por Federico Galende I 6 Marzo 2025
Está esa última escena de Down by Law, la película que Jim Jarmusch estrenó en 1986: Tom Waits y John Lurie acaban de huir con un tercer compañero de una prisión, en la que habían sido encerrados injustamente. Atraviesan las aguas cremosas de los pantanos que rodean el Misisipi, dejan a este tercer compañero en casa de una campesina, de la que se enamora, y caminan como dos forajidos por una calle polvorienta y deshabitada. Lo hacen con la rudeza fingida de los vaqueros, mascando chicle, mirándose las botas, trazando una incómoda laguna de silencio en medio de la procesión. El problema es que han llegado al final del camino; están parados frente a la punta de diamante que lo divide en dos y deben continuar cada uno por su lado. A lo mejor se quieren, a lo mejor no; es imposible saberlo, porque ellos jamás se lo confesarían. Entonces vacilan, se enredan, dudan, pero al final hacen lo que tienen que hacer: se destinan unas frases mordidas, entre inaudibles y monosilábicas, se intercambian las chaquetas, amagan con un saludo que no se desencadena y se alejan de la cámara cada uno por un camino. Ha llegado el momento de despedirse, eso es todo.
Dicen que cuando había perdido ya todas sus fuerzas, sus ganas de vivir, el mítico indio Gerónimo pronunció una frase parecida ante el general del ejército de los Estados Unidos frente al que se rindió: “Antes me movía como el viento, ahora me rindo y eso es todo”. Esto sucedió hace mucho tiempo en el Cañón de los Embudos, digamos que 100 años antes, y curiosamente a unos pocos kilómetros de distancia del paraje en el que Waits y Lurie se miran como si estuvieran en una pintura de Hopper o en un retrato de Robert Frank, sumidos en esos ademanes introspectivos que la sobredimensión del espacio devora.
Menciono esto porque la frase de Gerónimo, conmovedora por la forma en que asume los resplandores de una paradójica fuerza débil, da título a una novela enorme del escritor Álvaro Enrigue. Todo parece indicar que también él está dispuesto a rendirse. Lleva varios años en Nueva York investigando la resistencia de los Apaches, con un énfasis particular en el último jefe de la tribu, y ha tomado la decisión de comunicar a su pareja que se trasladará durante una larga temporada a concluir su trabajo en el suroeste del país. ¿Unas semanas? ¿Un par de meses? No, dos años, tres años, quizá más. En fin, se trata de una despedida encubierta, de un adiós matizado. No nos enteraríamos de que fue siquiera expresada si nos limitáramos a leer Ahora me rindo y eso es todo, el título más que elocuente de la novela de Enrigue; para entender el asunto necesitamos de un complemento.
Y el complemento lo aporta Desierto sonoro, de Valeria Luiselli, una novela preciosa, que tiene tantas páginas como la de él y que fue desarrollada durante la misma época. Esto se debe a que también ella es escritora, también ella investiga, también ella viaja de un lado a otro, como él, grabando sonidos errantes en las zonas más inhóspitas del planeta. De hecho, se conocieron así, recogiendo sonidos, recuperando los rumores insondables del desierto. Allí se enamoraron, siguieron, vinieron los desplazamientos, dos hijos, un piso en el Bronx, una familia. Hasta hace muy poco, antes de que cada uno novelara su versión de los hechos, lo compartían prácticamente todo, no solo la casa y los hijos, sino también las veladas con los amigos, los congresos de escritores, la biblioteca, la cama, la presentación eventual de un libro, las botellas descorchadas al atardecer, el pan tibio de la mañana, un trago en la terraza, con los niños durmiendo y ellos dos abrazados bajo la luna. Pero todo se terminó; él quiere marcharse a las tierras de Cochise, de los chiricahuas, de las fábulas que animaban sus remotas noches de infancia; ella quiere quedarse en Nueva York, sabe que no hay vuelta atrás, pero posee la sequedad de los personajes de Jarmusch: bajo ningún motivo va a señalarle que todavía lo necesita.
Como sea, falta un poco para el fin. Emprenden un viaje juntos, con los dos pequeños ocupando el asiento trasero del coche. Es un viaje bastante largo, incluso para un road movie, aunque plenamente justificado si lo que se pretende es diferir todo lo que se pueda el momento de la despedida. Si van a separarse, que sea en esa tierra yerma y desarbolada que rodea la masa pedregosa que crece entre los desiertos de Arizona y Sonora, en esa línea imprecisa que comparten los territorios de México y Estados Unidos. Allí no hay dónde esconderse, a pesar de que es la tierra que se tragó a Gerónimo, la tierra que se tragó los consuelos y que se sigue tragando, todos los días y de manera perseverante, a centenares de niños desamparados que viajan sin papeles en los techos desnudos de los trenes de noche.
Ella lo sabe muy bien, porque desde hace un tiempo se ha vuelto una experta en el tema, porque en realidad este es su tema, y nunca deja pasar un día sin armar interminables rompecabezas con las huellas que dejan los menores indocumentados que se extravían en la frontera. Él, en cambio, no entiende tanto, pero en esas praderas calcinadas por el sol, silencioso confín de las vidas borradas de todos los mapas, hay un imán misterioso, un fuego, un desafío. Y él quiere ir en esa dirección. Entonces no queda más que cerrar el piso del Bronx, comprar un coche, hacer las maletas, cargar a los niños. Y salir con una pila de archivos y de micrófonos y de equipos de audio cargados en el portaequipajes, rumbo a Arizona.
Es un viaje en ralentí hacia el punto de succión que los convertirá en partículas sueltas, un viaje de despedida, con detenciones en los parajes más insólitos, moteles destartalados, cabañas ominosas, posadas asediadas por espectros, bares con barras de tejanos colorados que giran al unísono sus cogotes para observarlos. Ella analiza las rutas, pone música, comenta las noticias; él maneja, la vista perdida en las líneas monótonas de la carretera. Solo los niños quieren llegar, aunque más no sea para romper el tajo de silencio que sus padres han sembrado en las butacas delanteras del coche.
Pero al final, el viaje lo es todo, al punto de que termina absorbiendo los temas sobre los que las novelas supuestamente iban a tratar. Al final, lo único que se puede contar, como en Musil, como en Levrero, es que la historia que aquí se iba a contar ya no será contada. De modo que lo que queda es esta mónada encapsulada navegando por el desierto, de la que ya no se puede salir sin extraviarse para la eternidad en el espacio. Tal vez ella cumpla con la promesa de regresar en un vuelo a Nueva York apenas el viaje termine, pero por el momento pone a todo volumen un tema de David Bowie, Space Oddity. Todos lo quieren escuchar, ojalá una y otra vez, ojalá el viaje nunca termine para que solo se escuche ese tema. “Aquí Ground Control llamando a Major Tom, ¿me escuchas? ¿Puedes escucharme Major Tom?”.