, en julio; Instagram y el resto del mundo, en septiembre. En el camino, comencé a escuchar a personas a las que no había visto en décadas, quienes tal vez aprendieron sobre mi transición de tercera mano. Nadie me soltó ninguna tontería, aunque yo estaba totalmente preparada para ello. De alguna manera me encontré recibiendo una afirmación inesperada desde lugares inesperados.

Sí, soy binaria, pero eso se debe simplemente a la amalgama de culturas de la que vengo. Me he relajado mucho en un montón de cosas: he decidido no jugar con mi voz, que es mi instrumento; ya no uso sujetadores con relleno; uso poco maquillaje; no me interesa cómo me ven los transeúntes; no me preocupa que se equivoquen con mi género; no me importan especialmente los pronombres.

Ahora, después de nueve meses de terapia de reemplazo hormonal, puedo ver cambios significativos en mi cara y cuerpo, aunque los avistamientos pueden ser fugaces y no ser visibles para nadie más. La hermosa imagen que a veces veo en el espejo se deshace inmediatamente si trato de tomar una foto. Pero estoy mucho más feliz de lo que recuerdo haber sido, más centrada, muchas veces más sociable. Unos años antes de mi transición, me comprometí a vender mis papeles a la Biblioteca Pública de Nueva York y me di cuenta, vagamente, de que me estaba preparando para la muerte. Ahora quiero posponer el telón final el mayor tiempo posible.

No sé lo que significa ser mujer, por supuesto. Sí, soy binaria, pero eso se debe simplemente a la amalgama de culturas de la que vengo. Me he relajado mucho en un montón de cosas: he decidido no jugar con mi voz, que es mi instrumento; ya no uso sujetadores con relleno; uso poco maquillaje; no me interesa cómo me ven los transeúntes; no me preocupa que se equivoquen con mi género; no me importan especialmente los pronombres.

Algo de esto se debe a la influencia de mi “madre trans”, L, con quien he pasado mucho tiempo de calidad caminando por las calles públicas y siendo visible en lugares públicos. L, de 24 años, de alguna manera ha adquirido una sabiduría mucho más allá de su edad. Está tan aburrida como yo con “el discurso” que aqueja a la comunidad trans, sus asfixiantes reglas del lenguaje, su micro-territorialidad, sus trivialidades insípidas. Nos damos cuenta de que estamos volando hacia lo desconocido, que cuanto más aprendemos más nos damos cuenta de que no sabemos, que el género es una concatenación de factores físicos, mentales, emocionales y culturales que nunca dominaremos, porque nadie lo hace.

La mayor parte del tiempo me siento normal en mi nueva identidad. Paseo al perro, voy a la ferretería y al supermercado (las mascarillas del covid ayudan en las circunstancias más difíciles), doy clases, tomo el tren o el autobús, salgo a cenar con amigos, doy conferencias públicas, todo sin miedo. La crisis existencial que temía por mi dependencia de una peluca (la calvicie de patrón masculino ha diezmado mi cabeza desde que tenía 17 años, cuando pensaba que era un castigo divino para mis anhelos) no sucedió. No puedo dormir ni ducharme con la peluca, pero aparte de eso, simplemente se ha convertido en mi cabello. Por lo general estoy en paz, remendando mis penas y aterrándome con mis miedos, aunque de vez en cuando me paraliza la profunda extrañeza de todo esto. Aquí estoy a los 67 años, emprendiendo algo enorme que debería haberse hecho hace décadas. Ciertos cambios son superficiales, pero otros son metafísicos. Al principio de mi transición sentí agudamente este cambio de marea. Experimenté asombro y pavor; pasé días enteros literalmente temblando. Ahora soy consciente de que vivo, como todos, en una nube de desconocimiento, donde las certezas se desmoronan y las categorías se vuelven líquidas. Ninguno de nosotros sabe nada realmente, sino de manera provisional. Ahora, como dijo Lou Reed, “me he liberado / para encontrar una nueva ilusión”.

 

Ilustración de portada: Paola Irazábal.

 

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Artículo aparecido en la revista Vanity Fair, en enero de 2022. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

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