La deuda jurídica

Desde el mismo día del Golpe hubo víctimas de delitos que invariablemente han tenido un solo reclamo: justicia. Cincuenta años después, cabe constatar que como sociedad no hemos satisfecho ese clamor, lo que ha llevado a nuevas violaciones de derechos, esta vez por la demora o falta de investigación u otra clase de acción estatal ante las violaciones de derechos humanos originalmente cometidas. La infatigable labor en tribunales de quienes han empuñado el derecho como su instrumento de lucha es, en sí misma, una lección de civilización contra la barbarie.

por Claudia Cárdenas Aravena I 11 Septiembre 2023

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En mayo de este año se conoció que un 36% de quienes respondieron la encuesta CERC-MORI estimó que las Fuerzas Armadas “tenían razón para dar el golpe de Estado”. Eso implicaría un aumento de 20 puntos en 10 años. Si bien la encuesta pregunta por el golpe de Estado y no por los crímenes cometidos al amparo de la dictadura, parece artificial el ejercicio de separar quirúrgicamente lo uno de lo otro, sobre todo porque el horror del abuso de la fuerza estatal para cometer delitos de manera sistemática se comenzó a vivir desde el mismo 11 de septiembre, lo mismo que la política de establecer un nuevo orden por la fuerza se evidenció también desde el primer día. Esa política dio un trasfondo común a los crímenes, según ha quedado establecido en múltiples resoluciones judiciales que entienden que los crímenes cometidos son, además de delitos según el derecho interno, también crímenes de lesa humanidad.

Desde el mismo día del Golpe hubo víctimas de delitos que invariablemente han tenido un solo reclamo: justicia. Cincuenta años después, cabe constatar que como sociedad no hemos satisfecho ese clamor, lo que ha llevado a nuevas violaciones de derechos, esta vez por la demora o falta de investigación u otra clase de acción estatal ante las violaciones de derechos humanos originalmente cometidas.

En ese escenario, resulta impresionante la resiliencia de las víctimas, verlas permanentemente buscando justicia, con las herramientas del Estado de Derecho, en los tribunales chilenos o persiguiendo la responsabilidad del Estado. A su vez, en procesos internacionales que no suelen recibir tanta cobertura mediática como aquellos en los que Chile se enfrenta a otro país, el Estado de Chile ha litigado varias veces contra las víctimas de su represión, perdiendo hasta ahora en todos los casos (Almonacid Arellano y otros vs. Chile, García Lucero y otros vs. Chile, Maldonado Vargas y otros vs. Chile, Órdenes Guerra y otros vs. Chile). Está pendiente de resolución Vega González y otros vs. Chile, cuyos alegatos tuvieron lugar en febrero pasado. Mediante las resoluciones en estos procesos se comprueba que, lamentablemente, la deficiente acción del Estado en su conjunto ha producido, a lo largo de los años, nuevas violaciones de derechos.

El hecho de que las víctimas de los crímenes de la dictadura sigan clamando por justicia en distintos escenarios (en la justicia penal, en la justicia civil, ante tribunales internacionales), que en ocasiones he notado se percibe como su incapacidad de hacer un cierre, es en realidad fruto de nuestra incapacidad como sociedad para brindarles un mínimo de justicia.

En procesos internacionales que no suelen recibir tanta cobertura mediática como aquellos en los que Chile se enfrenta a otro país, el Estado de Chile ha litigado varias veces contra las víctimas de su represión, perdiendo hasta ahora en todos los casos (Almonacid Arellano y otros vs. Chile, García Lucero y otros vs. Chile, Maldonado Vargas y otros vs. Chile, Órdenes Guerra y otros vs. Chile). Está pendiente de resolución Vega González y otros vs. Chile, cuyos alegatos tuvieron lugar en febrero pasado. Mediante las resoluciones en estos procesos se comprueba que, lamentablemente, la deficiente acción del Estado en su conjunto ha producido, a lo largo de los años, nuevas violaciones de derechos.

Al día de hoy, la mayoría de las víctimas de delitos graves (homicidios, secuestros, tormentos) cometidos como parte del ataque contra la población civil, reconocidas en su calidad de tales por el Estado de Chile a partir de los informes de las comisiones Rettig y Valech, no cuentan con una sentencia firme que dé cuenta de una investigación adecuada y establezca las responsabilidades penales del caso. El Estado ha reconocido más de 40.000 víctimas directas de esta clase de delitos, cometidos sistemáticamente: 3.216 personas forzadamente desaparecidas y ejecutadas políticas, y 38.254 personas que fueron sujeto pasivo de tortura y/o prisión política. De esos casos, de acuerdo con el Informe Anual de Derechos Humanos de la UDP en el año 2021, solo en una minoría de casos existía una sentencia penal firme. Se habían concluido con sentencias definitivas procesos penales por un 26,75% de las personas reconocidas actualmente por el Estado como desaparecidas o ejecutadas, mientras que de las personas reconocidas como víctimas de los demás delitos, el porcentaje es dramáticamente menor. Por cierto, en los años transcurridos desde 2021 hubo una serie de nuevas sentencias, pero no alcanzan a revertir el hecho de que la amplia mayoría de los casos no cuentan aún con una sentencia firme.

¿Por qué el Estado, en 30 años, no ha encontrado los recursos suficientes para completar la investigación exhaustiva, al menos en los casos de las víctimas que ha reconocido? Claramente, hemos tenido otras prioridades. Se ha recordado a las víctimas en ocasiones puntuales, pero no solo no hemos priorizado la justicia, sino que tampoco valoramos adecuadamente el valioso aporte que su incansable labor ha logrado para nuestra sociedad: dar testimonio de que es posible buscar respuestas civilizadas ante el horror.

En tiempos de campante punitivismo y populismo —también en lo penal—, las víctimas de estos delitos, los más graves que conoce el ordenamiento jurídico nacional e internacional, solo han buscado que el Estado declare la responsabilidad penal de quienes corresponda y que aplique penas acordes a la gravedad del delito, de acuerdo a lo previsto en el derecho penal patrio vigente a la época de los hechos.

Se trata de personas que sufrieron lo indecible por actos cometidos en promoción de una política estatal que perseguía deshacerse no solo de opositores ideológicos, sino de todas aquellas personas que estorbaran por no ser funcionales al nuevo modelo, al nuevo Chile. Sufrir prisión política, tortura, que un familiar desaparezca o sea ejecutado, son dolores difícilmente imaginables para quienes no los hemos sentido en carne propia. A esto ha seguido la negación de los delitos (a saber, la declaración “no hay tales detenidos desaparecidos”); una vez que fue imposible negarlos, la negación de su sistematicidad (utilizando el término “excesos” para referirse a las torturas); el procurar evitar a toda costa el castigo (por ejemplo, el boinazo como señal de que no se permitiría el desfile de militares por los tribunales); los presagios de caos total del sector político que apoyó la dictadura, si el régimen llegaba a cambiar (en un capítulo más de su perenne campaña del terror); el presentarlos como algo del pasado, por lo que se preocupan personas resentidas e incapaces de mirar al futuro.

El Estado ha reconocido más de 40.000 víctimas directas de esta clase de delitos, cometidos sistemáticamente: 3.216 personas forzadamente desaparecidas y ejecutadas políticas, y 38.254 personas que fueron sujeto pasivo de tortura y/o prisión política. De esos casos, de acuerdo con el Informe Anual de Derechos Humanos de la UDP en el año 2021, solo en una minoría de casos existía una sentencia penal firme.

Infelizmente, se produce un dé vécu si se observa la reacción pública del mismo sector respecto de los delitos durante el estallido social a partir de octubre de 2019: de nuevo se dice que no existe (esta vez la ceguera); de nuevo se niega la sistematicidad (a pesar de que los entes públicos espontáneamente publicaron informes diarios de la gran cantidad de denuncias a nivel nacional); se habla, en cambio, de “excesos” y se procura evitar el castigo (políticos del mismo sector piden “tomar medidas” contra una fiscal, “dar herramientas” a las policías mediante normas que garanticen su impunidad)… en fin, el set de herramientas que se empleó estaba guardado en su caja, listo para volver a ser empleado.

Un argumento que suelen repetir las defensas de las personas a quienes se les imputan crímenes motivados políticamente es que quienes los cometen —en general, buenos vecinos, padres de familia— solo actuaron en circunstancias extraordinarias y que no es previsible que se repitan, por lo que no es necesario el castigo. Pero la historia se encarga de mostrarnos que no es así. Antes bien, la comisión sistemática de crímenes por el aparato estatal va impactando en culturas institucionales, que pueden quedar en estado de latencia, pero subsisten y vuelven a emerger.

A todo el despliegue comunicacional y a otras manifestaciones de poder se ven enfrentadas permanentemente las víctimas y sus abogados y abogadas. De no ser por su infatigable labor, no tendríamos procesos ni condenas por crímenes de la dictadura. Hoy tenemos cientos de ellos, lo que comparativamente con lo ocurrido en otros Estados parece mucho, pero —lo recalco— es solo un porcentaje menor de los casos reconocidos por el propio Estado.

Quiero insistir en relevar a quienes, ante la injusticia y el crimen organizado con mayúsculas, empuñaron valientemente las armas del derecho, abriendo posibilidades de dar pasos hacia un Estado de Derecho mediante argumentos jurídicos. Lamentablemente, su clamor no ha podido cesar porque la injusticia no ha cesado. Su incansable lucha no solo incide en cada una de sus causas, sino que también ha dado a la sociedad en su conjunto una lección de civilización contra la barbarie.

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