Vidas tapadas: Anna Ajmátova y Coco Chanel

por Federico Galende I 5 Mayo 2025

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Si la pequeña Coco nunca paró de soñar con el mar, fue porque su padre le prometió una noche que, a la mañana siguiente, antes de que amaneciera, la pasaría a buscar, subirían a un barco muy grande y atravesarían el mar rumbo a un país desconocido y pleno de abundancias. Durante esa misma noche él debía aprontar los trámites para el viaje, mientras que a ella le tocaba cuidar de sus hermanitas en ese lugar tan extraño en el que las estaba dejando. Era Aubazine, un espacio a cargo de unas monjas cistercienses, que se encaramaba en lo alto de una meseta dominada por el río Corrèze, rodeado de colinas boscosas. En rigor, era un orfanato lleno de desolación y cercado por los muros altísimos que se erguían entre una antigua abadía y los escombros florecidos de un claustro medieval. La leyenda señala que Coco y sus hermanas esperaron allí, encerradas entre esos muros descascarados y vestidas con unos camisones blancos que las monjas les pasaron recién planchados, a ese padre que nunca regresó.

Entonces ella acudió al método de Penélope, solo que las agujas de tejer las cambió por los alfileres y las tijeras, con las que muy pronto adquirió una destreza inusual: la de cortar y montar las telas sin emplear ningún tipo de molde ni de boceto. A diferencia de Picasso y el exclusivo círculo de artistas bohemios a quienes comenzó a admirar cuando los humos se le fueron a la cabeza —y a quienes tuvo la ocasión de conocer en persona cuando empezaron a frecuentar, acompañados de sus amantes, la primera tienda que abrió en París en 1910—, Coco Chanel no sabía dibujar ni contaba, tampoco, con ninguna matriz real a la hora de narrar su vida. Nunca más volvió a mencionar a su padre, nunca más recordó aquel orfanato y nunca nadie, incluidos los biógrafos más avezados, estuvo en condiciones de decir algo mínimamente cierto sobre su vida.

Su vida era un misterio y formaba parte de lo que ella misma designó alguna vez como su “prehistoria”. Solo sabemos que se quedó pensando en el mar, que sus diseños, frescos y sobrios, inaugurarían un día la vida en los balnearios (nada menos) y que los cortes con los que revolucionó la moda del siglo XX los llevaba en su cabecita y solo se los detallaba a un círculo de cinco o seis mujeres de su entera confianza.

Parece raro decirlo, pero en esto se comportaba como Anna Ajmátova, de quien se mencionó tantas veces que sus poemas los conservaba en la mente y solo se los soplaba, durante las purgas y las razias de Stalin, a un grupito de seis vecinas que estaban dispuestas a jugarse la vida recordándolos por ella. También coincidieron en algunos otros aspectos, ya que el mismo año en el que Coco Chanel inauguró su tienda en París, en la planta baja del departamento de un amante millonario, que no le apetecía para nada, Ajmátova pisó París por primera vez e inició un amorío con un pintor muy pobre que sí le apetecía y que era, simplemente, genial. El pintor era Modigliani, y no es improbable que, entre otros atributos, se haya fijado, como lo había hecho ya antes con Coco, en el cuello espigado y la mirada tristísima de Anna. Curiosamente, también ella utilizó la palabra prehistoria; dijo que aquel amorío era la prehistoria de sus vidas, la de él tan corta y la suya, tan larga.

Los miembros de la KGB vivían plantándole [micrófonos] entre las paredes. Esto explica que las agujas, que Chanel cambió cuando era una niña por los alfileres, regresaran a la vida de Anna con una función trucada. Ahora quienes las utilizaban se apodaban a sí mismas ‘las calceteras’, porque cuando visitaban a Ajmátova en su departamento hacían crujir las agujas para saturar los micrófonos mientras memorizaban, uno por uno, los versos preciosos que ella les daba a leer en papeles que quemaba después en los hornillos de la cocina.

Y es verdad que la vida de Ajmátova fue muy larga, puesto que las pesadillas que enfrentaría a futuro, opuestas al sueño en el que se embarcaría Chanel dejando atrás su pasado, incluían el hambre y la persecución, el frío y el cautiverio, un hijo deportado en Siberia, una pareja perdida en los campos del régimen y un antro húmedo y plagado de micrófonos que los miembros de la KGB vivían plantándole entre las paredes. Esto explica que las agujas, que Chanel cambió cuando era una niña por los alfileres, regresaran a la vida de Anna con una función trucada. Ahora quienes las utilizaban se apodaban a sí mismas “las calceteras”, porque cuando visitaban a Ajmátova en su departamento hacían crujir las agujas para saturar los micrófonos mientras memorizaban, uno por uno, los versos preciosos que ella les daba a leer en papeles que quemaba después en los hornillos de la cocina.

Coco Chanel, a su modo, también apelaba al arte de los códigos desplazados, y por eso anto Axel Madsen como Charles-Roux, dos de sus biógrafos más connotados, reparan en que “la austeridad, la esencia de la limpieza, la cara restregada con jabón amarillo, la nostalgia de lo sencillo y lo pulcro, y la ropa blanca amontonada en grandes armarios”, no eran más que una cita de la vida en aquel orfanato de Aubazine. También reparan en el hecho de que Chanel, al igual que Ajmátova, de quien Nadiezhda Mandelstam rememora en sus formidables memorias con qué grado de dulzura ahuecaba sus labios cuando estaba componiendo un poema, tenía la costumbre de concentrarse en sus cortes murmurando siempre algo para sí misma. Hablaba muy poco, la habitaba el secreto, todo lo que no decía lo suplía con magia.

A veces, Anna Ajmátova recordaba sus pequeños trucos de magia, como por ejemplo el que le había jugado aquella tarde de 1910 a su pintor predilecto. Había llegado a visitarlo al taller con un manojo enorme de rosas rojas, no lo encontró y se le ocurrió forzar una de las ventanas para lanzar, de una en una, las flores hacia el interior. Modigliani tenía las llaves, el taller estaba cerrado y nunca pudo descubrir el truco. A Chanel le había ocurrido aquel mismo año algo muy parecido con una señora de la alta sociedad que llegó a última hora a encargarle un sombrero. La diseñadora no tenía nada a la mano, tomó una cinta de seda y, para sacarla de apuro, improvisó uno de sus bellísimos sombreros; cuando le dijo el precio, la señora casi se va de espaldas y exclamó: “¿Usted me va a decir que me está cobrando mil francos por una cinta de seda?”. Entonces Chanel desarmó en un segundo el sombrero, extendió su brazo y le dijo: “No, por favor, tome, la cinta de seda, se la regalo”.

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