Durante la pandemia, el filósofo italiano ha escrito una serie de columnas para la página de la editorial Quodlibet, las cuales fueron publicadas anteriormente por nuestra revista en dos entregas. Ahora reproducimos uno de sus textos más profundos y punzantes, donde Agamben intenta establecer las características esenciales de esta fe con la cual comenzamos a lidiar de manera creciente: la ciencia, y en particular la medicina, que hoy más que nunca se ha erigido por sobre las otras dos religiones modernas: el cristianismo y el capitalismo.
por Giorgio Agamben I 9 Septiembre 2020
Que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, aquello en lo que los hombres creen que creen, es ya desde hace tiempo evidente. En el Occidente moderno, han cohabitado y hasta cierto punto todavía coexisten tres grandes sistemas de creencias: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia. En la historia de la modernidad, estas tres “religiones” necesariamente se han cruzado una y otra vez, entrando de vez en cuando en conflicto y luego reconciliándose de varias maneras, hasta alcanzar progresivamente una especie de convivencia pacífica y articulada, si no una verdadera y apropiada colaboración en nombre del interés común.
El hecho nuevo es que entre la ciencia y las otras dos religiones, sin que nos percatáramos, se ha reavivado un conflicto subterráneo e implacable, cuyos resultados victoriosos para la ciencia están ahora ante nuestros ojos y determinan de manera sin precedente todos los aspectos de nuestra existencia. Este conflicto no concierne, como sucedía en el pasado, a la teoría y a los principios generales, sino, por así decirlo, a la práctica cultural. Incluso la ciencia, de hecho, como toda religión, conoce diferentes formas y niveles a través de los cuales organiza y ordena su propia estructura: a la elaboración de una dogmática sutil y rigurosa corresponde en la práctica una esfera cultural extremadamente amplia y extendida, que coincide con lo que llamamos tecnología.
No sorprende que el protagonista de esta nueva guerra religiosa sea aquella parte de la ciencia donde la dogmática es menos rigurosa y más fuerte el aspecto pragmático: la medicina, cuyo objeto inmediato es el cuerpo vivo de los seres humanos. Tratemos de establecer las características esenciales de esta fe victoriosa con la cual tendremos que lidiar de manera creciente.
1) La primera característica es que la medicina, como el capitalismo, no necesita de una dogmática especial, sino que se limita a tomar prestados de la biología sus conceptos fundamentales. A diferencia de la biología, sin embargo, articula estos conceptos en un sentido gnóstico–maniqueo, es decir, según una exasperada oposición dualista. Existe un dios o un principio maligno, la enfermedad precisamente, cuyos agentes específicos son las bacterias y los virus, y un dios o un principio benéfico, que no es la salud, sino la curación, cuyos agentes de culto son los médicos y la terapia. Como en toda fe gnóstica, los dos principios están claramente separados, pero en la práctica pueden contaminarse y el principio benéfico y el médico que lo representa pueden equivocarse y colaborar de manera inconsciente con su enemigo, sin que esto invalide de ninguna manera la realidad del dualismo y la necesidad del culto a través del cual el principio benéfico libra su batalla. Y es significativo que los teólogos que deben fijar la estrategia sean los representantes de una ciencia, la virología, que no tiene un lugar propio, sino que se encuentra en la frontera entre la biología y la medicina.
2) Si esta práctica de culto era hasta ahora, como toda liturgia, episódica y limitada en el tiempo, por el inesperado fenómeno al que estamos asistiendo es que ella se ha vuelto permanente y ubicua. Ya no se trata de tomar medicamentos o de someterse cuando es necesario a un examen médico o a una intervención quirúrgica: la vida entera de los seres humanos debe convertirse en todo momento en el lugar de una celebración de culto ininterrumpida. El enemigo, el virus, está siempre presente y debe ser combatido de manera incesante y sin tregua posible. También la religión cristiana conoció tendencias totalitarias similares, pero se referían solo a algunos individuos –en particular a los monjes–, quienes eligieron poner toda su existencia bajo la consigna “orar incesantemente”. La medicina como religión recoge este precepto paulino y, al mismo tiempo, lo revierte: donde los monjes se reunían en conventos para rezar juntos, ahora el culto debe ser practicado con la misma asiduidad, pero manteniéndose separados y a distancia.
3) La práctica del culto ya no es libre y voluntaria, expuesta únicamente a sanciones de orden espiritual, sino que debe hacerse normativamente obligatoria. La colusión entre religión y poder profano, por cierto, no es un hecho nuevo; es del todo nuevo, sin embargo, que ya no concierne a la profesión de los dogmas, como era el caso de las herejías, sino exclusivamente a la celebración del culto. El poder profano debe vigilar que la liturgia de la religión médica, que ahora coincide con la vida entera, sea puntualmente observada en los hechos. Que se trate aquí de una práctica de culto y no una exigencia científica racional es inmediatamente evidente. La causa de mortalidad más frecuente en nuestro país son, con mucho, las enfermedades cardiovasculares, y se sabe que podrían disminuir si se practicara un estilo de vida más saludable y se siguiera una alimentación particular. Pero a ningún médico se le había ocurrido que esta forma de vida y de alimentación que aconsejaban a los pacientes, se convertiría en objeto de una regulación jurídica, que decretaría ex lege qué se debe comer y cómo se debe vivir, transformando toda la existencia en una obligación sanitaria. Es precisamente esto lo que se ha hecho y, al menos por ahora, la gente ha aceptado, como si fuese obvio, renunciar a la propia libertad de movimiento, al trabajo, a las amistades, a los amores, a las relaciones sociales, a sus propias convicciones religiosas y políticas.
Aquí medimos cómo las otras dos religiones de Occidente, la religión de Cristo y la religión del dinero, han cedido la primacía, aparentemente sin combatir, a la medicina y a la ciencia. La Iglesia ha renegado pura y simplemente de sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre tomó el actual pontífice abrazaba a los leprosos, que una de las obras de la misericordia era visitar a los enfermos, que los sacramentos solo pueden administrarse en presencia. El capitalismo, por su parte, aunque con alguna protesta, ha aceptado pérdidas de productividad que nunca se había atrevido siquiera a considerar, probablemente con la esperanza de encontrar después un acuerdo con la nueva religión, que en este punto parece dispuesta a transigir.
4) La religión médica ha recogido del cristianismo sin ninguna reserva la instancia escatológica que este había dejado caer. Ya el capitalismo, secularizando el paradigma teológico de la salvación, había eliminado la idea de un fin de los tiempos, sustituyéndola por un estado de crisis permanente, sin redención ni final. Krisis es en su origen un concepto médico, que designaba en el corpus hipocrático el momento en que el médico decidía si el paciente sobreviviría a la enfermedad. Los teólogos han tomado el término para indicar el Juicio final que tiene lugar en el último día. Si se observa el estado de excepción que estamos viviendo, se diría que la religión médica combina la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana de un tiempo último, de un eschaton en el que la decisión extrema está siempre en curso y el fin es al mismo tiempo precipitado y dilatado, en un intento incesante de poder gobernarlo, pero sin resolverlo de una vez por todas. Es la religión de un mundo que se siente llegando al final y, sin embargo, no puede, como el médico hipocrático, decidir si sobrevivirá o morirá.
5) Como el capitalismo y a diferencia del cristianismo, la religión médica no ofrece perspectivas de salvación y redención. Por el contrario, la curación que busca no puede ser sino provisoria, desde el momento que el Dios malvado, el virus, no puede eliminarse de una vez por todas, más bien muta continuamente y asume siempre nuevas formas, presumiblemente más riesgosas. La epidemia, como la etimología del término sugiere (demos es, en griego, el pueblo como cuerpo político y polemos epidemios es en Homero el nombre de la guerra civil), es sobre todo un concepto político, que se apresta a convertirse en el nuevo terreno de la política –o de la no política– mundial. Es posible, de hecho, que la epidemia que estamos viviendo sea la realización de la guerra civil mundial que, según los politólogos más atentos, ha tomado el lugar de las guerras mundiales tradicionales. Todas las naciones y todos los pueblos están ahora en guerra duradera consigo mismos, porque el enemigo invisible e inasible con el que estamos luchando está dentro de nosotros.
Como ha sucedido muchas veces en el curso de la historia, los filósofos nuevamente deberán entrar en conflicto con la religión, que no es más el cristianismo, sino la ciencia o esa parte de ella que ha asumido la forma de una religión. No sé si las hogueras volverán a encenderse y los libros se incluirán en el Índice, pero ciertamente el pensamiento de aquellos que continúan buscando la verdad y rechazan la mentira dominante será, como ya está sucediendo ante nuestros ojos, excluido y acusado de difundir noticias (noticias, no ideas, ¡porque las noticias son más importantes que la realidad!) falsas. Como en todos los momentos de emergencia, real o simulada, se volverá a ver a los ignorantes calumniando a los filósofos y a los canallas intentando sacar provecho de las desgracias que ellos mismos han provocado. Todo esto ya ha sucedido y continuará sucediendo, pero aquellos que dan testimonio de la verdad no dejarán de hacerlo, porque nadie puede dar testimonio por el testigo.
Este texto fue publicado el 2 de mayo en la columna “Una voz”, de la página de la editorial italiana Quodlibet, y se reproduce con la autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.