Los dos Carlos

“Lo de Leppe admitía ser analizado bajo el ángulo de una protesta desesperanzada, con aterrizajes similares al del payaso que exhibe en el suelo las penitencias de la encarnación. En cambio, en Caszely el protagonismo lo tenía la ingravidez, su capacidad para devolverle al desconsolado pueblo de Chile una pequeña alegría, volando al interior de un metro cuadrado”.

por Federico Galende I 30 Septiembre 2023

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El golpe de Estado de 1973, cuyos 50 años conmemoramos, puso una lápida definitiva sobre el doble papel que habían tenido hasta ese momento los cuerpos: el de ser, por un lado, el gozoso leno vital que cada quien sumaba a una multitud encendida y el de aspirar, por el otro, a una cierta contención del estilo o la forma que encontró en el gesto final de Allende algo así como su consumación. Allende, como se sabe, era un hombre de gran estilo, y este estilo, que también fue en su momento el de Chile, provenía de una figura que no conocieron los griegos, pero sí los romanos: la dignidad.

La dignidad atane al cuerpo que se vive incompleto y que, por esto mismo, aspira a representarse. Es el motivo por el que, en la época de las utopías, la representación no estaba anudada solo a las prácticas artísticas o culturales que incidían en el diseño del imaginario colectivo del país, sino también a la imagen exterior de un mandato a cuya altura debía ponerse el cuerpo al que le había sido encomendada la conducción de la República. Esto proviene de las antiguas arcas del derecho público romano, donde el cuerpo del soberano no es un cuerpo real o encarnado, un cuerpo que saliva, suda o secreta, sino una imagen, una investidura en cuyo hueco el soberano se impersonaliza.

Este cruce particular entre el cuerpo infantil y gozoso de la multitud encendida y el cuerpo honorífico y digno de quien debía representarla llegó a su fin el 11 de septiembre de 1973, cuando Chile extravió para siempre su estilo más hondo. Aunque quizá no del todo, en el sentido de que ese estilo tuvo reelaboraciones en el mundo del arte y también en el de los espectáculos de masas. Un ejemplo contundente lo aportan Carlos Caszely y Carlos Leppe, quienes tenían en común no solo el nombre de pila, sino también un modo performático de citar el pasado y las dignidades que se habían perdido.

En ambos casos, lo que estaba en juego era lo que podía un cuerpo bajo los nubarrones de la represión. Era una forma de oponerlos a los dictámenes ásperos de las filosofías de la existencia —donde el cuerpo es el peso muerto al que el ser permanece engrillado—, para recuperarlos como insumos del oficio. En Leppe, era el insumo de una degradación, de un material repleto de excesos servido como un pan mórbido en las ceremonias frías del arte. Un cuerpo humillado, que daba vuelta —como si fuera un guante— el cuerpo de Allende, para forjar una teoría visual en la que la obscenidad y la deshonra cifraban un detalle alegórico sobre el fin de la República. Su metro cuadrado, como sabemos, eran las salas de espera, las galerías invisibles, los tocadores arruinados o cualquier lugar en el que pudiera la carne llorar, no sin un resto de intrigante comicidad, sobre las cenizas de Chile. En Caszely, en cambio, el cuerpo era una armadura ligera que resplandecía en el área chica y compensaba las ilusiones marchitas, dejando a una línea entera de zagueros rascándose la cabeza.

Guillermo Machuca, aficionado a pensar el arte y la cultura local apelando a un método que era el de los contrastes electrificados, comparó con un dejo de malicia a los dos Carlos. Lo hizo en un fragmento de El traje del emperador, donde recordó que el mismo año en el que el artista presentó una obra difícil de descifrar en la Bienal de París, de 1982, el delantero le dirigió un gesto a Pinochet que todos rememoramos.

Caszely se despidió del fútbol jugando un partido ante 90 mil espectadores en el Estadio Nacional, entre cuyas rejas fueron segadas y masacradas en medio del silencio tantas vidas y donde, poco a poco, se empezó a escuchar a todo volumen el emotivo “¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…!”. Era una frase a lo mejor tatuada en la exuberante protesta del cuerpo de Leppe.

Vamos primero a Leppe: en la Bienal de París, su cuerpo es la pista de una gran afrenta contra sí mismo; primero está enfrascado en un traje de esmoquin, después pasa a ser una grotesca mole desnuda, al final vomita en cuatro patas una torta en el baño. Todo esto es muy raro, arduo de interpretar incluso para las conspicuas membresías de un arte internacional, que ya había cambiado la jerga de las prácticas conceptuales por las de la pintura vaciada en los moldes del neo-expresionismo. Se podría decir que performances como las de Leppe llegaban tarde, pero Machuca había tenido el decoro de salvarlas al percibir en las acciones de nuestra bestia más lúcida la traición del tercermundista que, fuera de casa, se comporta desnudando la pobreza y la suciedad de los recursos representacionales del arte.

Lo de Leppe admitía ser analizado bajo el ángulo de una protesta desesperanzada, con aterrizajes similares al del payaso que exhibe en el suelo las penitencias de la encarnación. En cambio, en Caszely el protagonismo lo tenía la ingravidez, su capacidad para devolverle al desconsolado pueblo de Chile una pequeña alegría, volando al interior de un metro cuadrado. De hecho, lo llamaban así, el “rey del metro cuadrado”.

Perfectamente se los podría reunir a ambos en la dialéctica que Starobinski exhumó de las comedias del arte y aplicó, como lo hizo también Simone Weil, a la vida moderna: la dialéctica entre la ingravidez de la bailarina que se eleva como una pluma en el aire y la pesantez del payaso que se desploma en el suelo. Pero Machuca, menos por atacar a Leppe que por exponer a una clase intelectual fundada en prejuicios contra las industrias del espectáculo, optó por una escena que tomó de Chomsky y Guarello en el libro Anecdotario del fútbol chileno e ideó de inmediato la comparación. Ese año de 1982, después de que la selección chilena clasificara para el Mundial de Espana, Pinochet invitó al Palacio de la Moneda al director técnico junto con los jugadores. Carlos Caszely, apodado el “chino comunista” por su antigua proximidad con Allende y la Unidad Popular, daba vueltas por ahí cuando, de pronto, el dictador se le vino encima para estrecharle la mano y confesarle su admiración. Entonces “el rey del metro cuadrado” lo miró a los ojos y, tocándose la pierna izquierda, le dijo: “Mire, general, que yo pateo con esta”.

Tres años más tarde, Caszely se despidió del fútbol jugando un partido ante 90 mil espectadores en el Estadio Nacional, entre cuyas rejas fueron segadas y masacradas en medio del silencio tantas vidas y donde, poco a poco, se empezó a escuchar a todo volumen el emotivo “¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…!”. Era una frase a lo mejor tatuada en la exuberante protesta del cuerpo de Leppe, arrodillado a solas en ese baño como un palimpsesto mudo, rodeado por copas de champana que se entrechocaban a muchos kilómetros de las verdaderas penas del arte.

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