A propósito de su último libro, El informe: trabajo intelectual y tristeza burocrática, la ensayista se refiere en esta entrevista a un nuevo tipo de precariedad ya no solo material, sino también vital, a la que los trabajadores en el ámbito de las humanidades y la cultura se verían expuestos, con tareas que poco tienen que ver con el núcleo creativo que les apasiona y sí con modelos algorítmicos que, en vez de facilitarles la vida, les quitarían esos tiempos de extrañamiento para formular preguntas esenciales. “Esas sombras —sugiere— son necesarias para hacer el mundo pensativo por nosotros mismos, sin delegarlo todo al buscador, a la IA o en quien acumula los números más altos”.
por Juan Íñigo Ibáñez I 28 Febrero 2025
¿Qué sentirían Bartleby o Kafka al verse sumidos en entornos laborales en que los trabajadores son tanto gestores como administradores de sí mismos, evaluadores además de evaluados por otros? En su momento, ambos podían, al menos, evadirse del sofoco administrativo o fabril recluyéndose en sus casas, sin temer recibir un mensaje de WhatsApp de último minuto. Pero si lo kafkiano fue metáfora del pesimismo burocrático, del spleen que trajo consigo la modernidad, ¿quién puede hoy decir “preferiría no hacerlo”?
Sin quedarse en la mera queja, y explorando diversos horizontes de sentido, Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) lo intenta y lo logra en El informe, un ensayo con claro afán poético que, quizá por estar en clave autoficcional, logra capturar la atmósfera laboral de nuestro capitalismo tardío, esa que, por la inercia aceleradora de lo cotidiano, solemos pasar por alto.
La “tristeza administrativa” sería hoy, para esta científica titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España, la contracara de la creciente polivalencia de trabajadores creativos empujados a realizar una serie de tareas de autogestión —como la “presencia en redes”—, o a hacer un sinnúmero de capacitaciones —generalmente inútiles— para captar fondos, y luego proceder a su rendición.
Estaríamos, entonces, “creando apariencia de sentido, porque lo hecho forma parte del trámite”, en vez de enfocarnos en hacer las cosas bien.
Aunque no solo de la burocracia procede este nuevo tedio sino que, especialmente, de todos esos quehaceres ajenos al núcleo creativo que nos mueve, llenándonos la vida y la casa de tiempos vacíos, a la espera de un futuro siempre aplazado, sumiéndonos en un continuo “para cuando tenga tiempo”.
Aun así, la relevancia de limpiar vida y trabajos creativos de autogestión administrativa y burocracia inútil no se cifra solo en que las humanidades le aporten valor o espesor cultural a nuestras sociedades. Para la autora, estas disciplinas serían una especie de cortafuegos ante el progresivo avance de criterios algorítmicos o meramente acumulativos, que buscan reducir esferas completas del saber a lo cuantificable, proporcionando así, en su mejor vertiente, un territorio (todavía) seguro para los matices, lo complejo, lo difícilmente narrable.
Postula que vivimos un nuevo tipo de precariedad ya no solo material, sino vital. ¿De qué forma los criterios burocráticos contribuyen a acrecentar la desafección hacia lo que hacemos?
Una vida precaria es una vida fácilmente descartable, automatizada y privada de emancipación. Desde mi ensayo Frágiles vengo hablando de cómo la tecnología ha fusionado, en una suerte de vidas-trabajo, nuestros días, de manera que lo vamos arrastrando allí donde estemos conectados con nuestra tecnología. Desdibujar los tiempos propios es un gran problema para las personas. Y es en ese sucedáneo que ahora vivimos en casa, pero sucumbiendo a nuestro trabajo a cada rato. Ciertamente, si esos tiempos que cedemos fueran siempre de concentración para nuestro mejor trabajo y fueran voluntarios, la situación diferiría. Pero lo que se agrava es la necesitad de trabajar para planificar y gestionar la multitud de labores administrativas y tareas de comunicación que se desprenden de la mediación tecnológica.
¿Por ejemplo?
La actualización constante de méritos en diferentes plataformas, el encadenamiento de concursos periódicos para seguir trabajando o la mediación administrativa que busca registro y control, alentando la desconfianza social y propia, como si a cada trámite absurdo se nos recordara, en todo momento, “sois poco fiables”.
En El informe empatiza con el funcionario público, esa persona, generalmente mujer, sobre quien suele recaer todo el peso por la ineficiencia del sistema. Pero, ¿qué hay sobre el burócrata de la cultura, esa especialidad relativamente reciente dedicada a revisar formularios en instancias concursables o a mediar entre “las audiencias” y los gobiernos? ¿Cómo ve la relación entre la cultura y el Estado?
Esta relación claramente depende del tipo de gobierno. No es lo mismo conocer y apreciar la cultura sinceramente, por formación o por experiencia, que asumirla como una parcela ornamental desde criterios regidos por la productividad y la eficacia. Es bajo modelos de desconocimiento y prejuicio de la cultura que se alienta esa desconfianza en el gasto cultural, una desconfianza que aumenta la burocracia y el trabajo de control sobre el trabajo creativo. Ningún médico, ningún banquero, ningún político, resistiría el nivel de presión administrativa que se proyecta sobre la cultura, limitando su desarrollo y precarizando el sector.
¿Cuáles son las consecuencias éticas de incurrir en un “hacer por hacer” en el ámbito de las humanidades?
Los trabajos intelectuales no pueden hacerse como algo mecánico. Hacer bien implica necesariamente concentración, conciencia como sujeto. Si caemos o se nos empuja a un “hacer por hacer”, las consecuencias éticas hablarían de deshumanización, de un hacer despojado de sujeto y, por tanto, de ese posible valor —crítico, docente, reflexivo, estético, investigador, creativo, humanista— que esperamos y necesitamos de las humanidades. Si caemos en un “hacer de cualquier manera”, el resultado es una cultura envasada en la impostura, en una pose que crea apariencia y no sentido.
En relación con el auge de narrativas que difunden el cuidado de “uno mismo”, ¿qué opina de la emergencia de filosofías como el estoicismo y de la manera en que las nuevas generaciones las adoptan?, ¿Ve algo valioso en ellas o, acaso, apuntarán más bien a autooptimizarnos?
El tecnoliberalismo es experto en rentabilizar todo cuanto toca y claro que se vale de estas filosofías para distorsionarlas y seguir enfatizando el culto y la centralidad del “uno mismo”. Si desde el estoicismo se promueve vivir de manera imperturbable, con autodisciplina, las redes, movidas bajo fuerzas monetarias, ya se ocupan de sacar partido a su conversión en modos estratégicos para superar la ansiedad que ellas mismas provocan. No obstante, es un tema complejo, pues los jóvenes hoy se encuentran ante un bombardeo de propuestas, dinámicas o incluso inercias que desencadenan desesperanza y pérdida de motivación por un futuro con escasos lazos comunitarios. De manera que, bajo determinado punto de vista, es comprensible que se busquen maneras de sobrevivir y adaptarnos.
¿Podremos resguardar el valor de las humanidades ante el avance de la racionalidad técnica, pero sin volver a una visión romántica del arte?
Pienso que las visiones románticas han podido interesar a determinadas élites culturales que deseaban defender la exclusividad del arte, el arte como algo reservado a unos pocos. A mí me interesa desmontar esta idea. Me parece que la singularidad de nuestro tiempo es que, con el avance de la tecnología, la cultura y el arte se hacen accesibles —o debieran— a todos, tanto su formación y producción como su recepción y disfrute. Es por ello que me interesa estudiar la cultura “como trabajo” y que, al hacerlo, estemos dispuestos a sacrificar algunas idealizaciones en beneficio de lograr derechos laborales para artistas y trabajadores de la cultura, aunque sé que es un desafío que precisa abordar la complejidad del asunto sin oscilar hacia fórmulas simplificadoras.
La palabra o expresión del 2024, según el Oxford English Dictionary, fue brain rot, que alude al deterioro cognitivo por consumo excesivo de contenido de baja calidad en internet. ¿Tendrá eso algo que ver con la creciente incapacidad de discriminación crítica que, según algunos autores, impide distinguir la verdad de la mentira, lo relevante de lo banal, lo esencial de lo frívolo?
Tiene muchísimo que ver. Hay una lógica de precariedad que alimenta nuestro mundo mediado por pantallas y que nos pasa tan desapercibida que inquieta. El exceso que caracteriza la red es hoy mayoritariamente ruido. Así como se nos hace más accesible la comida rápida y de mala calidad, conectados se consume también de manera rápida y excesiva, superficialmente. Hemos perdido los tiempos de extrañamiento necesarios para preguntarnos por las cosas, esas sombras necesarias —que suelen venir del trabajo humanístico— para hacer el mundo pensativo por nosotros mismos, sin delegarlo todo en el buscador, en la IA o en quien acumula los números más altos. El deterioro cognitivo es un efecto concreto que alerta de unas inercias preocupantes. Ante ellas, urge frenar y desviarse, desconectar, recuperar vínculos comunitarios, mundo material, recobrar o comenzar a pensar/hacer con valor y sentido.
¿Cuál es hoy, a su juicio, el centro de nuestro malestar en la cultura?
Freud ya apuntaba a la contradicción implícita de culpar (a la cultura) de la ansiedad que sufrimos, cuando ella misma también nos proporciona avances que nos ayudan a afrontar sufrimientos y limitaciones que, en otro tiempo, nos habrían matado. En su análisis, diferenciaba entre el sufrimiento proveniente de la naturaleza o de nuestro propio cuerpo, del que venía de la forma en que se regulaban las relaciones humanas. Pienso que el grado de sofisticación que la humanidad ha adquirido, asociado al avance de la racionalidad técnica y al poder que hoy tienen las tecnologías vigentes y en proceso, han despertado desde hace décadas una suerte de esperanzas y expectativas de emancipación y mejora social que vienen ahora acompañadas de frustración y malestar. No es trivial el desasosiego generado por la deriva de estas tecnologías, por el efecto de las formas en las que vivimos, por cómo la información se nos hace ruido y nos sepulta, por cómo la aceleración productiva calienta y enferma el planeta, pero también, muy especialmente, porque quienes están rentabilizando los cambios tecnológicos son los que ya acumulaban más poder y riqueza. De forma que, bajo una panorámica general, sentimos que el mundo no es mejor que antes.
Ante eso, ¿qué hacer?
Mi sensación es que esta conciencia no tiene por qué ser negativa y paralizadora, sino impulso para probar y experimentar cambios, alianzas y refuerzos comunitarios, crítica, imaginación, especulación, fortalecimiento de la cultura material y desconectada, justo esas prácticas y modos que caracterizan nuestro trabajo creativo y cultural.
El informe: trabajo intelectual y tristeza burocrática, Remedios Zafra, Anagrama, 2024, 208 páginas, $24.000.