Carretera al infierno

La crisis climática parece conducirnos a toda velocidad hacia un escenario apocalíptico, ante la inacción del mundo político y empresarial. Autores que vienen de la ciencia, el periodismo y la filosofía arrojan luces sobre distintas aristas de una crisis que pareciera ser sobre todo mental y que refleja nuestra falta de imaginación para concebir un mundo donde el ser humano deje de considerarse como el centro de la Tierra.

por Sergio Missana I 27 Julio 2020

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Se nos acaba el tiempo. Una manera de expresarlo es en términos del “presupuesto de carbono”: ¿cuánto CO2 es posible emitir aún a la atmósfera sin sobrepasar la barrera de 1,5º C por sobre el promedio de temperatura de la era preindustrial? El Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU (IPCC, en su sigla en inglés) estimó, a comienzos de 2018, que ese presupuesto equivalía a 420 gigatoneladas de CO2. A un ritmo de 42 GT anuales: 10 años. Ello implica que sería necesaria una inmediata y drástica disminución de las emisiones, digamos, en un 50% cada década, para lograr la carbono neutralidad a más tardar a mediados de siglo. Pero las emisiones no han disminuido: en 2019 se llegó a 43 GT. El IPCC es una institución cautelosa, que elabora sus informes sobre la base de una extensa revisión de literatura científica y decide por consenso. El presupuesto estimado, en caso de respetarse, solo nos daría un 67% de posibilidades de detener el alza de la temperatura global en 1,5º C. El IPCC apenas toma en cuenta los “puntos de no retorno”: efectos del calentamiento que generan mayor calentamiento, como el derretimiento del hielo en el verano ártico, que reemplaza nieve blanca refractante por agua oscura que absorbe el calor del sol; también como la deforestación y degradación de suelos en el Amazonas, el derretimiento del permafrost (suelo permanentemente congelado) en Siberia o la acidificación de los océanos. 

ABC: Australia, Bangladesh, Canadá 

Australia. Las imágenes son apocalípticas. Muchos teniendo que adentrarse en el mar para huir de las llamas, contemplando la destrucción de sus casas bajo una lluvia de cenizas ardientes, el cielo oscuro surcado de descargas eléctricas generadas por el calor de la combustión. Una superficie destruida equivalente a Irlanda, mil millones de animales muertos, 30 personas fallecidas, seis mil edificios quemados, una cuarta parte de la población afectada por inhalación de humo. Los megaincendios que han arrasado el sureste de Australia se suman a eventos similares en California, el Amazonas, el sur de Europa y Siberia. ¿La razón? Las altas temperaturas veraniegas y los más de 10 años de sequía que afectan a la zona “verde” de la isla, que en realidad equivale a un proceso de desertificación, a medida que el cambio climático expande en todo el mundo las bandas de desierto situadas a 30 grados de latitud al norte y al sur del Ecuador. Se estima que, hacia 2050, Australia ya no tendrá invierno: las estaciones serán otoño, primavera, verano y un súper verano en que las temperaturas nunca bajarán de 30 grados. ¿La reacción del gobierno? Negar cualquier vínculo con el cambio climático y anunciar la tala de bosques (para que no se quemen) e inversión en minas de carbón.  

En Bangladesh, el gobierno acaba de cerrar un acuerdo con la India para importar electricidad que se generará en el estado indio de Jharkhand en plantas nuevas a carbón. Esa electricidad, además de sucia, será cara: ocho centavos de dólar el kilovatio hora, en circunstancias que la energía solar –igualmente abundante en el este de la India– cuesta por debajo de tres centavos de dólar (en Catar se acaba de adjudicar un contrato de generación fotovoltaica por 1,5 centavos de dólar). Bangladesh corre el riesgo de desaparecer durante este siglo debido al alza del nivel del mar. Ya está sufriendo una fuerte presión alimentaria a medida que la sal del mar penetra en sus tierras de cultivo. Y, sin embargo, ha decidido invertir en su propia aniquilación.  

Mientras que gobiernos conservadores como el de Australia tienden al negacionismo o, en el caso de Trump, a exhibir sin pudor sus vínculos con la industria de los combustibles fósiles, regímenes liberales como el de Justin Trudeau en Canadá reconocen la gravedad de la crisis climática. Pero la aprobación reciente por parte de su gobierno de la mayor mina de arenas bituminosas (tar sands) –la mina Teck, de 290 km cuadrados– es un ejemplo flagrante de hipocresía climática. Vastas áreas en el estado de Alberta han sido arrasadas por minas de arenas bituminosas (Leonardo di Caprio, sobrevolando la zona, la comparó con Mordor), una forma de extracción no tradicional aún más contaminante que el fracking. Canadá ocupa un 0,5% de la superficie de la Tierra, pero tiene planes para arrojar un tercio del presupuesto de carbono a la atmósfera. Trudeau ha dejado claro que su país se propone extraer hasta la última gota de petróleo de sus reservas.  

Australia, Bangladesh, Canadá. Sería posible multiplicar los ejemplos. Solo un par más: tanto China como la India son las naciones que están impulsando a mayor velocidad y escala la transición a las energías renovables. Pero ambas contienen también poderosos lobbies de carbón. Si los planes de expansión de la generación eléctrica a carbón actualmente existentes en ambos países se implementan durante este siglo, el planeta superará la barrera de 3º C con independencia de lo que haga el resto del mundo. Por su parte, la Unión Europea, líder climático gracias a su European Green Deal, ha aprobado la construcción de 32 nuevos proyectos de infraestructura de gas.

Morton llama ‘hiperobjetos’ a entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas. Uno de tales hiperobjetos es el cambio climático. 

El presupuesto de carbono ilustra un hecho básico: es necesario cerrar por completo la industria de los combustibles fósiles en un horizonte de 10 a 15 años. Pero ningún gobierno tiene planes para enfrentar la crisis considerando la evidencia científica. El acuerdo de París, en el caso de que todos los países cumplieran los acuerdos voluntarios recogidos en él, nos sitúa en una trayectoria de 3,2º C. El cambio climático ha estado dominado durante décadas por el “síndrome de Casandra”: muchos prefieren distraerse, pensar en otra cosa. En los últimos años –ante la evidencia de que la crisis está aquí– se ha pasado del negacionismo a una extraña forma de reconocimiento sin urgencia. Sabemos que está en riesgo la presencia humana en el planeta y aun así nos dirigimos como lemmings al abismo. 

El “fracaso imaginativo”

Esta es una de las claves de El planeta inhóspito (2019), del periodista David Wells-Wallace, que parece pintar el peor escenario posible respecto a lo que nos aguarda. Wells-Wallace publicó en 2017 un polémico artículo en la revista New York, “The Uninhabitable Earth”, que ahora ha extendido a un libro. Este fue acusado en su momento de alarmista, pero los eventos climáticos de los últimos años lo han ido situando en el espectro del realismo. Wells-Wallace adopta una postura que hasta hace poco hubiera resultado contraintuitiva: en vez de ejercer cierta cautela, simplemente cuenta las cosas como son, esbozando que el calentamiento global implica un riesgo existencial, que puede acabar con la civilización.  

Wells-Wallace no dice nada nuevo. Sus advertencias han sido planteadas con insistencia desde la comunidad científica. A medida que el planeta se calienta, grandes zonas en los trópicos se volverían inhabitables. Muchas personas fallecerían a causa del calor o de episodios climáticos puntuales –huracanes, sequías, inundaciones, incendios– cada vez más intensos y numerosos. Pasado cierto umbral de temperatura, los cultivos no podrán sobrevivir. Un colapso de la producción agrícola produciría hambrunas masivas, una situación de conflicto bélico permanente, migraciones a una escala que aún no hemos presenciado y un desmoronamiento de la economía mundial. A ello se deben agregar plagas, aire irrespirable (en la actualidad cuatro millones de personas mueren al año a causa de contaminación por combustibles fósiles) y un envenenamiento de los océanos. Si se toman en cuenta los puntos de no retorno, la temperatura podría llegar a finales de siglo a 8º C. En ese rango de temperatura no solo marcaría el fin de la civilización sino, quizás, de la especie humana.  

Wells-Wallace sostiene agudamente que el gran problema actual ya no es el negacionismo (excepto en Estados Unidos y la “anglósfera”): muchos gobiernos reconocen la gravedad del problema, pero no actúan. Enfatiza que tenemos herramientas para confrontar la crisis: impuestos al carbono, voluntad política para terminar rápidamente la dependencia de los combustibles fósiles, cambios en nuestras prácticas agrícolas y hábitos alimenticios.  

El novelista indio Amitav Ghosh dedica su notable ensayo The Great Derangement (2016) a explorar un aspecto del “fracaso imaginativo” que, a su juicio, subyace a la crisis climática: la escasa relevancia que ha ocupado en la ficción literaria, siendo relegada a los relatos de género, en particular a la ciencia-ficción. Llama “gran delirio” a este proceso de ocultamiento que equivale a una suerte de locura colectiva.  

Ghosh asimila a la narrativa el debate clásico que contrapuso a dos teorías geológicas antagónicas: el catastrofismo, surgido en el siglo XVII, que postulaba que la Tierra había sido moldeada por eventos violentos y discontinuos; y el gradualismo, la visión de una naturaleza moderada y ordenada, formada por procesos lentos y predecibles como la erosión, que emergió en el siglo XVIII y terminó por ganar la partida en el XIX. No es casualidad, sugiere Ghosh, que el gradualismo se impusiera al mismo tiempo que lo hacía la novela realista: ambas reflejaban un grado de complacencia y confianza en la estabilidad del emergente orden burgués. 

 

Uno de los efectos del calentamiento global es el derretimiento del hielo en el verano ártico, que reemplaza nieve blanca refractante por agua oscura que absorbe el calor del sol.

Cita una notable afirmación de Ghandi: “Dios no quiera que India alguna vez se industrialice a la manera de Occidente… arrasaríamos el mundo como langostas”. Estas palabras datan de 1928 y se anticiparon en casi medio siglo a la emergencia del movimiento ambientalista. Los patrones de vida creados por la modernidad solo son viables para una minoría de la humanidad, la capacidad de carga del planeta constituye un límite hasta hoy insalvable. La premisa universalista de la industrialización capitalista y el consumismo sería un engaño, una especie de estafa piramidal. 

Antropoceno: la era de las consecuencias

La filósofa de la ciencia Isabelle Stengers señala que se avecina “el tiempo de las catástrofes”. Cómo pensar juntos (2019) contiene dos conferencias en que resume algunos de sus libros principales. En ellas retoma –exhibiendo algunos tics de la filosofía continental contemporánea– su crítica a la ciencia y el neoliberalismo, emplazando al “capitalismo como una época y proceso no solo de explotación, sino de expropiación sistemática de aquello que nos vuelve capaces de pensar juntos los problemas que nos conciernen”.  

Stengers manifiesta su impotencia ante la crisis climática. La barbarie que espera a nuestros hijos ya está presente, sostiene, en forma de la desigualdad propiciada por el neoliberalismo. Al desastre ecológico se suma un desastre mental, que nos lleva a ignorar que el crecimiento indefinido amenaza toda la vida en la Tierra: “Aceptamos que se describa a los seres humanos como fundamentalmente egoístas, apegados a sus intereses inmediatos, irresponsables”. Hemos perdido la capacidad de ser solidarios, cooperar, producir sentido juntos. Enfatiza la “intrusión de Gaia”, retomando la teoría planteada por Lovelock y Margulis en los 70, de un planeta habitado por seres vivos que a su vez lo hacen inhabitable. Señala que no estábamos preparados para su intrusión, esa “respuesta temible a nuestra actividad”. Llama a “recuperar la capacidad de cooperar y cultivar la interdependencia, los vínculos de confianza”.  

Stengers ha sido colaboradora cercana de Bruno Latour, quien también se ha referido a la reacción de Gaia –observando que no corresponde al planeta entero sino a una delgada película que lo recubre: la biósfera y atmósfera–, que es sensible a nuestra acción pero indiferente a ella, tiene objetivos independientes de nuestro bienestar. No es una diosa, la Pachamama; no es un súper organismo dotado de agencia unificada, como tampoco lo es la especie humana. Llama la atención ante la disociación entre la magnitud del problema y nuestra limitada capacidad de comprensión. Parte de la indolencia actual se debería a que nuestras instituciones políticas y mecanismos de gobernanza se muestran obsoletos ante la escala de la crisis. 

Latour se inscribe en una corriente de filósofos materialistas en la que destaca el inglés Timothy Morton, autor del influyente ensayo Hiperobjetos (2013). Morton llama “hiperobjetos” a entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas. Uno de tales hiperobjetos es el cambio climático. Estos son viscosos (se adhieren a nosotros, no es posible distanciarse irónicamente de ellos), derretidos (distorsionan el tiempo y el espacio), no localizados (solo percibimos sus manifestaciones locales), graduales (lo que explica en parte su invisibilidad) e interobjetivos (están formados por la interacción entre objetos). 

La desidia de las élites obedece en gran parte a una poderosa trama de intereses creados y corrupción. La industria de los combustibles fósiles recibe, de acuerdo al FMI, subsidios por un total de 4,7 trillones de dólares anuales. 

A medida que Gaia reacciona, nos adentramos en el Antropoceno, una nueva era geológica determinada por el impacto de la presencia del ser humano en el planeta. En esta “era de las consecuencias” es muy probable que los humanos no vayamos a tener la última palabra. El nuevo materialismo se propone superar el solipsismo y la arrogancia que dominaron la filosofía y las humanidades desde Kant. Se habría producido un nuevo giro copernicano. Los seres humanos ya no somos el centro del mundo.  

Este giro se contrapone con el negacionismo, que es fundamentalmente antropocéntrico, y tiene bases históricas en Estados Unidos, asociadas a la lectura literal de la Biblia por grupos evangélicos surgida en el siglo XIX, que llevó a la prohibición de enseñar la teoría de la evolución de Darwin en varios estados. El “síndrome de Casandra” pasa hoy (no solo entre los negacionistas) por desoír la evidencia científica.  

Naomi Oreskes y Erik Conway reconstruyeron en Mercaderes de la duda (2010) la historia más reciente de cómo el lobby del tabaco se valió de la existencia natural de desacuerdos en la comunidad científica para sembrar dudas respecto de los efectos dañinos de los cigarrillos en la salud. Para ello se crearon dudosos centros de investigación con el fin de diseminar resultados contramayoritarios, demostrando así, aunque la evidencia fuera abrumadora, que no existía pleno consenso científico al respecto. Esa estrategia de contención les permitió ganar tiempo, retrasando durante décadas la acción gubernamental para proteger a la población de los efectos del tabaco, lo que supuso millonarias ganancias para las tabacaleras. La industria de los combustibles fósiles ha seguido la misma estrategia, contratando a los mismos científicos corruptos para negar el efecto invernadero del que tenían plena conciencia al menos desde los años 70.  

En un registro distinto al de Stengers, más activista, Naomi Klein planteaba un argumento similar en Esto lo cambia todo (2014), donde situaba la crisis climática en el contexto de su crítica al capitalismo tardío. Para Klein, el neoliberalismo extractivista y rentista no solo sería responsable de agudizar la crisis, sino también de orquestar la inacción ante ella. Es particularmente notable su denuncia de algunas de las más grandes y respetadas organizaciones medioambientales norteamericanas (con la honrosa excepción de Greenpeace), que han apoyado fiascos como los mercados de bonos de carbono (cap-and-trade) o se han prestado directamente para campañas de lavado de imagen de industrias contaminantes.  

Es una paradoja que, de todas las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, acaso termine por destruirla la de más fácil solución. Existen los recursos y la tecnología para terminar con la crisis climática en menos de una década. Un estudio reciente del BID estimó que existen en América Latina recursos de energías renovables (sin incluir grandes represas) para satisfacer 66 veces la demanda actual. Es lo mismo en todo el mundo. La energía solar que llega a la Tierra en una hora bastaría para mover la economía mundial durante un año. La desidia de las élites obedece en gran parte a una poderosa trama de intereses creados y corrupción. La industria de los combustibles fósiles recibe, de acuerdo al FMI, subsidios por un total de 4,7 trillones de dólares anuales, tanto directos como en función de los efectos negativos (las “externalidades”) de las emisiones en la salud humana y el medio ambiente.  

Se suele recordar que la Edad de Piedra no se terminó porque se acabaron las piedras. El sentido de urgencia requerido equivale a un giro del zeitgeist. Confrontar la crisis debiera pasar de ser una prioridad a ser la prioridad, en una suerte de economía de guerra. Ese es el rol crucial que le cabe al activismo, en particular a las y los jóvenes, quienes tendrán que habitar el planeta inhabitable. Greta Thunberg ha señalado recientemente que seguir en la misma trayectoria actual (business as usual) equivale a un crimen contra la humanidad. 

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