Las miniaturas y el agua: Juan L. Ortiz y José Lezama Lima

por Federico Galende I 5 Septiembre 2024

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Al cuerpo de Lezama Lima se lo definió alguna vez, en un rapto de indiscreción, como una gran cascada de mantequilla repleta de luciérnagas titilantes. Se podría decir lo mismo de su obra, partiendo por Paradiso, donde las palabras forjan una catarata irrefrenable en la que destellan diminutos lunares incandescentes. Son miniaturas que, en medio del aluvión, se fijan como garrapatas casi invisibles a la memoria; por ejemplo, en el vaso danés que describe César Aira en la breve crónica que publicó sobre La Habana. Aira lo recordaba de la novela, donde se disolvía y volvía a aparecer cada tanto, y de pronto lo vio reposando, solo y trizado, en la casa-museo del poeta, una casa minúscula de techos bajos, ventanucos raquíticos y unas pocas decenas de metros cuadrados que no sobrepasaban el tamaño de una celda. El vaso danés estaba ahí, existía, y su forma cilíndrica era recorrida por el minucioso paisaje de una remota ciudad nórdica en la que se alcanzaban a percibir, si uno se acercaba mucho o empleaba una lupa, cada uno de los edificios y cada una de las puertas de cada departamento, con las montañas detrás, el mar por delante y un cielo pálido, trazado sobre el cristal como todo el paisaje, habitado por una multiplicidad de pájaros.

Lezama pesaba casi 200 kilos y medía dos metros de alto, era una mole, y la desproporción que guardaban entre sí su cuerpo y su casa habría sido un misterio si no fuera porque ese misterio atravesó durante un siglo entero a toda la isla. En Cuba, el detallismo de las miniaturas comparte escenario con los excesos monumentales de la prosa neobarroca, desplegada por Lezama, pero también por Carpentier, por Sarduy, por Reinaldo Arenas, por Cabrera Infante y un largo etcétera con el que no acabaríamos nunca. Incluso la Revolución que la tornó célebre fue pequeña y gigante, como quedó probado con suficiencia en Playa Girón, donde la sorpresa que se llevó Kennedy tras la derrota no es improbable que se haya debido a este imprevisible arpegio entre miniatura y gigantografía.

La miniatura no es una reducción, porque cuando una imagen se reproduce a pequeña escala el punto de impresión se revienta y queda una mancha; la miniatura pertenece a otra esfera, a otro procedimiento. Y, sin embargo, esto no significa que no sea el efecto de una interminable excursión de palabras. Esto sucede porque cada palabra trata de ser distinta a la otra (como en el Ulises de Joyce o Larva de Julián Ríos, por dar ejemplos más que evidentes), lo que las conduce a derramarse o proliferar, no a repetirse. Entonces huyen de la generalidad, a la que le quitan su centro, y en sus derivas se condensan en el proyectil que atraviesa el ojo del lector. Ese proyectil es una miniatura, un grano de arena suelto en el aire de las páginas que se mete bajo el párpado de la memoria. La miniatura, en resumen, no nace de la reducción, sino de la abundancia. Un embotellamiento por acá, otro por allá y se hace el milagro.

De Lezama Lima, a quien leyó con respeto pero sin dejarse tentar por su estilo, Juan L. tomó la calma del observador que prolonga los días, tomó el sosiego y la dedicación y la serena belleza del agua, aunque resulta evidente que el paisaje trazado sobre aquel vaso danés, en el que quizá reparó mientras leía la novela con su cara flacuchenta sumergida en una nube de mosquitos, debió parecerle exagerado en tamaño y volumen a alguien que, como él, había aprendido a los 15 años el oficio del miniaturista para ganarse la vida pintando, con el pelo de un carpincho, complejísimas escenas en la cabeza de un alfiler.

Lezama murió en 1976; dos años más tarde, le siguió en la marcha un poeta de culto de Argentina, con el que no se conocieron personalmente, pero que, al igual que él, vivía en una isla de la que casi nunca se movía. También prevalecía en él una afición por las miniaturas. No era un escritor neobarroco ni se parecía físicamente a Lezama; todo lo contrario, pesaba apenas 45 kilos, y su delgadez, por más que no fuera alto, lo estiraba como la “L” de su segundo nombre hacia arriba. Firmaba Juan L. Ortiz, y su silueta se elevaba como una espiga muy fina entre los remolinos de la vegetación enana crecida a orillas del Paraná. Su casa era tan exigua como la del escritor cubano, solo que él sí cabía, sentado en una sillita que daba hacia una ventana con vistas al río.

Juan José Saer, su amigo y admirador, lo describe hacia el final de El río sin orillas pormenorizando sus plumas, sus lápices, sus boquillas y hasta sus cigarros, todos tan finos y largos como su cuerpo. Había modificado la máquina de escribir en la que trabajaba para que sus tipos fueran muy reducidos; su caligrafía era tan perfecta como microscópica y los formatos de sus libros, al igual que los perros galgos de los que se rodeaba, eran esqueléticos y longilíneos. De Lezama Lima, a quien leyó con respeto pero sin dejarse tentar por su estilo, Juan L. tomó la calma del observador que prolonga los días, tomó el sosiego y la dedicación y la serena belleza del agua, aunque resulta evidente que el paisaje trazado sobre aquel vaso danés, en el que quizá reparó mientras leía la novela con su cara flacuchenta sumergida en una nube de mosquitos, debió parecerle exagerado en tamaño y volumen a alguien que, como él, había aprendido a los 15 años el oficio del miniaturista para ganarse la vida pintando, con el pelo de un carpincho, complejísimas escenas en la cabeza de un alfiler.

De tanto mirar el río, él mismo se había vuelto un río, un estilizado brazo de agua al anochecer, de un modo similar a como Lezama se convirtió, en cuerpo y obra, en un colosal mar celeste. Sus portes, tan contrastantes entre sí como las extensiones de lo que escribían, tenían la escala de la materia líquida que los cercaba, y para ninguno de los dos pasaban las horas, el tiempo, los años. En realidad, no pasaba nada, solo las palabras, que Juan L. recogía de los rumores que las corrientes suaves del Paraná dejaban flotando en el aire del atardecer, mientras Lezama, bajo otro cielo, las espigaba como piedras preciosas que el Caribe devolvía una y otra vez a la orilla.

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