Alfredo Jaar: responder al contexto

por Sebastián Duarte Rojas I 28 Enero 2025

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Soy un arquitecto que hace arte. (…) Y para un arquitecto, el contexto lo es todo, por lo tanto yo, que no estudié arte, empecé a responder al contexto en el que me tocaba actuar. (…) Me impido tener ideas, incluso, antes de entender el contexto”, dijo Alfredo Jaar al inicio de su charla magistral “Operaciones estéticas y pacesolíticas de arte”, la segunda conferencia del ciclo Res Publicae, organizado por la Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño y el Programa Archivos UDP. Ante quienes llenaron auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra el jueves pasado, el artista chileno presentó una especie de retrospectiva de su trabajo, recorriendo algunas de las numerosas obras que ha instalado a lo largo y ancho del mundo, siempre como respuesta a contextos específicos. Lo que sigue es un repaso de solo seis de ellas y algunas declaraciones de su autor en la ocasión.

Tres anuncios para (no) decir

Jaar partió su conferencia situando el inicio de su obra en torno al hecho que marcó a tantas generaciones de chilenos, el golpe de Estado de 1973. La fecha misma, ese número 11, cruzó sus primeras creaciones, pero el contexto de la dictadura también determinó la obra que luego lo posicionó como uno de los artistas chilenos más destacados del momento. Me refiero a Estudios sobre la felicidad (1979-1981), esa serie de carteles de diverso tamaño que instaló en las calles, rectángulos blancos que con la frase “¿ES USTED FELIZ?” en mayúsculas negras. El blanco que rodea las palabras parece recordarnos que aquí todo es contexto: en un momento en que no se podían decir las cosas, esa pregunta de apariencia ingenua demostró ser incisiva.

El artista invitó al público a que respondiera en el Museo Nacional de Bellas Artes, frente a una cámara que registró más de mil horas de respuestas. En su presentación, Jaar expuso tres de aquellas grabaciones: en una, vemos el inquietante silencio de una mujer que se acomoda en la silla, titubea por un rato y luego se va sin abrir la boca; en otra, un joven Raúl Zurita responde el cuestionario inicial (nacionalidad, rut, edad, actividad) y luego recita una versión temprana de un poema de Anteparaíso: “Entonces, aplastando la mejilla quemada / contra los ásperos granos de este suelo pedregoso / —como un buen sudamericano— / alcé por un minuto más mi cara hacia el cielo / llorando, / porque yo que creí en la felicidad, / había vuelto a ver de nuevo las irredargüibles estrellas”.

Con el tiempo, el artista donó esa obra al Museo de Arte Contemporáneo; uno de los carteles sigue expuesto al día de hoy en su fachada, desde donde interroga a quienes transitan por Matucana, y esta capacidad de seguir teniendo ecos es algo que ha caracterizado otras obras de Jaar en este formato, ya no estrictamente carteles, pero sí espacios publicitarios convertidos en arte. “Los Estudios sobre la felicidad fueron como una especie de aprendizaje, de cómo, como arquitecto, usar los espacios públicos para crear estos pequeños cracs en el sistema. Y empecé a usar esta fórmula textual, después con objetos, en el espacio público alrededor del mundo”, dijo en su charla.

El ejemplo más famoso de esta fórmula es Un logo para América, aquella obra instalada por primera vez en 1987, en una de las pantallas luminosas de Times Square. La instalación consiste en una animación de 30 segundos que contradice una idea que los estadounidenses raramente se cuestionan: su uso del nombre America para referirse a su país y American como gentilicio de nadie más que ellos mismos. “Esto no es América”, escribe Jaar en medio de la silueta de EE.UU. “Esta no es la bandera de América”, surge entre sus estrellas y barras decoloradas. Y luego la palabra “América” aparece, se mueve y multiplica junto a la figura del continente, la que baila y se convierte en la erre en medio de su nombre.

La obra volvió a Times Square a 30 años de su primera versión, ahora con 64 pantallas en medio de la vorágine de avisos publicitarios gigantes. Esto fue durante el primer gobierno de Trump, cuando la palabra tenía otro peso por el lema de su campaña, y como respuesta a las políticas migratorias de aquella administración, Jaar también expuso la obra en un barco que se desplazó por las costas de Miami. Pero esta no fue su última intervención lumínico-textual en espacios públicos y, en una más reciente, el artista volvió a enfrentarse a la misma clase de borramiento discursivo que enmarcaba sus primeros carteles.

En noviembre de 2023 fue invitado a usar las pantallas gigantes de Picadilly Circus, en Londres, todos los días a las 20:30 horas. “Me censuraron como no me sucedía desde el Chile de Pinochet, jamás creí que me volvería a suceder”, explicó en una entrevista: “Primero quise pedir un alto al fuego en Gaza, pero no me dejaron. Luego, denunciar el genocidio… pero menos”. Al final, el artista optó por proyectar una frase que le permitiera decir lo que quería decir, pero evadiendo la censura: el verso “Esta noche no hay poesía que sirva”, que da título a un poemario de Adrienne Rich. La obra luego se expuso en otras ciudades y Jaar invitó a poetas jóvenes a escribir eso que no pudo decir.

Como en la película Tres anuncios por un crimen, de Martin McDonagh, estas obras irrumpen en su contexto, responden a problemas de la realidad y hacen a la gente hablar, fuerzan a los transeúntes a detenerse y pensar en ellos —en los carteles y en sí mismos—, quieran o no.

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Por el momento, y siempre ha sido así, el espacio del arte y la cultura es el último espacio de libertad que nos queda. Hasta ahora; no sé si lo vamos a perder, pero por el momento todavía se pueden hacer cosas. Entonces, aprovéchenlo. (…) Es allí donde se puede inventar, se puede soñar, un mundo mejor”.

La fugacidad de la historia

Jaar ha sido invitado a diversos lugares a llevar a cabo instalaciones, pero movido por su lema de no decir nada antes de conocer el contexto, primero suele visitar, recorrer y estudiar aquellos lugares en los que le proponen intervenir. En particular, el artista muestra un interés por la historia de estos sitios, como queda en claro en dos ejemplos que mostró en su conferencia.

La alcaldía de Montreal le ofreció utilizar la cúpula del Mercado Monsecours, un edificio histórico marcado por una serie de incendios y reconstrucciones, y que alguna vez fue sede del Parlamento. Jaar visitó el lugar varias veces y recorrió los alrededores para analizar desde qué ángulos se observaba la cúpula, sin decidir aún qué hacer. Durante su séptima visita descubrió que en las cercanías había tres refugios para gente sin hogar. Entonces se dio cuenta de que Montreal, una de la ciudades más ricas del mundo, tenía 15 mil personas sin casa. Y al visitar los distintos refugios y hablar con quienes los usaban, notó una contradicción: todos alegaban que nadie quería ayudarlos, que eran invisibles, pero también le pedían que no los fotografiara, porque no querían ser vistos como personas sin hogar.

Luego de acumular todos estos datos del contexto, Jaar regresó a los tres meses con una propuesta que sometió a votación de la gente de los refugios. Esto dio origen a la instalación Luces en la ciudad (1999). En cada refugio se puso un afiche con una foto de la cúpula, una explicación de la obra y un botón; al presionar el dispositivo, la cúpula se iluminaba roja por un momento, roja como en los tantos incendios de su historia, y las personas sin casa daban cuenta de su presencia en la ciudad: ponían a la vista el problema, sin tener que mostrarse ellas mismas. La instalación dio mucho que hablar y los demás refugios de la ciudad pidieron conectarse a la red, pero entonces el alcalde canceló el proyecto.

En el año 2000 fue comisionado por Skoghall, un pueblo sueco fundado alrededor de una enorme papelera, que es la que produce el tetrapak. La localidad creció hasta convertirse en una ciudad cuya infraestructura pública ha sido financiada por la empresa. Cuando Jaar notó que de lo que carecía era de un museo, se dirigió a los directivos de la papelera y les propuso construir uno a partir del material que la fábrica produce. Esta, por cierto, no es la única ocasión en que Jaar ha creado un museo, pero La galería de arte en Skoghall, esta instalación en particular, consistía en más que eso.

Jaar invitó a 15 artistas jóvenes suecos a exponer obras en torno al papel en el interior de la pequeña estructura. Una de ellas le consultó por teléfono a la gente de Skoghall por qué en tres décadas nunca habían tenido un museo y presentó las respuestas: la que más se repitió era que no lo necesitaban. Pero la novedad atrajo a toda la comunidad; la inauguración se llenó. A las 24 horas, y como Jaar había anunciado, los bomberos quemaron la edificación. Les dio ese espacio que nunca habían tenido, que nunca habían querido, y cuando lo tuvieron y quisieron conservarlo —una vez inaugurado, varios grupos le solicitaron que no lo quemara, pese a lo transitorio del material— se los quitó. Una lección de fugacidad, al estilo de los monjes tibetanos que deshacen sus elaborados mandalas de arena. (Cinco años después, la ciudad le pidió que diseñe un museo permanente, pero sigue inconcluso por falta de fondos).

Pese a que estas dos obras comentan temas que también afectan a otras sociedades —el aumento de la gente sin hogar, la poca importancia que se le da al arte—, son creaciones totalmente situadas en sus contextos específicos, en las que el artista destila la historia y cultura de estos lugares en llamaradas que solo duran un instante.

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El error que se comete mucho es que el artista trata de decir 37 cosas a la vez, y eso es imposible. (…) Hay que aprender a editar. Editar, editar, editar. Y editar, editar, editar. No hay nada más poderoso que una sola idea. Todos estos proyectos contienen, cada uno, una sola idea. Hay que limpiar, hay que editar. Hay que limpiar, hay que editar”.

Si un árbol cae en el Bosco

Jaar pasó años estudiando los llamados “sitios negros” de la CIA, prisiones secretas repartidas en diversos países, ninguno de los cuales es Estados Unidos, donde se practica la tortura. Solo hay dos fotos de aquellos lugares, que muestran las jaulas de un metro cuadrado —a veces de dos metros de alto, a veces de apenas uno— en que encierran y exponen a los prisioneros.

Cuando fue invitado a crear una obra en el Parque de Esculturas de Yorkshire, un área verde idílica, a las orillas de un lago, el artista se inspiró en el tríptico El jardín de las delicias, del Bosco, en su combinación de belleza y horror. La instalación El jardín del bien y el mal (2017) consiste en una serie de pequeñas celdas vacías, reconstruidas a través de las escasas imágenes y documentos que se han filtrado, distribuidas entre los árboles, a excepción de una que se encuentra al interior del lago.

En este caso, sin acceso a los lugares sobre los que quiere hablar, Jaar instaló su obra en otro espacio, tal como la CIA ha enviado estas operaciones ilegales a otras naciones. Ante la falta de registro de la realidad vivida por los prisioneros, sin sus voces, lo que expone es justamente ese silencio. En un ejercicio que recuerda al experimento filosófico del árbol que cae en el bosque sin que nadie pueda oírlo, pone aquellas jaulas a la vista de todos para recordarnos que existen aunque nadie las perciba.

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Hay miles de definiciones del arte, y hay una que me interesa en particular. Es la de un escritor nigeriano que se llama Chinua Achebe, y él dice que el arte es el intento de cambiar el orden de realidad que se nos ha dado. (…) ¿Cómo se hace eso? No tengo la menor idea, y por eso soy un artista”.

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