Pese a sus estilos de vida tan opuestos, Humboldt y Goethe encontraron en Kant su primer interés en común y el punto de partida de una larga amistad. Mientras el poeta ponía la mesa en la soledad de su residencia, leía con devoción las cartas que su amigo Alexander le enviaba desde los lugares más inhóspitos del planeta. Esas cartas tuvieron su efecto: cuando a su regreso de Sudamérica Alexander lo visitó en Weimar, notó con asombro cómo los libros, las obras de arte y las sofisticadas estatuas de Italia habían cedido su lugar a una colección de rocas, fósiles y plantas disecadas.
por Federico Galende I 2 Enero 2020
Según el Borges de Otras inquisiciones, el 20 de septiembre de 1792, Johann Wolfgang von Goethe, viendo al primer ejército de Europa rechazado en Valmy por unas milicias francesas, dijo a uno de sus amigos: “En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen”. La anécdota no es extraña: los eventos de 1792 marcaron en toda Europa un abrupto cambio de marcha entre los ideales de la Revolución Francesa y el repentino asomo de una época de terror y de imperialismo en ciernes. Francisco de Goya, por poner un ejemplo, los vio venir: ese año enfermó gravemente en Sevilla, contrajo la consabida sordera que le permitió distanciarse a medias del oprobio del mundo y salió del lecho en el que agonizaba (ojeaba apenas con desgano las caricaturas de Hogarth, las cárceles de Piranesi), decidido a transformar para siempre las reglas de la pintura. No necesitó consultar el volumen que había comenzado a circular con éxito ese mismo año y en el que la palabra “estética” irrumpía por vez primera en la vida del arte: era la Tercera crítica de Immanuel Kant, escrita durante los agitados días de la toma de la Bastilla y cuya fe, fundada en una comunidad abstracta de seres sensibles, fue respondida sin que Goya se lo propusiera con los monstruos que añadió a la razón y los formidables grabados que terminaron formando parte de los Desastres de la guerra.
Si el Goethe que acababa de esgrimir ese juicio tajante hubiese sido pintor, esos monstruos los habría agregado también. Pero sentía por Kant una especie de admiración y ese fue el tema sobre el que partieron conversando con Alexander von Humboldt la tarde de aquel mismo año en que se conocieron. El hermano de Alexander, Wilhelm, acababa de mudarse con su mujer, Caroline, a la ciudad de Jena, separada de Weimar, donde Goethe vivía, por no más de 20 kilómetros. Weimar era por entonces una pequeña ciudad; las vacas y las ovejas caminaban a sus anchas por las callejuelas adoquinadas, todo el mundo se conocía y Goethe, considerado a esa altura de su vejez como el poeta más grande de Alemania y el Zeus de los nuevos círculos intelectuales, solía saltarse el correo y enviar a Jena sus cartas a Schiller a través de la verdulera.
Sin los apremios de las tropas de Napoleón, que irrumpirían unos años más tarde, la vida era todavía sencilla y, por eso, apenas supo Wilhelm que su hermano lo visitaría, invitó a Goethe al pueblo para que se conocieran. La conversación sobre Kant, sin embargo, no duró mucho; en su formidable ensayo sobre La invención de la naturaleza, Andrea Wulf menciona que Alexander von Humboldt era impaciente y tenía la costumbre de saltar como una langosta de un tema a otro: podía hablar con soltura de la escritura cuneiforme de los asirios, pasar de repente a los motivos por los que las serpientes desarrollaban en extremo sus cuellos y terminar discurriendo sobre la reducción de cabezas en el Orinoco. Seguramente percibía en los libros que el sedentario Goethe comentaba con tanta pasión la comodidad del que, a lo Descartes, era capaz de narrar la historia de una idea sin moverse de su silla. Él, en cambio, era un joven que soñaba con penetrar a solas la selva amazónica, con descubrir plantas desconocidas en las cumbres heladas del Chimborazo, con atravesar a caballo ríos salvajes infectados por pirañas o anguilas eléctricas.
Y todo lo consiguió: atravesó las plagas del Orinoco en una canoa destartalada, buceó en las corrientes heladas del Pacífico, recorrió montado a lomo de una mula la estepa árida de Kazaja, celebró su cumpleaños en Miass, al oeste de Oremburgo, con un boticario que terminó por ser el abuelo de Lenin, y durmió a la intemperie en la inhóspita desembocadura del Volga. Todo en virtud de que veía en la vegetación, en la fauna y en los diversos climas una cadena de causas y efectos entrelazados, una gran red de la vida que lo apartó para siempre de los escuálidos métodos del especialista.
A pesar de todo, después de aquel primer encuentro que tuvieron en Jena, Humboldt y Goethe se hicieron amigos para el resto de la vida. Mientras el poeta ponía la mesa en la soledad de su residencia magnánima, leía con devoción las cartas que su amigo Alexander le enviaba desde los lugares más inhóspitos del planeta. Esas cartas tuvieron también su efecto: cuando a su regreso de Sudamérica Alexander lo visitó en Weimar, notó con asombro cómo los libros, las obras de arte y las sofisticadas estatuas de Italia habían cedido su lugar a una colección de rocas, fósiles y plantas disecadas. Goethe lo invitó después a pasar una temporada en la pequeña casa de descanso que tenía sobre el río Ilm, donde atendía a sus amigos más exclusivos y en la que el antiguo estudio permanecía ahora rodeado por un inmenso jardín, lleno de plantas exóticas. En el fondo de aquel jardín, tapado de tupidas enredaderas y madreselvas muy perfumadas, Goethe se había construido un pequeño estudio que reservaba para sus experimentos científicos.
La noche anterior a esa visita, un granjero y su mujer habían muerto a causa de un rayo, y Humboldt no dudó en convencer al poeta para que se hicieran con los cuerpos de las dos víctimas. La conocida influencia de Goethe en la corte para la que trabajaba, les permitió acceder a los cuerpos que a los pocos minutos los dos amigos diseccionaban plácidamente sobre la nueva mesa de experimentos. Juntos hicieron las incisiones de rigor y descubrieron que la peor parte se la habían llevado los testículos del granjero. Sopesaron la posibilidad de que el rayo hubiese caído justo en ese punto, quemando el vello púbico, y para corroborarlo salieron al jardín en busca de una rana: le cortaron una patita, la pusieron sobre una bandeja de cristal y conectaron nervios y músculos a diferentes metales. La patita no se movía, no sufría ninguna descarga, pero Goethe estaba corto de vista y bastaba con que se acercara un poco resoplando alguna palabra para que se generara una conmoción violenta. Los dos se miraron, no entendían lo que estaba pasando, hasta que Humboldt tuvo de pronto una revelación: no eran las palabras sino la humedad que desprendía la boca del poeta la que, mezclada con el metal, producía el milagro.
Quedaba claro que pasada por la mezcla y la experimentación, por la extensión de lo propio en lo impropio, hasta la palabra más mínima de un poeta podía hacer temblar la materia concreta, además de incidir indirectamente en el descubrimiento de la corriente eléctrica. En cuanto a Humboldt, se limitó a estrecharle la mano y a abandonar la sala. Le quedaba todo un mundo por recorrer, habían pasado juntos días geniales y era hora de que siguiera su camino.
Cuando años después regresó a visitarlo de improviso a la ciudad de la que Goethe jamás se movía, notó con desconsuelo que las ventanas estaban cerradas, que el antiguo jardín de plantas exóticas se había llenado de malezas resecas y que las persianas se batían empujadas en medio de la soledad por el viento. Entonces entendió todo, dio media vuelta y atravesó a pie la ciudad recordando a su amigo.