
El mundo deja atrás el Orden Liberal Internacional y se adentra en un período de competencia entre potencias donde nadie parece estar a cargo y reina la anarquía. En este cambio de era priman la incertidumbre y la esperanza de que las grandes potencias encuentren un modus vivendi que devuelva la estabilidad a una geopolítica global que la extraña. Ofrecemos este texto como anticipo del número 25 de revista Santiago, que próximamente circulará en librerías.
por Juan Ignacio Brito I 20 Octubre 2025
En 1943, Salvador Dalí pintó Niño geopolítico mirando el nacimiento del nuevo hombre. Ese mismo año, los aliados expulsaron a los alemanes de África e invadieron Italia, forzando su capitulación, y los rusos triunfaron en la batalla de Kursk y emprendieron la contraofensiva que los conduciría hasta Berlín. La Segunda Guerra Mundial estaba ganada, aunque la victoria tardaría aún en llegar. Dalí supo preverla y presentó al globo terráqueo como un huevo instalado en un paisaje desértico desde el cual un individuo puja por nacer, bajo la atenta mirada de un menor temeroso y una andrógina y famélica figura maternal. Un hilo de sangre brota del huevo semiabierto. El mundo que el genio de Figueras veía surgir desde las cenizas era distinto al conocido hasta entonces: el hombre despierta a la vida desde el sitio que ocupa América del Norte y hunde sus dedos en una Europa borrosa y desfalleciente, sin duda exhausta por los desastres de la primera mitad del siglo XX. El orden emergente tendría un nuevo líder: Estados Unidos.
El difícil parto que Dalí entrevió en 1943 se consolidaría una vez finalizada la guerra bajo el nombre del Orden Liberal Internacional. Un régimen que llevaba impreso el “auge hacia el globalismo” liderado por Estados Unidos que describió el historiador Stephen Ambrose, bajo la visión e inspiración de los seis “hombres sabios” cuya historia relataron Walter Isaacson y Evan Thomas. Limitado inicialmente por el enfrentamiento global con la Unión Soviética —pero alcanzando logros estratégicos, como la democratización y desarrollo de Alemania Occidental y Japón—, el Orden Liberal Internacional tuvo que esperar hasta la caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la URSS en 1991 para desplegarse por completo a nivel planetario.
La ratificación del triunfo liberal tras el fin de la Guerra Fría vino acompañada por un estallido de violencia. El 2 de agosto de 1990, las fuerzas iraquíes de Saddam Hussein invadieron el vecino Kuwait, desencadenando la crisis y guerra del golfo Pérsico, que consagró un nuevo orden mundial bajo la estrella unipolar de Estados Unidos. Si Dalí, que murió en enero de 1989, hubiera podido pintar otra vez al Niño geopolítico, habría dibujado un hombre nuevo democrático, libremercadista y norteamericano emergiendo desde Estados Unidos y hundiendo sus garras ahora no solo sobre Europa, sino en el orbe entero. Comenzaba lo que el analista norteamericano Charles Krauthammer bautizaría como el “momento unipolar”, y un optimista Francis Fukuyama entendió como el “fin de la historia”.
Sin embargo, luego de más de una década de vigencia incontrarrestable, un cóctel tóxico comenzó a hacer mella en el modelo liberal y la incuestionada hegemonía norteamericana de la post Guerra Fría. La crujidera empezó el 11 de septiembre de 2001, cuando 19 terroristas islámicos premunidos de cuchillos cartoneros propinaron un espectacular golpe al orgullo y la seguridad de la superpotencia única. La reacción condujo a guerras prolongadas en Irak y Afganistán —y contra el terrorismo— que deterioraron la moral norteamericana y le hicieron perder estatura ética y la simpatía de la opinión pública internacional.
Más tarde se sumó el estallido de la crisis financiera de 2008, que puso en tela de juicio las virtudes de la desregulación libremercadista y rehabilitó el rol del Estado a través de políticas de “flexibilización cuantitativa”, que inyectaron masivos recursos con la intención de revitalizar economías amenazadas por la recesión. La globalización comenzó a ser vista con ojos críticos y cobraron fuerza las voces que reclamaban contra la desigualdad y la desindustrialización en los países desarrollados, mientras el debate político interno se agriaba en medio de una polarización creciente, que puso en duda los hasta entonces indiscutidos atributos de los valores liberal progresistas. La democracia sufría con los embates autoritarios, nacionalistas y populistas. Para colmo de males, algunas potencias descontentas con el orden unipolar comenzaron a dejar sentir sus voces, a recuperar poder y a reclamar un lugar de privilegio en el sistema. Como ha señalado el cientista político estadounidense Robert Kagan, se pasó de la “era de la convergencia”, en la cual todos parecían marchar en dirección de la democracia y el libre mercado bajo la hegemonía norteamericana, a una “era de la divergencia” donde compiten distintos modelos políticos, económicos y sociales, y el liderazgo global está en disputa entre varias potencias.
Los rasgos del nuevo ambiente geopolítico se hicieron crudamente visibles en 2016, cuando los británicos votaron para marginarse de la Unión Europea y un sorprendente Donald Trump ganó por primera vez las elecciones en Estados Unidos. Atónito por el inesperado giro de los acontecimientos, un entristecido Barack Obama llegó a preguntar a sus asesores si no se había equivocado. “Quizás fuimos demasiado lejos”, dijo, agregando que “a lo mejor la gente simplemente quiere volver a su tribu”, y no avanzar hacia el cosmopolitismo que prometía el Orden Liberal Internacional. La anécdota la cuentan Ivan Krastev y Stephen Holmes en La luz que se apaga (2019). Según ellos, el expresidente formula la pregunta correcta: “¿Y si los liberales malinterpretaron la naturaleza del período posterior a la Guerra Fría?”.
De pronto, lo que se presentó como el final de la historia no era más que un reordenamiento geopolítico y una redistribución del poder en el sistema internacional. O sea, quien tenía razón no era el mediático Fukuyama, sino el silencioso Kenneth Waltz, un académico prestigioso, pero poco conocido fuera del ámbito universitario, que en 1979 había escrito Teoría de la política internacional. Allí explicaba que lo que determina la actuación de las potencias en un mundo anárquico no es su ideología ni su modelo de gobierno, sino la manera en que está distribuido el poder en el sistema. Siguiendo la lógica waltziana, la distribución bipolar de la Guerra Fría fue lo que habría permitido al historiador John Lewis Gaddis describir ese período como “la paz larga”, mientras que el carácter unipolar desde 1990 en adelante le habría entregado predictibilidad y estabilidad a una era marcada por la hegemonía norteamericana.
Waltz no ocultó su preferencia por un mundo bipolar, al describirlo como el más estable. Al mismo tiempo, sugirió que la distribución de capacidades más incierta y peligrosa en el sistema es la multipolar. Justamente es esta la que podría estar despuntando en el horizonte geopolítico actual.
Lo que parece estar consolidándose, en una transición lenta y peligrosa, en la que no faltan los focos de conflicto potencialmente devastadores, es el nacimiento de una era multipolar caracterizada por lo que el periodista norteamericano Jim Sciutto denomina “el retorno de las grandes potencias”. Nadie sabe, sin embargo, cuáles serán los contornos ni el contenido del ambiente emergente, porque el nuevo orden está lejos de asentarse y la incertidumbre se eleva cada vez más, mientras las piezas tratan de acomodarse en el nuevo puzzle estratégico.
Como suele ocurrir, es más fácil establecer lo que este nuevo mundo no incluye. En varias dimensiones, es el reflejo especular del Orden Liberal Internacional: allí donde había uniformidad democrática y una tendencia a la paz entre regímenes afines, hoy existe diversidad de modelos políticos en convivencia poco armónica; la globalización y el libre comercio son desafiados por las alzas de los aranceles, las devaluaciones competitivas y la “desglobalización”; el avance de los valores liberal progresistas luce amenazado por una contrarrevolución conservadora; los organismos multilaterales, como la OMC o la OTAN, y los tratados internacionales, como los Acuerdos de París o el Tratado de No Proliferación Nuclear, pierden preponderancia a manos de la negociación o el trato directo entre las grandes potencias; ya no hay reglas de comportamiento universalmente reconocidas y la fuerza (o la amenaza del uso de ella) se convierte en el argumento decisivo a la hora de resolver diferencias serias; Estados Unidos ha dejado de actuar como el policía y el asistente social en jefe del orbe, y surgen diversas potencias con aspiraciones regionales o globales que ejercen un tutelaje decisivo sobre distintas zonas del planeta.
Tal como el orden bipolar tuvo su bautizo de fuego en junio de 1950, cuando los comunistas invadieron el sur de la península coreana y el orden unipolar se consolidó en las arenas kuwaitíes e iraquíes a comienzos de 1991, el sistema actual parece tener fecha de nacimiento: 24 de febrero de 2022, el día en que las tropas rusas se lanzaron sobre Ucrania. En 1990, tras la invasión de Irak contra Kuwait, Estados Unidos eligió mandar el mensaje inequívoco de que en la nueva era que asomaba no sería admisible la agresión flagrante de un Estado contra otro. La respuesta fue contundente. Actuando a través del Consejo de Seguridad de la ONU, una amplia alianza encabezada por Washington forzó a Irak a retirarse, mientras el presidente norteamericano, George H. W. Bush, hablaba del surgimiento de un nuevo orden mundial, “una sociedad basada en las consultas, la cooperación y la acción colectiva, especialmente a través de organizaciones internacionales”, con el objetivo de “acrecentar la democracia, la prosperidad y la paz, y reducir las armas”. Sería este “un mundo donde el imperio de la ley reemplace a la ley de la selva”. Según Bush, el nuevo orden mundial lograría lo que “cien generaciones han buscado”: garantizar la paz, la justicia y la prosperidad. Todo, por supuesto, apuntalado por las inmensas capacidades de la nueva potencia unipolar: Estados Unidos.
El contraste con la situación actual es obvio y rotundo: pese a que sus planes iniciales se han visto frustrados, Rusia ocupa el oriente de Ucrania y el presidente de Estados Unidos busca que Kiev acepte la mutilación de parte de su territorio a cambio de la paz. Moscú ha logrado evadir los efectos de las sanciones occidentales gracias al apoyo de países como India y, especialmente, China.
En el nuevo mundo en que nos encontramos, Estados Unidos sigue siendo un actor central, pero ya no manda como antes. Han emergido otras potencias que lo desafían y persiguen con impunidad sus propios intereses, que no pocas veces son contrarios a los norteamericanos. En ese marco, la inestabilidad se ha convertido en rutina y la incertidumbre acecha detrás de cada alza de tarifas aduaneras, bombardeo ruso, norteamericano o israelí, operación ucraniana, réplica iraní o bloqueo hutí en el mar Rojo. La posibilidad del Armagedón nuclear vuelve a aparecer y se especula con una guerra entre superpotencias en el estrecho de Taiwán. Estados Unidos rehúsa descartar una invasión a Groenlandia o Panamá, mientras Pakistán e India intercambian fuego de artillería en Cachemira. El espectro de la hambruna golpea a Gaza, donde más de 56 mil civiles han muerto después de que Hamás atacara Israel y asesinara a 1.200 personas y tomara 250 rehenes en 2023. Alemania anuncia que aumentará su gasto militar y la OTAN propone elevarlo hasta 5 % del PIB de cada uno de sus miembros. Japón también incrementa su presupuesto de defensa, mientras Corea del Norte prueba misiles que amenazan a su vecino del sur y al archipiélago nipón. En un entorno cambiante e impredecible, todos se sienten más inseguros. Eso explica que, mientras la economía global creció 2,8 % en 2024, según el Banco Mundial, el gasto en defensa subió a 7,4 % el año pasado (ya lo había hecho 6,5 % en 2023), de acuerdo con datos del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos.
Más allá de estos acontecimientos preocupantes, lo que hace particularmente peligroso el momento actual es que nadie parece estar a cargo. En 2012, Ian Bremmer, presidente de la consultora de riesgo internacional Eurasia Group, denominó a esa situación el G-Cero: un mundo sin liderazgo global claro. Otros podrían llamarlo anarquía o estado de naturaleza hobbesiano, donde el hombre es el lobo del hombre y cada cual debe defenderse por sí mismo, en un entorno en el cual la seguridad se vuelve la preocupación prioritaria y el poder es el árbitro supremo de las diferencias. Es lo que ocurrió, las últimas semanas de junio, entre Israel e Irán o con los bombardeos norteamericanos contra los sitios nucleares persas: fue el uso de la fuerza lo que determinó el resultado del conflicto.
Como sostiene Bremmer, la buena noticia es que ese tipo de desorden anárquico es momentáneo. Vivimos hoy una riesgosa transición entre un orden liberal unipolar y otro nuevo, que no conocemos, pero que, según parece, estará caracterizado por la competencia multipolar entre grandes potencias forzadas a colaborar para hacer el mundo más vivible para todos en un ambiente ideológicamente diverso.
Ya ocurrió antes. El llamado Concierto Europeo del siglo XIX se organizó después del caos que provocaron las guerras napoleónicas. El Congreso de Viena de 1815 creó un orden en el cual Austria, Prusia, Rusia, Gran Bretaña y Francia (invitada a unirse en 1818) se reconocían unas a otras como potencias llamadas a regular su convivencia mutua y sus esferas de influencia, con el objetivo de minimizar y administrar los roces. Por más de cuatro décadas, el sistema diseñado por el austriaco Metternich, el británico Castlereagh y el francés Talleyrand permitió la cooperación entre potencias rivales, en un continente que venía saliendo de una guerra brutal.
Aunque es posible que la transición geopolítica actualmente en curso termine decantándose por un orden inspirado en el Concierto Europeo, hay que considerar que este es solo uno de los resultados probables y que otras configuraciones más peligrosas constituyen alternativas viables. Todo dependerá de un factor clave: la ausencia de “potencias revolucionarias” —en palabras de Henry Kissinger—, aquellas que tienen suficiente poder para desestabilizar el sistema y están insatisfechas con su cuota de influencia en él. Por lo mismo, tal como ocurrió en el siglo XIX, la calidad de la diplomacia (“el arte de contener el uso del poder”, según expuso Kissinger en 1957 en su clásico libro Un mundo restaurado) y la prudencia de los diseñadores del nuevo orden serán determinantes.
En 1943, cuando Dalí pintaba su Niño geopolítico, una generación de “hombres sabios” se preparaba para tomar el control de la política exterior norteamericana. Los nombres de George Kennan, Dean Acheson, Charles Bohlen, Robert Lovett, Averrell Harriman y John McCloy dicen poco hoy, pero fueron muy importantes durante esa época decisiva. Su visión marcó el surgimiento del Orden Liberal Internacional que imperó hasta mediados de la década pasada. La gran interrogante actual es si existen en algún lugar los émulos de estos prohombres, o de estrategas visionarios como el príncipe Clemens von Metternich, para forjar un nuevo orden que ponga fin a la impredecible transición por la que hoy atraviesa el mundo y se consolide, así, un modelo de convivencia que restaure la estabilidad extraviada en un cambio de era turbulento.
Imagen de portada: Niño geopolítico mirando el nacimiento del nuevo hombre (1943), de Salvador Dalí.