Werner Herzog y Al Alvarez: poner el cuerpo

“El cine o la literatura valían la pena si eran también estas bestias, si de alguna manera eran capaces de mostrar la telaraña de las pasiones zanjando entre sí sus contiendas y sus emboscadas. Escribir ensayos como los de Alvarez o filmar películas como las de Herzog era jugarle una carta pesada a lo magnánimo o lo sublime para revelar la ubicuidad salvaje de una naturaleza que el arte moderno —en realidad, toda la modernidad— pretendió objetivar”.

por Federico Galende I 20 Junio 2023

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En los diarios que dedicó a rememorar sus rutinas de natación en las aguas heladas de los estanques de Hampstead Heath, en Londres, Al Alvarez —de quien en castellano conocemos menos sus novelas o sus poemarios que sus estilizados ensayos sobre una serie de asuntos tan diversos como el suicidio, la natación, el póker o el montañismo— confesó lo mucho que le costaba perseverar un rato en el escritorio leyendo libros o narrándolos él mismo. Era una persona profundamente inquieta y aficionada a la adrenalina, que a ratos veía en la escritura un pretexto para hurgar en los lugares más insondables y exponer el cuerpo a desafíos sumamente extraños: colgar de un arnés a ocho mil metros de altura, manejar a 200 kilómetros por hora, buscar las cumbres del Himalaya, nadar de madrugada y bajo la nieve en aguas que bordean los cero grados, acompañar vuelos de prueba en aviones recién estrenados o jugar en una mano de póker el ahorro para una jubilación completa.

Los combates cuerpo a cuerpo que se imponía (solía agradecérselos al editor del New Yorker, el célebre William Shawn, bajo cuya tutela debutaron John Cheever, Salinger o Jamaica Kincaid, y cuyo fervor por las aventuras ajenas lo hacían financiar estas expediciones disparatadas), tenían un parentesco con los que por la misma época paladeaba uno de los cineastas más grandes del siglo XX. Había rodado a principios de los 80 —los mismos años en los que Alvarez estaba narrando sus experiencias claves con las artes de la supervivencia y el montañismo— una película demencial, con un barco de 300 toneladas tirado a sangre a través de la selva. La sangre era nativa, la película es Fitzcarraldo, y sabemos quién fue el demente: Werner Herzog, quien 10 años antes había estado en la misma selva rodando otro filme apabullante (Aguirre, la ira de Dios) y publicado un pequeño libro de supervivencia, similar a los que escribía por entonces Al Alvarez.

El libro se tituló Del caminar sobre hielo, y allí Herzog narra —por medio de anotaciones instantáneas y pensamientos disparados por estrategias inmediatas de supervivencia— su recorrido en línea recta a lo largo de mil kilómetros atravesando los Alpes: noches húmedas en un granero abandonado, ropas empapadas, fríos bajo cero, tobillos lastimados, escasez de alimentos, etcétera. Mientras dure su lucha, su amiga Lotte Eisner, autora del mejor libro que se ha escrito sobre el cine expresionista alemán, no morirá en garras de la enfermedad que la asedia en un hospital de París.

Mientras tanto Werner camina movido por una pulsión extraña, retado por la parte bestial de sí mismo y expuesto a liberar el choque entre las criaturas, la que él lleva dentro pero también la que le sale al paso a medida que avanza y se interna en un universo desconocido. Es el arte de despojarse de la consciencia para no quedarse sin saber “lo que puede un cuerpo”, la imprescindible consigna de Spinoza que Alvarez tratará de consumar una y otra vez, repitiéndose, mientras le castañean los dientes a centímetros del estanque gélido o alejado de la ciudad en una masa congelada, que “no hay nada que perder”.

Una película grandiosa —Herzog las ha hecho por montones— o un ensayo imprescindible —Alvarez escribió varios—, son la forma más delicada que existe de comunicar una experiencia muda. Son los efectos de una lucha a muerte, que dejan a su paso las hormas más consecuentes que calzan los pies de todos nuestros monstruos y nuestras criaturas.

Werner Herzog y Al Alvarez compartían, por los mismos años y sin que llegaran a conocerse, este spinozismo de aficionados, con sus pasiones ciegas y su devoción por emplear en cada caso la totalidad de afectos con que cuentan los cuerpos. Coincidían en la consideración de que la obra estaba ahí, dejándose penetrar por la experiencia como materia insumisa —o como avatar desesperado—, y no tanto en el valor de las ideas, que ambos percibían en calidad de rémoras pobres de la autogestión vital. Ninguno de los dos era, propiamente hablando, un hombre de ideas, y se esforzaron por demostrar que, si alguna se les aparecía, podían darle un empujón desde el acantilado de la cabeza para que cayera sobre las aguas del cuerpo si se adormecía.

Allí, las ideas formaban en conjunto una masa concreta de músculos, cartílagos y tendones, adoptaban la forma impersonal de la vida y seguían el dictado secreto del goce, arcilla inasible, atrapamoscas final de las dudas y vacilaciones de la consciencia. Una imagen era para Herzog la gema traída de una cruzada llena de cadáveres, así como eran para Alvarez las palabras-balas que no habían alcanzado a salir del revólver. Lo que les importaba eran las fuerzas, que salían a flote tan estilizadas y depuradas como los implementos de los que se valían a la hora de enfrentar sus osadías: el cortaplumas y el lápiz, el cuaderno y la cantimplora, la brújula y el cereal, los fósforos para encender un fuego y un poco de ropa para abrigarse.

Entrenados para prescindir prácticamente de todo, en la variante del cenobita o el guerrillero, enfrentaban los Alpes o una cumbre en el Mar del Norte dándole de comer a la bestia —alimentándola, fue la expresión de Alvarez. El cine o la literatura valían la pena si eran también estas bestias, si de alguna manera eran capaces de mostrar la telaraña de las pasiones zanjando entre sí sus contiendas y sus emboscadas. Escribir ensayos como los de Alvarez o filmar películas como las de Herzog era jugarle una carta pesada a lo magnánimo o lo sublime para revelar la ubicuidad salvaje de una naturaleza que el arte moderno —en realidad, toda la modernidad— pretendió objetivar.

La naturaleza jamás les pareció un espectáculo; una cascada en caída libre desde media cuadra de altura o las cimas del Himalaya en las que se pierden dedos o brazos completos por congelamiento, no son ni un espectáculo ni un objeto de contemplación, son los manjares que nutren a la máquina sensorial retraída, a las pasiones hambreadas y a los prófugos esporádicos del espíritu de civilidad. Una película grandiosa —Herzog las ha hecho por montones— o un ensayo imprescindible —Alvarez escribió varios—, son la forma más delicada que existe de comunicar una experiencia muda. Son los efectos de una lucha a muerte, que dejan a su paso las hormas más consecuentes que calzan los pies de todos nuestros monstruos y nuestras criaturas.

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